Hasta el momento sigue incierto el futuro democrático boliviano, pues mientras una veintena de políticos afines al MAS piden asilo en la embajada mexicana y la presidenta del Tribunal Supremo Electoral es capturada mientras huía disfrazada de hombre, todavía no existe una renuncia oficial de Evo Morales.
Así, con voz entrecortada, como de mártir a punto de sufrir su inmerecido calvario, dijo quien hasta ese momento era presidente boliviano, Evo Morales, mientras leía su renuncia en cámara: “Mi pecado es ser indígena, dirigente social, cocalero”. Y no faltó quien se compadeciera del infeliz gobernante, todo un modelo de crecimiento desde el sector más vilipendiado de la sociedad, alguien que supo guiar a su nación hacia la prosperidad económica, ahora, de pronto, víctima de un atroz golpe de Estado.
Así al menos lo reflejaron la prensa cubana, la venezolana… y no pocas voces clave del gobierno mexicano.
El presidente López Obrador, que ya había cometido la pifia de felicitar a Evo al instante mismo en que se declaró presidente por cuarta vez, en momentos turbios en los que nadie más que los aliados bolivarianos quiso poner las manos en el fuego por la pulcritud de aquellos comicios, a raíz de su deposición volvió a felicitarlo, esta vez para celebrar la salida culiacana de su renuncia como un recurso para “salvar vidas”. Y no contento con ello, el canciller Marcelo Ebrard ofreció su embajada en La Paz para dar cobijo a los perseguidos del neoliberalismo, a las víctimas del “golpismo” militar.
Ah, pobre presidente Morales, que hasta su buena defensa tuitera de la regenta de la Ciudad de México se ganó, en una comparación inaudita, fuera de todo contexto, con la permanencia en el poder de la canciller alemana Angela Merker —y no presidenta—. Infeliz denigrado por las botas militares, las conspiraciones capitalistas y el imperialismo yanqui, al que todos dan la espalda excepto el gobierno mexicano, ese que, así también de buenas a primeras, se supo listo para echar a un lado la misma doctrina Estrada que meses atrás usaba como estandarte para no verse en la situación incómoda de opinar sobre el ilegítimo Nicolás Maduro.
¿Golpismo? Hum…
Vayamos por partes. Evo Morales sí fue un presidente constitucional. Con triquiñuelas, atajos, subterfugios, pero legal. Luego de ganar la presidencia en 2005 se las arregló para convocar a una asamblea constituyente que modificó la constitución y facilitó la reelección. Consiguió elegirse “por primera vez” mientras ya era presidente del anterior formato, y con ello garantizó una segunda elección que en la práctica derivó en un tercer mandato. Este periodo terminaba oficialmente en enero de 2020, dejándole gobernar por catorce años consecutivos. Hasta ahí (casi) todo en regla. Evo Morales fue acumulando poder, y su partido Movimiento Al Socialismo (MAS) después de una década ya se hallaba muy bien posicionado en los puestos clave de cada poder del Estado. Evitó las psicóticas expropiaciones a destajo de empresas al estilo chavista y se limitó a nacionalizar grandes industrias, a repartir tierras entre los pobres, indígenas principalmente, y aunque hubo crisis alimentaria a comienzos de 2011, tras una ola de protestas por la eliminación de los subsidios a los combustibles, la economía creció hasta 6,2%, ganándose la recalificación del Banco Mundial, de la lista de “países de ingresos bajos” a la lista de ingresos medios.
Es aquí cuando comienza el verdadero “golpe de Estado”, a duras penas maquillado de estrategia legal, en la Bolivia de 2019, luego de que Evo Morales consiguiera que el Tribunal Supremo le diera su bendición para volver a contender, con el estratosféricamente inaudito pretexto de que, de no hacerlo, “se estaban violando los derechos humanos del presidente” (!).
El problema aparece cuando Evo decide, apoyado por sectores afines, extender su presidencia más allá de lo que la constitución (su propia constitución ya modificada a su gusto) y dándole la espalda a ésta, presentarse una vez más a elecciones. Aquí ya saltan las alarmas, porque el presidente, hasta el momento legítimo, opta por desoír la respuesta que recibe de su pueblo, en un referéndum de 2016 donde quedaba claro que la mayoría de los bolivianos se oponían a una nueva reelección.
Es aquí cuando comienza el verdadero “golpe de Estado”, a duras penas maquillado de estrategia legal, en la Bolivia de 2019, luego de que Evo Morales consiguiera que el Tribunal Supremo le diera su bendición para volver a contender, con el estratosféricamente inaudito pretexto de que, de no hacerlo, “se estaban violando los derechos humanos del presidente” (!). La tensión creció junto a la esperanza opositora (ahora mayoritaria) de sacarlo del poder por vías legales, pero otra vez la libertad de decisión popular chocó contra la pared de un gobierno monolítico en el que el Tribunal Electoral se prestó muy contento para el fraude. El sistema “se cayó” (sí, al estilo Bartlett) y de la noche a la mañana Evo Morales toreaba magistralmente la posibilidad de ir a segunda vuelta y muy probablemente perder contra los votos de los candidatos retirados, ahora en unión, cerrando filas tras su más cercano opositor.
Es difícil interpretar la versión del gobierno mexicano sobre la legitimidad de esta movida anticonstitucional, a no ser si la analizamos desde el punto de vista ideológico, de la alianza entre “luchadores a favor de los derechos del pueblo oprimido” y los puntos en común con el Foro de São Paulo.
Kalimán de Agartha
Todo se complica —y se desenlaza— cuando, después de tres semanas de protestas, el comandante de las Fuerzas Armadas de Bolivia, Williams Kaliman, junto con el jefe de la policía, Yuri Calderón, exigen a Evo Morales su renuncia al cargo para evitar males mayores. Esto es interpretado por los amigos de Evo como el golpe de Estado tan temido que, de cierta forma, igual estaban esperando para conseguir la ansiada victimización del líder (y el necesario apoyo internacional), mientras que sus detractores ponían al comandante militar como una suerte de personificación del héroe de historietas mexicanas (¿Yuri Calderón sería su compinche Solín?), cuando lo cierto es que este comandante había sido desde siempre incondicional al proceso castrochavista, e incluso enfrentaba una acusación de la fiscalía por haber calificado de “apátridas” a los opositores a Evo.
Pero la victimización del “pobrecito indio” que la oligarquía y el poder imperialista no veían con buenos ojos ya estaba en marcha, como colchón perfecto a las múltiples violaciones a la carta magna de la república.
Hasta el momento sigue incierto el futuro democrático boliviano, pues mientras una veintena de políticos afines al MAS piden asilo en la embajada mexicana y la presidenta del Tribunal Supremo Electoral, María Eugenia Choque Quispe, es capturada mientras huía disfrazada de hombre, al instante de escribirse este artículo todavía no existe una renuncia oficial de Evo Morales, sólo el anuncio de ésta, y cualquier cosa podría pasar, incluyendo el regreso del líder, como presunto vencedor de la intentona golpista, para poner orden en una nación llevada al caos, no por sus opositores, o por el “pecado de ser indígena”, sino por su propia necedad, por la tozudez de continuar a toda costa en el sillón presidencial, con toda probabilidad aconsejado al oído por sus amigos más cercanos, Nicolás Maduro y Raúl Castro. ®