Las pulsiones de vida, amor y muerte que acompañan como un doble ineludible a todos los seres humanos son impredecibles y contradictorias, parece decir la obra de una de las artistas más agudas y sensibles de un país al filo siempre de la catástrofe final.
Los muertos de siempre
Una multitud silenciosa, azorada, recorre con paso lento los espaciosos salones. En los altos muros pintados de blanco hay muertos y más muertos. Unos con el cráneo cortado en un círculo perfecto, como si fuera una olla destapada; otros con un largo tajo desde el cuello hasta el ombligo, con las costillas abiertas y las vísceras al descubierto. Dos o tres personas abandonan la sala. Hay cabezas desprendidas de sus cuerpos que parecen dormir plácidamente después de una jornada de terror y violencia, pero hay otras que se llevaron al más allá un rictus de dolor que ni el último aliento pudo desvanecer. Hombres, mujeres y niños cuyos rígidos cuerpos lacerados, ensangrentados, a los que nadie reclamó, reposan en las frías planchas de acero de la morgue. La multitud, estupefacta, escudriña esas perturbadoras imágenes de personas que perdieron la vida en la calle, arrolladas por algún vehículo fugaz, apuñaladas o baleadas por una sombra que saltó en una esquina, pero también están las que murieron de hambre o de frío, las que se quitaron la vida en el metro, en un parque. No son los muertos ocasionados por la guerra contra el narco que hoy infestan a diario no solo las calles, puentes y plazas del país, sino también las páginas de diarios y revistas, no. Son los infelices y anónimos muertos de siempre, los hijos desechados por una urbe-madre inclemente. Ésa es la materia principal de la obra de la pintora, dibujante y grabadora tapatía Martha Pacheco (Guadalajara, 1957) que se expone, en toda su impresionante magnitud, en el Museo de Arte de Zapopan, Jalisco.
Viste de negro y calza unas botas toscas, de obrero. El cabello largo y suelto, negro también, como sus ojos. Lo que han visto esos ojos abatidos en hospitales y morgues es la misma historia de abandono, violencia y crueldad que se repite puntualmente todos los días en las calles de las grandes ciudades.
Martha Pacheco es silenciosa. Escucha música clásica —y a Diamanda Galas— y fuma placenteramente mientras deja volar sus pensamientos a donde quizá otros no nos atrevemos. Parece estar siempre distraída. Viste de negro y calza unas botas toscas, de obrero. El cabello largo y suelto, negro también, como sus ojos. Lo que han visto esos ojos abatidos en hospitales y morgues es la misma historia de abandono, violencia y crueldad que se repite puntualmente todos los días en las calles de las grandes ciudades. Porque muchos muertos son honrados y recordados, pero los cadáveres de Martha Pacheco yacen olvidados del mundo, aun cuando terminen juntos, amontonados, tiesos y anónimos, como en una pesadilla nazi. Retorcidos, contrahechos, mutilados, descabezados, los cadáveres posan con muecas de dolor o extrañas expresiones de paz, alguna sonrisa torcida, un ojo fuera de su órbita, como si el morir los hubiera liberado de una vida gris y desesperanzada. Sólo unos pocos artistas se ocupan de traérnoslos a la vista y a la memoria —Alejandro Montoya es otro de ellos—, para que compartamos con esos cadáveres acartonados un poco de su soledad. A veces, confiesa, es un alivio ver que los muertos son otros y no nosotros: una confesión brutal que no podemos dejar de compartir, con alivio, los que aún respiramos. La reflexión sobre la muerte se la dejo a los filósofos, dice, yo solamente quiero mostrar la belleza descarnada que encuentro en esos cadáveres.
Ahora, confiesa Martha, se resiste a volver a la morgue. Su amiga Teresa Margolles, también artista, le cuenta que ya no es igual que antes, cuando los cadáveres llegaban “completos” casi todos; ahora llegan descuartizados y en mayor número. No creo que vuelva a ir, me dice, no pronto. Me da miedo todo esto de la guerra contra el narco, o que vayan a pensar que estoy metida en eso…
En el comienzo fue la violencia
A principios de los años ochenta Martha Pacheco fue a la Ciudad de México con un grupo de jóvenes artistas jaliscienses —integrantes del taller de Pilar Bordes— para presentar una carpeta de grabados en la galería coyoacanense Los Talleres, dirigida por Patricia Mendoza. Ahí la conocí y tuve oportunidad de intercambiar algunos comentarios sobre sus primeras piezas, que en algo apuntaban ya a la obra que ahora la distingue con fuerza en el mundo de la plástica mexicana. Me habló de Francis Bacon y también de un pintor paisano suyo, Javier Campos Cabello (1958–1994), que fue una de sus grandes amistades e influencias y con quien fundó el Taller de Investigación Visual en 1982. Tres décadas después Martha conserva esa mirada apacible y pesada, clavada en un rostro adusto. Con los años descubriría a una Martha sonriente, vivaz, con un extraordinario sentido del humor —negro, si hace falta decirlo— y del placer que comparte con el compañero de toda su vida, el museógrafo y restaurador Rafael Ruiz; trabajadora entusiasta, además, a pesar de la insidiosa enfermedad que, como su sombra, nunca la abandonará. En una entrevista con la radio universitaria de Guadalajara Martha se permitió una broma: dijo que en adelante sólo pintaría paisajes y flores… y su mamá le creyó: “¡Qué bueno que ya vas a dejar de pintar muertos, m’ija!”
Martha nos contó de la violencia impredecible de un padre alcohólico al que veía poco, quien en una ocasión llegó a dispararle a su madre embarazada un par de erráticos balazos, ninguno de los cuales alcanzó a herirlas —era Martha la que se encontraba dentro del vientre.
La escritora Adriana Díaz Enciso y yo conversamos largamente con Martha a mediados de la década de los noventa en el Instituto Psiquiátrico Mendao, ubicado al suroeste de la Ciudad de México, donde estuvo internada para tratarse de un agudo y recurrente cuadro maniaco-depresivo. Al diagnóstico se le añadían también frecuentes momentos de delirios paranoides y esquizoides. Pese a ello Martha siempre ha conservado la lucidez, no obstante la profusa medicación y los profundos estados de melancolía en los que la sume de vez en vez su afección.
Martha nos contó de la violencia impredecible de un padre alcohólico al que veía poco, quien en una ocasión llegó a dispararle a su madre embarazada un par de erráticos balazos, ninguno de los cuales alcanzó a herirlas —era Martha la que se encontraba dentro del vientre. De esta manera Martha aprendió a cuestionar muy tempranamente las nociones de felicidad y seguridad familiar. No por nada los controvertidos antipsiquiatras ingleses David Cooper, Aaron Esterson y Ronald Laing habían descubierto, en el seno mismo de la familia, el germen de la esquizofrenia y de la locura (véanse, por ejemplo, El yo dividido, 1960, y Cordura, locura y familia, 1964).
También nos contaba, entre enfermeras y pacientes que tomaban plácidamente el sol de la mañana, de una lucidez intensa y dolorosa que advenía sorpresiva como una revelación: a veces, al abrir al azar alguna página de Rayuela, la novela de Cortázar que siempre la acompañaba, sabía con exactitud con qué párrafos se iba a encontrar y, al leerlos de nuevo, invariablemente sentía un estremecimiento no exento de terror. Lo mismo que cuando se despertaba por las madrugadas precisamente a la hora en que la luna se encontraba a punto de pasar frente al estrecho resquicio que dejaban las cortinas de su ventana. Entonces abría los ojos desmesuradamente y un río de ideas descabelladas iba y venía por la superficie del cerebro, tan vívidas que casi podía tocarlas. Una pesadumbre infinita que no podía describir con palabras.
Aún hoy Martha prefiere hablar poco de su trabajo y le deja la tarea al pincel, al grafito o a la gubia, herramientas que emplea con rigor académico y parsimonia: un pequeño dibujo puede llevarle hasta seis meses de trabajo. El día de la inauguración de su muestra antológica, el pasado martes 13 de septiembre —fecha que escogió con toda malicia—, la artista repartió entre los asistentes una hoja con un breve texto en el que expresa sus dudas ante las preguntas que le hacen periodistas y seguidores de su obra plástica: “En el caso particular de mis dudas, al vivir dentro de una sociedad que busca hacerlas a un lado por medio de satisfactores materiales, éstas se centran en la más decisiva de todas ellas: la pervivencia después de la muerte”. Pero ella sabe, me lo ha dicho, que después de la muerte no hay nada más: el vacío, la nada total, aunque “Uno sigue sintiendo la presencia de esa persona aunque ya no exista”, dijo en una entrevista reciente a la revista Taxi. Podría ser ésta una certeza casi científica, puesto que nadie que haya muerto de veras ha regresado para contarlo. Asentaba también en ese escrito que la muerte, al final, iguala al potentado y al miserable.
La locura es otra forma de la muerte
Otro tema importante y complementario en el trabajo de Martha Pacheco es el de las enfermedades mentales, que son muchas veces otra forma de la muerte: el confinamiento inhumano, el olvido más atroz. Estas dos realidades la angustiaban ya antes de empezar a dibujar y a pintar. Por razones que tienen que ver con su propia circunstancia, Martha se interesó muy pronto en la condición de seres marginados y recluidos hasta la indiferencia y la muerte en hospitales y sórdidas granjas psiquiátricas, donde ha pasado largas horas fotografiando individuos ensimismados, apartados del mundo —como ella en otros momentos de su vida—, que deambulan semidesnudos con la mirada perdida o yacen con la cara oculta entre sus brazos: a veces parecen retar a la cámara para ver si ésta es capaz de capturar esa tristeza inexpugnable en sus ojos hendidos.
Al ser experiencias muy cercanas, la locura, el dolor y la muerte son tratadas por la artista en obras de delicado virtuosismo técnico en las que intervienen, a partes iguales, la compasión y la catarsis.
Después de encarar la locura Martha decidió enfrentar a la muerte, inquieta como estaba, especialmente, con las muertes absurdas y violentas de millares de seres anónimos mutilados y mancillados cada día, cuyos cuerpos informes o calcinados, de rostros hinchados, irreconocibles y expresiones chuscas y aterrorizantes, llenan páginas de los tabloides de nota roja en todo el país —aunque ahora la competencia de los muertos por la guerra contra el narco es avasalladora—. Una obra que habla elocuentemente de esa misteriosa empatía con los muertos es su propio “Autorretrato” (1996), donde se representa, desnuda y rígida, tendida sobre una plancha de metal en la inmensidad de una morgue desolada.
Al ser experiencias muy cercanas, la locura, el dolor y la muerte son tratadas por la artista en obras de delicado virtuosismo técnico en las que intervienen, a partes iguales, la compasión y la catarsis. Hay quienes, desde luego, ven estas obras con morbo y hasta con deleite, como hacen muchos que se declaran fans de la artista y visten de negro y dejan comentarios como éstos en los libros de visita: “Creo que faltó más sangre, Martha”, o “No soy necrófilo, pero disfruté mucho la expo…”.
A la vez que se confronta y nos confronta con la inmediatez y la inevitabilidad de la muerte —no sólo la de los desconocidos, sino la propia y la de los seres que amamos—, Martha Pacheco elabora pausadamente una reflexión fría, objetiva, como la del cirujano que corta la piel y remueve vísceras bañadas en sangre caliente. “El de Martha Pacheco”, dijo el crítico neoyorquino Robert Storr, “es un arte donde lo real en todos sus extremos eclipsa lo imaginario. Un arte donde la imagen alcanzada por medio de un impávido escrutinio de la realidad arde más profundamente en la conciencia que la más fantástica de las alucinaciones”. Es cierto. Las pulsiones de vida, amor y muerte que acompañan como un doble ineludible a todos los seres humanos son impredecibles y contradictorias, parece decir la obra humanista de una de las artistas más agudas y sensibles de un país al filo siempre de la catástrofe final. ®
(2011)