Loba es una rareza en el sentido de que se propone decir algo absolutamente nuevo. Y lo consigue. Semejante logro de un artista ocurre con muy poca frecuencia; el haberlo visto me alegra, y no sólo por la hazaña estética sino también porque eso nuevo que se ha escrito en Loba —que se ha descubierto— es algo necesario.
Loba, la nueva novela de la escritora mexicana Verónica Murguía (1960), cuenta una historia de fantasía épica: con total convicción, utiliza todos los elementos de la tradición establecida por J.R.R. Tolkien y crea un mundo de apariencia antigua —una versión de la Eurasia medieval— con reinos en conflicto, realeza y pueblo llano, magos y dragones y unicornios. La protagonista, una princesa llamada Soledad y apodada Loba, debe cumplir con una misión que en apariencia la sobrepasa y que la lleva a cruzar fronteras y peligros, así como a vislumbrar el amor, conocer su propia humanidad y, de manera literal, entrar en el mundo del mito: de las leyendas que forman la visión del mundo de su propio pueblo y de otros.
Ningún lector que guste de narraciones semejantes quedará defraudado: aunque es similar a los de otras historias, el mundo de Loba [Madrid: SM, 2013] está descrito con gran exactitud y detalle; la autora ha investigado extensamente la historia real de la Edad Media, como ya había mostrado en la serie de cuentos El ángel de Nicolás (2003) y las novelas El fuego verde (1999) y Auliya (1997), y se detiene en cuestiones de ambiente, de cultura material, de organización social y política que muchos autores de menor talento o dedicación no se molestan en tocar. Además, el acento de la narración está siempre en los personajes y lo que los vuelve humanos: las constantes de la experiencia individual que más cerca están de la percepción de un lector del siglo XXI.
El momento de esa novedad o ese hallazgo está prefigurado en la serie de Terramar de Ursula K. LeGuin, gran precursora de Murguía, famosa (entre otras razones) por haber utilizado los argumentos y personajes típicos de la fantasía épica para contar historias acerca de mujeres.
El libro, sin embargo, va también más allá. De hecho, es una rareza en el sentido de que –al contrario de la mayor parte de las novelas publicadas en cualquier momento dado, en cualquier subgénero o especialidad– se propone decir algo absolutamente nuevo. Y, más aún, lo consigue. Semejante logro de un artista ocurre, desde luego, con muy poca frecuencia; el haberlo visto, sobre todo, me alegra, y no sólo por la hazaña estética sino también porque eso nuevo que se ha escrito en Loba —que se ha descubierto— es algo necesario.
El momento de esa novedad o ese hallazgo está prefigurado en la serie de Terramar de Ursula K. LeGuin, gran precursora de Murguía, famosa (entre otras razones) por haber utilizado los argumentos y personajes típicos de la fantasía épica para contar historias acerca de mujeres. El legado de Tolkien, uno de los autores peor imitados pero también más influyentes del siglo XX, se promueve todavía como territorio masculino, en el que las mujeres son criaturas inferiores, de menor importancia que los hombres y supeditadas a los mitos que éstos crean, las hazañas que éstos realizan; pero LeGuin cuestionó genialmente este prejuicio, y al hacerlo comenzó a abrir puertas que muchas escritoras y lectoras posteriores, incluyendo a la propia Verónica Murguía, han abierto aún más.
Desde luego, el hablar de fantasía épica hoy aún puede parecer extraño en relación con ideas como las de LeGuin y, de hecho, con cualquier noción de “novedad”: después de todo, la imagen actual del “subgénero” parece ser la que propone Game of Thrones, la serie televisiva basada en la “saga” novelesca Canción de hielo y fuego de George R.R. Martin. Y esta serie, así como los comentarios que la rodean en la mediósfera, ataca la idea de Tolkien de un bien inmanente y asequible, de la aventura como vehículo de la salvación según la tradición cristiana, y a la vez la idea de LeGuin del equilibrio del mundo, de la necesidad del balance y la igualdad según la tradición taoísta.
Sin embargo, Martin y sus seguidores no proponen en realidad ningún reemplazo significativo, ninguna idea propia. Al insistir en una obviedad: que el ser humano puede ser bestial y destructivo en cualesquiera lugares, incluyendo los escenarios de la imaginación, todo lo que ofrecen es otra imagen de la banalidad y la omnipresencia del mal en el presente, con lo que no resultan, en el fondo, distintos de la nota roja o las peores novelas de narcos. Dicen lo mismo.
En cambio, justamente allí está la originalidad de Loba: su forma particular, nueva, de renovar su propia tradición. Todo ocurre en un episodio decisivo, cerca del final de su trama, que se puede contar (para quien se preocupe por esas cosas) sin revelar demasiado. Loba, cerca del fin de su misión, debe pelear cuerpo a cuerpo con un adversario; así lo hace, y lo vence… sin matar, sin golpearlo siquiera: meramente parando los ataques del oponente —un hombre malévolo, pero sobre todo violento: devoto de las convenciones de la violencia— y por fin hablándole brevemente al oído: revelándole una porción, que los lectores jamás escuchamos, del misterio del mundo.
En ese episodio tremendo, Loba y su autora llegan más lejos que Martin, que LeGuin y que Tolkien mismo.
Verónica Murguía se apropia de la fantasía épica para otro fines: su Loba, en lugar de abrazar la violencia tradicional o la presente, rechaza una y otra: en cambio, afirma que se le puede expulsar, que una opción para enfrentarla es, cuando menos, negarse a replicarla.
Éste creó sin ayuda de nadie un subgénero nuevo: la fantasía épica proviene exclusivamente de su recreación de antiguas historias escandinavas y germánicas. Pero su tradición no sólo fija un escenario y ciertos tipos de personajes, sino que además los subordina a todos a un argumento que se repite a todo lo largo de las narraciones de la Tierra Media: todas tienen que ver con la guerra, y todas desembocan en enfrentamientos, grandes y pequeños, entre el bien y el mal, “nosotros” y “los otros”, los hombres de este bando y los hombres del contrario (las excepciones: las historias de Tolkien sobre mujeres fuertes o valerosas, y aquellas en las que la guerra está ausente o se plantea de modo menos maniqueo, suelen ser muy breves o episodios de narraciones más extensas).
El escritor inglés, por supuesto, recreaba en sus historias los temas y argumentos tradicionales de sus fuentes, así como su propia experiencia de vida como un inglés del temprano siglo XX y un miembro de la generación que peleó, y murió copiosamente, en la Primera Guerra Mundial. Pero sus seguidores, del mismo modo que suelen imitar la apariencia y el sonido de las lenguas que inventó sin atender a sus etimologías, se interesan como él en la guerra pero no como una constante de la historia humana y de la literatura, ni como una experiencia terrible y dolorosa. En los mejores casos (Martin es, pese a todo, un ejemplo de esto), la violencia es filtrada por nuestra percepción del presente y se vuelve una imagen de éste; en la mayoría es simple espectáculo, fincado en los clichés del propio subgénero: la violencia como entretenimiento y abandono.
Verónica Murguía se apropia de la fantasía épica para otro fines: su Loba, en lugar de abrazar la violencia tradicional o la presente, rechaza una y otra: en cambio, afirma que se le puede expulsar, que una opción para enfrentarla es, cuando menos, negarse a replicarla. También, que si la violencia es una constante en el mundo, no es por fuerza la que debe determinar el sentido de nuestras propias historias, de nuestras declaraciones sobre el mundo. Así, Verónica Murguía defiende una idea que nadie más ha expresado siquiera en la literatura mexicana —o, digamos, que nadie más ha articulado así: de manera tan potente y clara en una obra narrativa— porque es una idea difícil: implica resistirse a lo que algunos llaman la “naturaleza” humana, como si la animalidad fuera todo lo que nos define, y en cambio proponer que podemos hacer algo más con lo que somos aparte de dejarnos llevar por la corriente (por esa corriente). La princesa Soledad lleva esto todavía más lejos al evitar que la guerra entre los reinos combatientes se resuelva en una batalla sangrienta y al lograr —simple, asombrosamente— la paz.
Desde hace unos años he pensado que la literatura de imaginación —las diferentes formas de lo que se llama coloquialmente “literatura fantástica”— se ha ido convirtiendo, para nosotros, aquí, en una literatura de resistencia: resistencia contra una cultura autoritaria, contra un establishment miope, etcétera. Lo que hace Loba es darle otro sentido y otra magnitud a esa posibilidad de resistencia: un sentido más actual y más urgente, porque la vuelve un asunto que no es sólo artístico sino político. Nosotros, como los habitantes del mundo de Loba, estamos asediados por la violencia; nosotros, como ellos, podemos prolongarla o podemos no hacerlo.
En un entorno donde muchos colegas presumen su superioridad moral y hablan incesantemente de altos valores que no practican, la posición política y vital de Verónica Murguía —que muchos lectores conocen por su columna “Las rayas de la cebra”, ya de larga data en el suplemento La Jornada Semanal— es clara sin aspavientos ni presunciones, además de constante. Y así se ve también en Loba, que (por cierto) es la primera novela mexicana en obtener la edición española del Premio Gran Angular de literatura juvenil. ®
Rosa I. Small
La saga de fantasía épica El Amante de la Luna, fue una de las más firmes apuestas por el fantástico de la editorial Toromítico el año pasado. Escrita por Jordi Balaguer Miralles, las dos primeras novelas publicadas hasta la fecha –reunidas en el volumen titulado La maldición de Gryal , del que publicamos una reseña en su momento– nos transportan hasta una Barcelona mágica, medieval, romántica, aventurera, poblada por personajes malvados, pero también por personajes heroicos que les hagan frente, todo ello alejado de las ataduras históricas.