Los días de tanta gente civilizada se han vuelto un atascamiento continuo, una punzada para el secreto con el que se arma, quisiera que su bebé dijera palabras bellas, que su marido se contagiara de ella, o que entendiera su sed que no comulga con el tabaco ni con esa impostada vida de familia establecida.
Son dos: el bebé y el marido pero la historia es ella, su voz un martillo, una araña tocada por el agua. Le da lo mismo “estar a la intemperie o encerrada en un baúl”, ha parido como una yegua y ese dolor es una “rabia acumulada que podría beber hasta el paro cardíaco o cometer un crimen”, pero prefiere la exigencia en sus delirios. Sabe bien que “todo lo que se pudre forma una familia”. Los días de tanta gente civilizada se han vuelto un atascamiento continuo, una punzada para el secreto con el que se arma, quisiera que su bebé dijera palabras bellas, que su marido se contagiara de ella, o que entendiera su sed que no comulga con el tabaco ni con esa impostada vida de familia establecida, quizá por eso ella busca a alguien que pueda perturbarle el sueño, que la rompa, que le dé más como lo haría un animal moribundo en medio de esa realidad paralela a la que se entrega, quizá por eso ella se rehúsa al calor hogareño de su chimenea, sale a comerse el campo deseosa de que la tierra se la trague viva y es entonces cuando mira y busca y sus ojos lo incendian todo, su deseo: un apetito destructor, una alarma que no se puede desactivar, un grito entrelíneas porque a nadie le gusta ser siamés. Se quiere ir y se va: “La desgracia ajena es un chutazo de caballo”. La suya la condujo hasta el lugar donde hilvanó su locura de Virginia Woolf o de Silvia Plath, “que tenía mucho de hotel al parecer limpio y confortable”, de donde saldrá a ver el mar, a reencontrarse con lo que fue y no quiso, en medio de tractores, vecinos faulknerianos que fuman en sus puertas y aquel ojo dorado del ciervo que la atisba y la salva.
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Ariana Harwicz.