Russ Meyer fue llamado equívocamente “el Fellini” del sexploitation, y también un niñote por los críticos franceses. Pero a Meyer eso lo tenía sin cuidado, filmaba lo que quería y descubría para las miradas ávidas de sus espectadores a nuevas y más inquietantes actrices.
I’m a serial bigamist.
—Russel Albion Meyer
Las erotopías en la cultura audiovisual son más inquietas y mudables que lo que pretenden los filmes abiertamente militantes de cualquier trinchera sexista (presteza en ocasiones, bostezante).
A sazón del recurrido adagio sobre que la pornografía es el cuento de hadas para adultos, hay una vieja sentencia que sostiene que la pornografía es el erotismo “de los demás” o de lo ajeno. Así, la condición voyeurista que identifica porno con sexo parece prehistórica. También la idea de que el erotismo es imaginativo y la pornografía exclusivamente demostrativa. Para rebatir esas vaguedades siempre hará falta una prosodia digna de la moda ochentera que se impresiona con las “teorías” del cuerpo posthumano.
La ortodoxia tiene un protagónico. Y los crisoles machista-hembrista filantropía-feminismo siempre tienen reservadas muchas sorpresas al respecto.
Poderosas desde el principio y no empoderadas, las estrellas del sexploitation consiguieron deshacerse de sus más nobles manumisoras y ése fue uno de sus primeros K.O.’s. De cualquier manera, no era necesario ampararse en doctrinas feministas. Las damas del sexploitation embaucaban todo lo que supuestamente las defendía. Personificaban la súper-mujer nietszcheana burlonamente.
Russ Meyer lo confirmaba cuando alguien se atrevía a preguntarle:
—Mis películas funcionan como una especie de terapia o algo así.
—¿Y qué dicen las feministas al respecto?
—Nada, nada. Incluso he tratado de provocarlas. Pero ocurre que en mis filmes la mujer siempre es el ser superior. Por tanto, ¿Qué van a decir?
La consagración del cuerpo femenino como sujeto sexual en el cine de pretendidas ínfulas erotómanas provocó que los discursos feministas radicales y en general varios de sus clichés, siempre presentes en las imprecaciones de género, fueran innecesarios. Del otro lado del ring estaban los devotos de la máxima de Gesualdo Bufalino que no siente desconfianza al pensar que “El feminismo ha sido la única revolución en que el amo se subleva contra el esclavo”.
Sensacional de sexploitation
Las confabulaciones del cine nudie estadounidense tienen su principio y fin en las restricciones de una hilarante legislación puritana que custodió la castidad durante tres décadas y que sobre sus hombros tenía la misión de proteger las sanas conciencias de sus ciudadanos. Tan noble labor sólo podía tener de fondo un pensamiento que aún abolido aquel Código Hays (1934-1967), seguiría existiendo bajo otras pieles.Los censores ciertamente no nacieron junto con el cine de explotación y los inquisidores tampoco, pero han sido jubilosos acompañantes durante mucho tiempo.
El marco dedicado a los ímpetus encueradores de mayor agitación estaba entre los primeros años de la década de los treinta y fines de los setenta, y tuvo varias modalidades con delimitaciones poco nítidas: blandiporno, bloodies, nudies, cuties, softcore, skinflicks, burlesque films, wip films, naziporno, roughies, ghoulies, pin-up dancing y varios más. Casi todas echadas al mismo costal llamado sexploitation.
Históricamente el germen está en los hygiene films, que eran películas moralizadoras hasta el tuétano y noblemente preventivas sobre los riesgos del embarazo, los problemas que trae quitarse los calzones en momentos inapropiados, las enfermedades venéreas y los sentimientos de culpa. Se trataba de películas educacionales mata-libidos que procuraban un rigor casi clínico, pero al mismo tiempo eran las únicas películas en que se podía apreciar desnudos completos y los órganos sexuales en primer plano. Situación soportable para los públicos juveniles que aceptaban las condiciones casi clínicas, principalmente empujados por el morbo libidinoso del orangután interior en cada uno.
A sazón del recurrido adagio sobre que la pornografía es el cuento de hadas para adultos, hay una vieja sentencia que sostiene que la pornografía es el erotismo “de los demás” o de lo ajeno. Así, la condición voyeurista que identifica porno con sexo parece prehistórica.
El francés Jean Pierre Buyxou, experto en este rubro, decía que fue un croquis explicativo de la vulgarización científica y la profilaxis en la educación sexual catequizante que acabó siendo un espectáculo chusco de las autoridades de lo relamido. Good Time Girl, de David Mc Donald (1948), Not Wanted, de Elmer Cliffton (1949) y los primeros filmes de Dwain Esper son la patente de cómo era posible burlar el código censor ejerciendo la crítica sutil al emplear los mismos mecanismos comunicativos de los educational films para mostrar cuero sin ser vetados por la American Social Hygiene Society y demás instituciones mojigatas.
Hay un pequeño viraje en las preferencias de los años posteriores a la II Guerra Mundial. De pronto la estética pin-up y las guapísimas mujeres que la personificaban perdieron vigencia. Por alguna extraña razón o fetiche militar, las mujeres en cárceles resultan sumamente provocadoras sexualmente para los directores de cine.
La sinécdoque de la prisión habla de aspectos de la mentalidad estadounidense y en concreto de sus políticas punitivas para con todo lo incorrecto. Bryan Foy es el cortador del listón. En su enorme influencia sobre LewLanders (Condemned Women), Edgar G. Ulmer (Girls in Chains), Edward Cahn (Riot in Juvenile Prison), el erotismo adquiere nuevos matices poco explorados, antisolemnes y llenos de sudor y violencia femenina. El zeitgeist del exploit no tuvo un organigrama ni programa, solamente buscaba espíritus en brama.
El sexploitation era una categoría que frecuentaba los linderos legales y muy probablemente la colección clandestina de varios puritanos de clóset.
Directing Really Turns Me On
Los estilemas de varias de esas cintas seguían teniendo gran deuda con el camp y el pin-up. El mismo Russ Meyer desde los catorce años captó con su Univex Single 8 hacia dónde se dirigía la movida. A esa edad filmaba casi a escondidas los shows del burlesque a la par de ir desarrollando la pulcritud técnica aun con bajos recursos en sus diversos empleos, en especial como fotógrafo en la empresa de un tal Hugh Heffner. En sus siguientes años se dedicó a filmar documentales bélicos, hasta que Hemingway invitó al joven Meyer a una casa de citas para pistear como los profesionales. La experiencia le encantó. En adelante el mundo de las chiquimamis constituiría el eje rector de su vida y, por supuesto, de su obra. La movida de Teaserama y Varietease, filmes casi teatrales de Irving Klaw que documentaban a las bailarinas (Lilly St. Cyr y Bettie Page) dando todo de sí mismas en el escenario, muy pronto motivó a otros directores a tener mayores ambiciones. Las búsquedas debían seguir su curso. Meyer no fue la excepción.The Immoral Mr. Teas (1959), después de The French Peep Show, fue un paso agigantado para Meyer en términos artísticos (aunque haya quien considere que los ojos de Meyer estaban más puestos en la taquilla que en la pantalla)y fue el primer nudie en obtener recursos por más de un millón de dólares.
Su destreza para la representación de un erotismo sardónico iría tomando forma con su estilacho que se enriquecía de aspectos formales de la narración gráfica específicamente en los cómix (sí, con x), la literatura pulp, la “comedia de situación” y la ebullición del mismo exploit, este último sería el poderoso componente metaficcional de su filmografía. Aquí Jacques Tati y la refinada ambigüedad de su sentido del humor tienen una encarnación inusual.
Un paréntesis viene bien. Poco hace falta decir que el sexploitation poco tiene que ver con la pornografía, pero erróneamente se le asocia a manera de prefacio o se le tilda de soft porn. Nada en el sexplotation es explícitamente porno, pero tampoco hace gala de ese recato inexpresivo del soft porn. Los discursos de modé sobre la pornografía y lo corporal que tanto rebosan saben bien que no deja mucho lugar al previo, siempre va al grano. Ya Roman Gubern sostuvo varias veces que la pornografía asume narrativas accesorias y sus tramas no necesitan ser más que esquemas o, de plano, caricaturas.
Por otra parte, en el sexploitation no estorba la trama, aunque sí un poco la ropa. La insinuación puede tener mayor peso dramático y sensual que la obviedad de la pornografía.
La cinematografía sexploitation justificaba la estética del error. La chapucería aparentemente intencional. Aunque después esos antivalores se irían domando en la turbulenta influencia que ejercieron en las siguientes décadas.
El parentesco más preciso es con las sexicomedias mexicanas setenteras y con la pornochanchada (pornocomedia brasileña muy popular entre 1970 y 1986), no únicamente por su amplia producción fílmica de paupérrimo presupuesto, la tendencia monotemática y también por fungir como un cinema verité-lo fi con sus respectivos remiendos a merced del chapuzón.
La violencia, los momentos incestuosos, los ligues inesperados e involuntarios, encuentros artificiosamente casuales, lenguaje soez, penuria, marginación, galanes de balneario, los lugares marginales, los cabarets, son las verdaderas ambiciones y características del hombre común en esa época (también la subsecuente) estaba siendo retratado con toda franqueza.
Pero fuera de protocolos, el hecho de mostrar las fijaciones del director era un gesto de honestidad antes que de perversión (acusación puritana). La calidad de la fotografía y en general la pulcritud técnica y la impecable ejecución siempre con cámara fija son siempre asuntos incuestionables. Claro siempre salta a la vista el fetiche en primer plano, pero no está demás analizar otros aspectos.
La cinematografía sexploitation justificaba la estética del error. La chapucería aparentemente intencional. Aunque después esos antivalores se irían domando en la turbulenta influencia que ejercieron en las siguientes décadas.
El naivete voluptuoso
Esquivar a como diera lugar la censura también se podría considerar un logro creativo. El sexploitation no podía mostrar el coito. A lo mucho las caricias enjundiosas, los fajes y la insinuación entrelineada del acto sexual eran producto del malabar y una demostración de la pericia del director si es que lograba engañar a los legionarios del código Hays. Como dice el ensayista Ramón Freixas en El sexo en el cine y el cine del sexo (2000), “la firma de las películas nudistas es la demostración de un desnudo casto, gimnástico (sic), destinado a cumplir el mandamiento mens sana in corpore sano: paseando en el jardín, jugando ping pong, tomando el sol, siempre con ramas, arbustos protegiendo estratégicamente las partes más velludas (sic)”.Pero la inocencia es patente de este tipo de erotismo y es una de sus escalinatas más cercanas. Por ello ni un solo pelo puede ser protagonista de la toma, si se escapa el encargado de la fotografía y el camarógrafo han fracasado en su misión de encaminar el esfuerzo hacia la puerilidad.
Russ es el llamado equívocamente “Fellini del softcore”, especialmente su obra realizada entre 1965 y 1975, que es el cimiento sólido de su carnavalesco Mondo Topless. Aunque fue precedido por las beaver films o slipt beaver films (que para blasfemia de la castidad imperante, ¡mostraban vello púbico!).
Bastaron Skyscrapers and Brassieres (1963), Lorna (1964), Fanny Hill! (1964), Mudhoney (1965) y Motorpsycho (1965) (filmes considerados secundarios en su filmografía), para que Meyer pudiera intuir sus siguientes pasos y ver hasta qué punto podía explotar las lagunas en las escalas de valores y prejuicios sobre la sexualidad y de paso darse gusto en el reclutamiento de damiselas. Le gustaban las tetas aparatosas y naturales, aunque después pagaría buena parte de su modesta fortuna por cirugías de sus diferentes parejas.
Herschell Gordon Lewis, el “Sultán del Sleaze” y David Friedman, quienes terminarían siendo los ápices fundacionales del slasher-gore, hicieron antes todo un freakshow del erotismo (Nature’s Playmates con otra incansable del sexploitation, Doris Whisman) teniendo como escenarios las grindhouses, los autocines, salas improvisadas y una que otra alcantarilla. De modo que las verdaderas preocupaciones estaban en realizar las películas y no en la distribución o factores externos. Mientras Friedman y Lewis picaban piedra colaborando en sus primeros tanteos, tratando de sacar el máximo provecho a los temas prohibidos, Roger Corman hacía lo propio pero con mayor velocidad. Hollywood pasaba por una de las mayores crisis creativas y financieras que hubiera experimentado. ¿Qué mejor panorama podían tener las producciones artesanales? Corman probablemente no encaje del todo en el sexploitation, pero tuvo un papel importante en lo referente a su eficacia en la producción y en la dirección relámpago de un racimo de trancazos fílmicos colindantes temáticamente con el sexploitation (Teenage doll, Naked Paradise, Big Doll House, Tender Loving Care y un montón más).
Todo cuadraba. En 1964 Susan Sontag publicó su famosísimo ensayo Sobre lo Camp y las respuestas en la práctica no se hicieron esperar. Aunque los pesos pesados del sexploitation fueran algo desafectos a la intelectualidad neoyorquina.
Su destreza para la representación de un erotismo sardónico iría tomando forma con su estilacho que se enriquecía de aspectos formales de la narración gráfica específicamente en los cómix (sí, con x), la literatura pulp, la “comedia de situación” y la ebullición del mismo exploit.
The Seven Minutes, de 1971, significaba para Meyer verse domesticado por Hollywood. La adaptación cinematográfica de una novela de Irving Wallace y la inflexibilidad del encargo lo hicieron sentirse aprisionado y regresó con todo para filmar las películas que a él le gustaba hacer y que lo hicieron famoso mundialmente. Incluso el crítico Roger Ebert colaboró co-escribiendo en el guión de Beyond the Valley of the Dolls, de 1970, una vez que Meyer había sido contratado por la 20th Century Fox. Mismos años por los que conoció a la miss universo del nudismo (1970-1971), Kitten Natividad, guapura de Ciudad Juárez con quien vivió quince años, y luego con Eve Meyer, sus verdaderos grandes descubrimientos.
Blacksnake fue la antesala para la trilogía de la consagración de la pechugonería. Supervixens (1975), Up Megavixens (1976) y Beneath the Ultravixens (1979). Y fue precisamente esta cadena de trabajos los que tenían la tendencia a dividir la opinión y ser blanco de críticas demoledoras. Pero el Fellini del sexploitation finalmente se replegó a su mirada más personal. Los castings no fueron cosa fácil. El requisito indispensable era simple: la postulante debía poseer los senos más grandilocuentes y un carisma sin igual (algunas no cumplieron con el segundo requisito, pero por la presión del tiempo no quedó de otra que aceptar). Es algo sañosa la idea que la crítica de cine en Francia convirtió en lugar común: que Meyer era sólo un niñote y que la totalidad de su obra no es más que un montón de pulsiones edípicas, pero precisamente por desviar la atención y reducir la obra a lo más superficial de la temática es un acto tramposo de apasionamiento acrítico y ganas de ser apreciado por aludir a Freud y a Lacan cuando de hacer crítica de cine se trata.
Hacia el fin de su carrera el Fellini del sexploitation no perdía el toque vulgar que le confería cierta gracia:
—¿Estás trabajando en algún proyecto nuevo filme? —le preguntaba algún periodista.
—Sí, con Ebert y tengo un guión llamado El sujetador de Dios, pero no sé si quiero hacerlo. Quiero decir, ahora mismo estoy haciendo estos dos extravagantes películas, una Pandora Peaks, y El sujetador… con una chica llamada Melissa Mounds. Son grandes películas para masturbarse. Cuestan alrededor de cien mil cada uno, no son nada baratas.
Oh Bondage Up Yours
Entretanto el pelotón de películas sexosas ya rebasaba a los censores en capacidad para revisar tanto rollo (hay quien piensa que fue un logro de Meyer). La abolición del Código Hays por razones comerciales y legales pasó a reformularse en el sistema de clasificación MPAA, muy parecido al que actualmente tenemos. Pero las formas de limitar la recaudación de dinero se multiplicarían.
Y entonces se soltaron los perros. La deontología cedió a los deleites del onanismo femenino, al bombardeo de clichés y otras sabrosuras. Ya no se podía seguir siendo tan santón en los circuitos del sexploit. Dentro de las wip films las exigencias vuelven a dar un giro inesperado y el revisionismo encarecido hace de las suyas. La hipérbole desconcertante sobre la sexualidad en el contexto del auge del partido nacional-socialista, el rastreo de erotismos alternativos y sus cables enredados con extravíos históricos (además del la proliferación del porno duro) también despertaron un lado tragicómico que explicitaba el declive inminente del sexploitation: La última orgía de la Gestapo (Cesare Canevari, 1976), La suástica en el vientre (Mario Caiano a.k.a. William Hawkins, 1977) y algunos otros del socorrido Sergio Garrone que constituyeron un pintoresco contrafactual nazi-porno que escarneció a buena parte de la amplia comunidad bienpensante que llamaba a respetar la memoria y lo doloroso de aquel “capítulo de la historia”. Pero no advertían que lo doloroso de los latigazos y la violencia sexual en esas películas se sublimarían de formas insospechadas.
Algunos de los derrapes del concepto de obscenidad fueron bien aprovechados por Larry Buchanan (sátrapa del churro) o un Andy Milligan que hicieron de la calentura un axioma inquebrantable y del cuero un verdadero principio discursivo. Y estando en los albores del hard porn cualquier arrojo por la sutileza parecía un agónico encore de concierto.
Lo extraño es que el gusto por lo considerad soft nunca se haya extinguido, al contrario. La bisutería en el cine llamado comercial lo procura al enaltecer los estigmas de la finesse del “cine de arte”, escudándose en lo artístico y en ocasiones degustando insípidas reliquias de culto como Emmanuelle de Just Jaeckin (1973) y algunas de sus infumables derivaciones.
Toda esta confitería conjugaba todos los ingredientes que ocasionaron el destape bizarro: el gorno (gore + porno), los slashers paido-necro-zoofílicos, kermesses de la coprofagia y varios productos más de abyecciones poco sorprendentes en términos anti-artísticos. Todo aquello sin el tacto de gente de varias latitudes, cronologías y disciplinas como Waters, el colmillo de un Alfonso Zayas, la pirotecnia esmeradamente cutre de Jean Lafleur, la permisividad cachonda que muchas veces presumía elementos del western mitteleuropeo de Jess Franco, y la malicia del romano Joe D’Amato, mejor conocido como “the evil Ed Wood”, igual de prolífico que los anteriores. Reunir esas influencias en nuevas ideas suele tener aterrizajes estrepitosos (sin albur). El nudie corrompidamente naif se extinguió y no hace falta invocar la nostalgia. La sazón de Deadly Weapons, She Killed in Ecstasy y Faster… engloban lo aquí dicho y parecen tener siempre asses bajo la braga para explicarlo. Bestiarios siempre candorosamente insanos y parcos de normalidad. ®
José Rodríguez López
Asiduo lector de Replicante desde la época entrañable en que podía hojearse la revista en el Metro, en el escusado, en el café, en cualquier lado, (lástima que hayan decidido ahorrarse el papel y la distribución y la imprenta), les pregunto quién resuelve el tema de las imágenes en la revista? la de antes y la de hoy, me parece que habría que aumentarle el sueldo cuando menos (o hacerle un himno, diría JIS).