#QUEBANENAMONSI

Los resplandores de la santidad

Tengo la impresión, dice el autor, de que, aun cuando todavía no estaba enfermo, y desde mucho antes de que se pensara siquiera en el día en que nos viéramos faltos de su omnipresencia física y virtual, de Carlos Monsiváis estaba tácitamente prohibido reírse.

Poco después de que se propaló la noticia de que Carlos Monsiváis se encontraba hospitalizado y, previsiblemente, comenzó a incubarse la consternación generalizada por los malos pronósticos respecto a su estado de salud —consternación que, también previsiblemente, remitió durante la prolongada postración del escritor, para reventar en hiperbólicas lamentaciones al saberse el desenlace fatal—, un oportuno comentarista que firma como @Turcoviejo lanzó en Twitter la sugerencia de que se aprovechara la ocasión para darle un baño al enfermito —y creó, de hecho, la etiqueta #quebanenamonsi, que unos cuantos utilizamos al sumarnos a la moción. No causó mucha gracia. @Turcoviejo insistió un poco, dio sus razones (olfativas, sobre todo: alguna vez la vida lo habría puesto a corta distancia del escritor), pero dado que pocos, por lo visto, la juzgamos divertida, el ímpetu de esa iniciativa decayó y al cabo se apagó.

Tengo la impresión de que, aun cuando todavía no estaba enfermo, y desde mucho antes de que se pensara siquiera en el día en que nos viéramos faltos de su omnipresencia física y virtual, de Carlos Monsiváis estaba tácitamente prohibido reírse. Quiero decir: por razones que muy probablemente sean más de índole sentimental que de cualquier otra, sus multitudes de fervorosos admiradores (que no me parece muy verosímil que sean, también, sus lectores) fueron blindándolo —y quién sabe si del todo contra su voluntad—, en sus dichos, sus actos y sus gestos, con una coraza de consistencia hierática, y nimbando su figura con los resplandores de la santidad: infalibilidad, perfección y pureza de toda culpa —acaso nomás falte la adjudicación de milagros para que su causa sea susceptible de ser promovida… que nada tengo contra la posibilidad de que un escritor llegue a los altares, y ahí está el caso de Chesterton, que lleva buen rumbo en su curso por la burocracia vaticana. No deja de ser curioso: que, a pesar de las pruebas que pudo dar de su querencia por la chacota, la irreverencia y el choteo, al hablar del único escritor con apodo legitimado por el afecto de sus fieles seguidores, “Monsi” —¡ah, claro, también está “la Poni”!— parezca indispensable ponerse grave y cuidarse de soltar alguna risotada fuera de lugar.

Tengo la impresión de que, aun cuando todavía no estaba enfermo, y desde mucho antes de que se pensara siquiera en el día en que nos viéramos faltos de su omnipresencia física y virtual, de Carlos Monsiváis estaba tácitamente prohibido reírse.

Como no es inexplicable cuando los escritores son ungidos con atributos sapienciales y oraculares —cosa tan natural en una sociedad que se ha deshecho de casi toda forma de razonamiento a cambio de quedarse con esa sobrevaloradísima morralla, inservible como no sea para terminar de ensordecernos, que es la opinión (de quien sea, sobre lo que sea)—, como no es infrecuente cuando los escritores están por lo visto encantados de comparecer continuamente en la llamada vida pública con algo más que aquello que debería bastar —lo que escriben—, y más cuando de las causas nobles y dignas y justas y etcétera se trata, que Carlos Monsiváis fuera un autor ineludible se entiende, pero hay reparar en que no siempre lo fue —y hablo de mi experiencia, por lo pronto— por las mejores razones. Su ubicuidad, pero además el gusto generalizado que los medios tenían de ir a consultarle casi todo —y el gusto que él tenía en contestar—, lo convirtieron en una de esas presencias cuyos pareceres terminan por tenerse como indiscutibles por venir de quien vienen, más que por lo atendibles o pertinentes o acertados que sean. A veces, sí, pudo hacer gracia —y eso debería avispar a los gemebundos que deploran su ausencia como una catástrofe todavía más catastrófica por haber tenido lugar en este tiempo de horror y desesperación—, pero aunque se hubiera ocupado de Gloria Trevi o saliera en un video de Luis Miguel, o diera las incontables muestras de ingenio, mordacidad o relajo que sus fans sabrán recordar mejor que yo (es que ahorita nomás pienso en ésas que digo), lo cierto es que su supuesto desparpajo era más bien una forma consagrada de solemnidad.

Ignoro, desde luego, qué de cuanto escribió Carlos Monsiváis acompañará su recuerdo en la posteridad. Pero sí sé que la historia sabe borrar o hacer perdedizo incluso lo que ahora mismo tengamos por más valioso, para conservar, y de modos muy precarios y muy distorsionados, lo más superficial o irrelevante. Creo que el recuerdo que podrá quedar de Carlos Monsiváis consistirá en la impresión más bien inasible de un intelectual de intereses muy amplios y muy diversos, pero cuya participación en la comprensión del tiempo que le tocó vivir no se entenderá sin echar un vistazo, al menos, a cuantos pasaron por aquí cerca de él (o lejos, o en sentido contrario). Como con otros escritores mexicanos cuya peor parte son los lectores que tienen, creo también que, en buena medida, con la actuación de Carlos Monsiváis en la cultura nacional se alimentó —y se alimenta— el gran malentendido que refiere al papel de los intelectuales en la lectura del devenir histórico del país, requeridos lo mismo para la interpretación chamánica de lo que ocurre que para las profecías menos indigestas con las que podamos arreglárnoslas, e incluso para la mera frivolidad —y todo este malentendido, claro, está aceitado y funciona óptimamente por la atención que se presta a figuras así, que gozan de la notoriedad alentada por las universidades, por los medios y por el aparato cultural oficial, por incómodas que esas figuras pretendan ser: pero qué cómodas son para tomarse fotos con ellas o para dedicarles unas bonitas palabras cuando se nos van.

No dudo que el espacio desalojado por Carlos Monsiváis sea considerable, pero eso no es lo peor: lo verdaderamente alarmante es que pronto alguien llegue a rellenar ese lugar.

No dudo que el espacio desalojado por Carlos Monsiváis sea considerable, pero eso no es lo peor: lo verdaderamente alarmante es que pronto alguien llegue a rellenar ese lugar. Siempre harán falta los incuestionables, y siempre sobrarán los lectores —o los fieles ansiosos de redención— que los consagren y les profesen su ciega devoción… y ello por no hablar de lo necesarios que son, esos incuestionables, para que un presídium luzca emocionante, para que un premio literario se afiance, para que las delegaciones que representan al país en ferias del libro o festivales o encuentros se vean pletóricas, y para que un secretario de Educación Pública quede bien arriba y abajo y a los lados, un noticiero de televisión nacional pase por incluyente e inteligente, un periódico simule que tiene conciencia y no nomás anunciantes, el rector de cualquier universidad salga del paso (y quede bien también) si tiene para pagar una conferencia y, en suma, cualquier acto cultural que vaya ofreciéndose resulte lucidor y todo mundo esté contento y se sienta muy bien.

Lo bueno es que también hay esto: cuando, luego del largo periodo que pasó en terapia intensiva, se supo la noticia de la muerte de Carlos Monsiváis, una oportuna comentarista que firma como @chillynieva tuiteó de inmediato: “Adivinen a quién bañaron y le hizo daño”. ®

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Publicado en: Julio 2010, Monsiváis

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