¿Qué hacía Edward Hopper en Saltillo?

El Cine Palacio y la corrosión de la memoria

Edward Hopper visitó la norteña ciudad de Saltillo en tres ocasiones: 1943, 1946 y 1951. ¿Qué forma de la memoria quiso perpetuar Hopper en sus acuarelas realizadas en este lugar?

Hay que acercar el rostro a la ceniza.
Y soplar suavemente para que la brasa, debajo,
vuelva a emitir su calor, su resplandor, su peligro.
Como si, de la imagen gris, se elevara una voz:
“¿No ves que ardo?”
—Georges Didi–Huberman

Edward Hopper, El Cine Palacio, en Saltillo.

Edward Hopper, El Cine Palacio, en Saltillo.

En 2016 se cumplen setenta años desde que Edward Hopper pintó en el norte de México la fachada del Cine Palacio. Este mismo año también terminó el sueño en celuloide del emblemático cine coahuilense, cerrado para ser convertido su edificio en el gigantesco local de una cadena de zapaterías.
¿Quién fue Edward Hopper? ¿Qué motivos especiales encontró para su pintura el artista neoyorquino en esta ciudad al sur del semidesierto coahuilense? Edward Hopper fue el primer pintor norteamericano en confrontar al regionalismo sentimentaloide de los años treinta el realismo de calles vacías, casas solitarias, ciudades anónimas, gasolineras abandonadas. A los perfiles de la también llamada American scene añadió una mirada propia de naturalismo frío e impersonal.
Edward Hopper visitó la norteña ciudad de Saltillo en tres ocasiones: 1943, 1946 y 1951. ¿Qué forma de la memoria quiso perpetuar Hopper en sus acuarelas realizadas en este lugar?
Estas líneas buscan establecer una relación entre la preocupación temática del pintor estadounidense —la reproducción de fachadas, el voyeurismo sobre el adentro y afuera, y los espacios de la soledad humana— con una crítica hacia la conformación de la permanencia y la memoria de las ciudades y a su noción de progreso.
En la pintura de Hopper, el tiempo del hombre, su historia, la identidad de sus ciudades son sólo eso: frágiles y mutables fachadas. Lugares de tránsito y soledad. Fugacidades, derrumbes en cámara lenta. Máscaras que va arrancando el tiempo.
Anteriormente, en su obra Hopper había mostrado la América de la gran depresión y, después, la del triunfo del capitalismo, la de los espacios del hombre sin atributos, del ciudadano sin sueños, del ser humano sin horizontes, como el tedio infinito de los trasnochadores en Nighthawks ensimismados en su propia soledad.

Cinema Soledad

En Cuando las imágenes tocan lo real Georges Didi–Huberman afirma que “No se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio. Por lo tanto no se puede hablar de imágenes sin hablar de cenizas. Todas juntas forman, para cada uno, un tesoro o una tumba de la memoria, ya sea ese tesoro un simple copo de nieve o esa memoria esté trazada sobre la arena antes de que una ola la disuelva. Sabemos que cada memoria está siempre amenazada por el olvido, cada tesoro amenazado por el pillaje, cada tumba amenazada por la profanación”.
¿Fue el cuadro de Hopper sobre el Palacio una especie de tumba, un simple registro o una profecía?
En un hecho inusitado en su trayectoria, Hopper, un hombre que viajó poco, visitó Saltillo al regreso de un viaje a la capital del país, en 1943. La ciudad lo atrapó. Según la estudiosa estadounidense Gail Levin en su libro Hopper Places, el racionamiento de gasolina a causa de la guerra obligó al pintor a encontrar este destino.

Desaparece el Cine Palacio y surge una megazapatería.

Desaparece el Cine Palacio y surge una megazapatería.

Hopper como artista no fue nunca un revolucionario, ni en su técnica pictórica ni en su lenguaje artístico. Fue más bien un conservador, incluso un reaccionario. El concepto aplicado a su pintura, American scene painting, refleja a la perfección su mundo: un universo en el que no tenían cabida las rupturas de la abstracción y las inquietudes vanguardistas de la pintura europea. Sin embargo, pintó un mundo sin salida, donde sus habitantes están atrapados. Todos sus cuadros parecen encerrarse en una impotencia tranquila, resignada, que fluye desde el rostro de las figuras solitarias o se disemina por las escenas urbanas.
Al ser uno de los pintores realistas más reconocidos en el plano mundial y el gran artista americano del siglo XX, dio a sus escenas urbanas un tratamiento cinematográfico y explotó los contrastes de luz para aumentar el dramatismo de las escenas de desolación citadina. El neoyorquino tuvo otro vínculo mágico con esta ciudad: el Cine Palacio, ubicado en la esquina de las calles Victoria y Acuña, que en una segunda visita —en 1946— Hopper pintó desde la azotea del Hotel Arizpe Sáinz.
En 1983, exactamente cuarenta años después de la primera visita del artista, su biógrafa aventuró sus pasos hasta Saltillo para comprobar sorprendida que muchas de las escenas reproducidas apenas o casi nada habían cambiado a lo largo de las décadas, sobre todo la fachada del Cine Palacio, que aún hasta hace pocos días persistía en la proyección de sueños de celuloide, conservando su diseño original, stream line o barroco tardío.
La revaloración de la obra de Hopper comenzó a crecer verdaderamente a partir de su muerte en 1967, cuando empezó a ser reconocido como uno de los grandes maestros de su época y no sólo como un ejemplo de la pintura realista estadounidense. Hasta ese momento, el apogeo del arte abstracto había nublado su presencia en el panorama del arte norteamericano. Hay quien afirma que hubo más obra; varias versiones del Cine Palacio y hasta una acuarela de la Catedral. Y los trabajos perdidos de su última visita en 1951.

Mutación

Hoy, luego de más de setenta años de actividad, el Cine Palacio cierra sus puertas para convertirse en una zapatería y la profecía de Hopper pareciera cumplirse: las ciudades como fachadas, lo supuesto permanente sólo como una máscara más de la fugacidad. La futilidad de pretender salvaguardar esa memoria a través del arte, y el progreso como destrucción y expolio de los recuerdos.
Volvemos a mirar las formas y la sensación es innegable. La foto actual de esos andamios que hoy desmontan el cine —templo de la imagen y la memoria— nos obliga a mirar los trabajos del hombre como algo distinto. Una dicotomía siniestra: una persistente construcción del “progreso” y del cambio y la civilización obstinada al mismo tiempo en borrar la memoria humana.
El expolio febril del hombre sobre su propia historia —andamios, herramientas, ganchos, cuerdas— como una extensión de él mismo que poco a poco también lo desaparece y lo suplanta.

El neoyorquino tuvo otro vínculo mágico con esta ciudad: el Cine Palacio, ubicado en la esquina de las calles Victoria y Acuña, que en una segunda visita —en 1946— Hopper pintó desde la azotea del Hotel Arizpe Sáinz.

Esas sombras multitudinarias de los trabajadores nos revelan la victoria del progreso y su barbarie. En la imagen no hay simetría. Su vista en contrapicado nos empequeñece. Esa sinécdoque, esa mirada parcial, recortada, esa fracción de horizonte parece advertirnos: si pudiéramos mirar, más allá hallaríamos más. Otros trabajos. Otros destinos. Otras sombras, otras máquinas, otras demoliciones, otras memorias volviéndose polvo. Otra impostura de la memoria.
Hopper nos advierte: el trabajo del tiempo es corrosión, empalmamiento, expolio, borradura.
El autor de Cuando las imágenes toman posición nos dice también que “Finalmente, la imagen arde por la memoria, es decir que todavía arde, cuando ya no es más que ceniza: una forma de decir su esencial vocación por la supervivencia, a pesar de todo”.
Una pintura y una fotografía en una distancia de siete décadas distintas que nos hablan de lo mismo: soledad, impotencia ante el progreso, espacios cerrados, vedados, públicos y no. Algo erguido que su propio transcurrir derrumba.
La mirada implícita en esta fotografía registra el cambio, la destrucción del pasado y la configuración del presente. El fotógrafo se convierte en el coleccionista de actos en el tiempo. Por ello Roland Barthes en su libro La cámara lúcida sugiere que “Una fotografía es un fragmento: un vislumbre. Acopiamos vislumbres, fragmentos”.
Piezas desperdigadas que al irlas reuniendo —mirando, leyendo— nos ordenan y nos dan un lugar, un punto de vista definitivo en medio de la apariencia volátil del mundo. De ello, también Susan Sontag, en su clásico Sobre la fotografía, da cuenta al afirmar que “La fotografía implica redención: lo que se recuerda se salva, lo que se olvida se pierde”.
Pero no sabemos si esa sentencia pudiera cumplirse aquí. ¿Puede una fotografía, una pintura salvaguardar lo real, la memoria?
Hoy hay una doble corrosión sobre el Cine Palacio: El tiempo que arrasa y envejece el cuadro donde Hopper buscó perpetuarlo. Y los trabajos del hombre que hoy lo borran para siempre. ®

Referencias bibliográficas
Barthes, Roland (1995), La cámara lúcida, Barcelona: Paidós (p. 124).
Didi–Huberman, Georges, Clément Chéroux y Javier Arnaldo (2008), Cuando las imágenes tocan lo real, Madrid: Círculo de Bellas Artes (pp. 4, 10).
Levin, Gail (1998), Hopper Places, Berkeley y Los Angeles: University of California Press.
Sontag, Susan (1988), Sobre la fotografía, Barcelona: Anagrama (p. 93).

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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