Mientras Aristóteles estableció que la risa era un rasgo inherente en el hombre, la Iglesia sostuvo lo contrario, pues en los santos evangelios no se dice que Cristo se haya reído. La Iglesia medieval era enemiga de la risa y desde su monolítica autoridad trató de erradicarla.
Sobrevivir como bufón en una época donde por un mal chiste te achataban la cabeza a mandobles no era tarea fácil. Entonces no bastaba con que supieras las mejores bromas de la comarca, que tuvieras una agilidad mental increíble, que fueras un diestro acróbata, experto tañedor de laúd y flauta, declamaras de memoria leyendas y gestas históricas, sino que además debías añadir una enorme capacidad para aguantar insultos y humillaciones y, de ser posible, ser enano, deforme y lo suficientemente feo como para provocar el único efecto deseado por todos: reír. Biológicamente la risa “es una expresión compartida de alivio tras pasar el peligro. La laxitud que sentimos tras reírnos puede ayudar a inhibir la respuesta agresiva, convirtiendo la risa en un signo de conducta que indica la confianza en los compañeros” [John Morreal], pero durante la Edad Media el tema desató polémica. Mientras Aristóteles estableció que la risa era un rasgo inherente en el hombre, la Iglesia sostuvo lo contrario, pues en los santos evangelios no se dice que Cristo se haya reído.La Iglesia medieval era enemiga de la risa y desde su monolítica autoridad trató de erradicarla: durante el siglo IV Basilio —obispo de Cesárea y fundador del modelo conventual cristiano, basado en la separación entre el exterior y el interior de los muros conventuales como gesto de una separación con el resto del mundo— prohibió que se riera a carcajada suelta so pena de castigo corporal. La risa era cosa del diablo y no entraba en el plan de Dios: “El Señor”, dice Basilio, “ha condenado a los que ríen en esta vida”.
En El nombre de la rosa (1980), novela de Umberto Eco ambientada en la Edad Media, el monje anciano y ciego, Juan de Burgos, veía la risa como “signo de estulticia. El que ríe no cree en aquello de lo que ríe, pero tampoco lo odia. Por tanto, reírse del mal significa no estar dispuesto a combatirlo, y reírse del bien significa desconocer la fuerza del bien, que se difunde por sí solo […] Porque Dios es terquedad y fanatismo, lo opuesto al humor”. En tanto el protagonista, el franciscano Guillermo de Baskerville, a pesar de ser inquisidor defiende lo contrario.
En el siglo VI el fundador de la orden de los benedictinos, Benito de Nursia —primero en concebir el cristianismo como una religión monacal—, suprimió enérgicamente la risa en su famosa Regla.1 En 1496 en la Nueva Recopilación de Castilla se promulgó una ley que prohibía “decir ni cantar, de noche ni de día, por las calles ni plazas, ni caminos, ningunas palabras sucias ni deshonestas, que comúnmente llaman ‘pullas’…”.2
Sin embargo, en una época donde el aislamiento y la soledad eran pan de cada día en castillos, monasterios y villorrios, así como la dominante incitación a la seriedad inspirada en el temor (terror) a Dios, la gente quería rodearse a como fuera de quien los hiciera reír, y qué mejor que teniendo un loquito en casa: “La moda de tener en casa locos y bufones domésticos parece tener su origen en Asia, entre los persas, en Susa y Ecbatana, y también en Egipto. En antiguas pinturas adornan sepulturas de la Heptanomida, se ven ricos egipcios acompañándose de personajes contrahechos y grotescos”.3 Y esto no sólo incluía a príncipes, caballeros y comerciantes, sino también obispos y frailes, monjes y hasta monjas. En documentos reunidos en el siglo XVIII por un jurisconsulto alemán, de apellido Heinecke, cita una ordenanza del año 789 donde se prohíbe a los eclesiásticos “tener farsantes, perros de cazas, halcones y gavilanes”, pero sobre todo se les prohíbe “ejercer ellos mismos el oficio de farsantes o bufones […] Con frecuencia los seglares más libertinos se unían al clérigo para presentar algunos personajes de locos, vestidos de traje de monje o de monja”.4
La palabra bufón tiene varias acepciones. Algunos doctos le dan importancia a la anécdota que implica a la palabra como una derivación de cierta fiesta que se hacía en tiempos de Erecteo, rey de Atenas: un sacrificador de nombre Bufo, tan pronto ofrendó a un animal en el altar de Júpiter, tiró al piso el cuchillo degollador y salió corriendo sin explicación alguna. Nadie lo pudo detener y jamás se volvió a saber de él. Los presentes, confundidos, llevaron la herramienta punzante a los jueces, y como no había a quién echarle la culpa se la echaron al cuchillo. Entonces, en los años siguientes, se adoptó la costumbre de hacer el sacrificio de la misma manera: el victimario mataba al animal, echaba a correr a toda sandalia y los jueces condenaban al cuchillo: “Como esta ceremonia y este juicio eran completamente burlescos, se ha llamado a después bufones y bufonadas a las demás farsas y monerías”.5
Erasmo de Rotterdam justifica la necesidad de tener un loquito en casa: “No quiero más prueba que ésta: si entre los convidados no hay uno, al menos, capaz de alegrarnos con su locura natural o artificial, se pagará algún bufón, o bien se atraerá algún gorrón ridículo, que sepa ahuyentar el silencio y la tristeza por medio de chistes divertidos”.
Otros entendidos prefieren derivar la palabra de buffo, término latino que designaba a los que aparecían en el teatro con los cachetes inflados para recibir bofetadas y con el ruido del golpe exagerado obtener un efecto más cómico en la gente. No es lo mismo que los juglares y trovadores, siendo éstos músicos callejeros o gente más refinada cuya razón social no era la de hacer reír, exclusiva del bufón.
Era en la hora del banquete cuando el bufón le daba vuelo a su ingenio para divertir a los comensales. En aquella época la relación comida-diversión se tomaba muy en serio. “A descansar de racionales van los hombres a los convites”, dice el humanista valenciano Luis Vives, amigo de Erasmo y Tomás Moro, quien explica en su Tratado del Alma el porqué de las risas fueran tan frecuentes, e incluso recomendadas como medicina a la hora de comer: “Por la alegría y la delectación se dilata el corazón, con cuyo movimiento se extiende el rostro y en parte contigua a la boca que llamamos laringe, de donde viene la risa. Además, internamente, ésta se origina en el diafragma, donde se halla en asiento principal de la hilaridad, como se observa en el cosquilleo de los sobacos, donde va a parar”.6 La risa es la huella de la alegría y el gozo y “éstos limpian la sangre con su calor, afirman la salud y provocan un color resplandeciente y agradable. Según dice el Rey Sabio: Un corazón alegre sirve de medicina, un espíritu triste desea los huesos”.7
Erasmo de Rotterdam justifica la necesidad de tener un loquito en casa: “No quiero más prueba que ésta: si entre los convidados no hay uno, al menos, capaz de alegrarnos con su locura natural o artificial, se pagará algún bufón, o bien se atraerá algún gorrón ridículo, que sepa ahuyentar el silencio y la tristeza por medio de chistes divertidos”.8
Inclusive el temible y feroz Atila tenía su colección de locos en casa. Cuando en el 449 enviados del emperador Teodosio II llegaron a la corte de los hunos se les invitó a pasar a la mesa. A la hora del entretenimiento, primero circularon poetas y bailarinas, después entró un bufón, cuyas contorsiones y chistes hicieron reír a todos. Pero después vino Moro Cerón, “un enano jorobado, patizambo, chato o desnarigado, tartamudo e idiota” y entonces todo mundo sí que puso atención. El pobre diablo tenía veinte años recorriendo el mundo de un lado a otro como curiosidad y diversión. Unos africanos se lo habían regalado al general romano Aspar, que lo perdió en Tracia en una campaña contra los hunos. Hecho prisionero, al bufón se lo llevaron a Atila como regalo, pero a éste le pareció empalagoso y no lo quiso. Por alguna razón antes de mandarlo a decapitar prefirió pasárselo a su hermano Bleda, quien quedó encantado y se encaprichó tanto con Moro Cercón que no iba a ningún lado sin él. Hasta mandó a hacerle una armadura a su medida y gozaba horas viéndolo pavonearse burlescamente espada en mano. Pero cierto día, idiota o no, Cercón huyó y Bleda, inconsolable, no descansó hasta que recuperó a su loquito de casa. Torturado y encadenado el infortunado Cercón, lo llevaron a la presencia de Bleda. El enano comenzó a llorar aceptando su culpa, pero entre sollozos explicó que también tenía su buena razón: ¡Bleda —dijo— no me ha dado mujer! Todos rieron y Bleda no sólo lo perdonó sino que lo matrimonió con una sirvienta de la reina que había tratado de escaparse con su prometido. Después de que Atila asesinara a Bleda, su propio hermano, enviaron al enano a un patricio romano, quien se lo devolvió a Aspar. Pero Moro Cercón no estaba para bromas: quería de regreso a su mujer. Así que, espada en mano, fue a reclamarla a la corte de los hunos. La historia no nos dice si la recuperó o no.
Había bufones itinerantes y bufones de corte, pero el cargo de bufón establecido con título de oficio particular y pagado del bolsillo real aparece hasta los comienzos del siglo XIV con un tal Godofredo, bufón de Felipe V el Largo.9 Una de las marcadas diferencias era que el bufón de corte llevaba riguroso “traje de loco”, casi siempre el mismo para todos. En un poema del siglo XV titulado Los deseos del mundo se hace hablar a un bufón: “Por mi deseo, que día y noche me atormenta, quisiera dos cosas diferentes: primero, un títere o muñeca, y una caperuza de grandes orejas, de buenos cascabeles que hicieran mucho ruido”.10 El cetro rematado con la cabeza de una muñeca era atributo distintivo, así como la gorra terminada en cascabeles, cuyo nombre era el diminutivo de María, marotte o mariotte, capucha aderezada a su vez con grandes orejas imitando las del asno. El sayo estaba recortado en ángulos agudos de colores llamativos: “El traje era abigarrado de amarillo y verde, colores que no tuvieron nunca, especialmente en la Edad Media, mucha estimación. Verde era el gorro con que se llevaba a la picota al mercader quebrado, verde también el casquete del forzado o presidiario. El amarillo fue indicio o señal de felonía, de deshonor, de bajeza o desprecio […] Era también el color de los lacayos, y más particularmente de la gente empleada en las ejecuciones de justicia. Habiendo decretado en Arlés, en 1254, que los judíos llevaran sobre el estómago una señal redonda que los distinguiera de los cristianos, resolvió san Luis que esta señal fuera amarilla”.11
No todo era desventaja para el bufón. Por principio estaban exentos de ir a la guerra, pues como no tenían ningún tipo de honra, no había honor que defender. Acompañaban a su señor en la batalla, pero estaban exentos de irse a partir la crisma, así como de pagar impuestos. Tampoco había preocupaciones por el hospedaje, comida, y lo más importante: la bebida: “Nunca vi un bufón que no empinara el codo de buena gana”, hace Rebelais decir a su personaje Panurgo.
También es bien conocida la lealtad de los bufones para con sus señores, como la de Jehan Arcemalle, bufón de Juan el Bueno, a quien no le importó acompañar a su señor hasta la muerte en el destierro después del desastre de la batalla de Poitiers, en 1356.
Al parecer también el reír se está convirtiendo en lujo, sobre todo en un mundo donde la discriminación es delito. Sin embargo, mientras mantengamos a la mano la magna regla que dicta “Nada es realmente importante”, comenzando por nosotros, la risa siempre va acudir a nuestra ayuda para hacer llevadero lo que no es importante.
Aunque no perteneciente a la Edad Media, vale la pena nombrar a Triboulet, el más famoso bufón de corte, que el mismo Rabelais llamaba “el loco prudente”. Triboulet estuvo al servicio de Luis XII, apodado éste el padre del pueblo, un rey bonachón que prefería pasar más tiempo en la fiesta que encargado de los asuntos del reino —pronto se convirtió en el patrono de los bufones. Natural de Blois, el verdadero nombre del bufón era Févrial. El apodo de Triboulet proviene del antiguo verbo tribouler, que sólo queda en el sentido de “tribular, molestar”, un “súfrelo todo”. Un historiador de Blois, hacia 1682, lo presenta como un simple estúpido “de cabeza recortada” sin mucha chispa: “La memoria de este pobre insensato está aún tan fresca en Blois que, cuando se quiere hablar de alguien con desprecio, suele decirse que se hace tanto caso de él como de Triboulet”.12 Pero Triboulet de idiota no tenía nada. Brillaría y levantaría al cielo su cetro cascabelero en la corte de Francisco I, en donde no sólo trajo en jaque a todo mundo con sus travesuras e ingenios: “Una vez sucedió que entró el rey a la santa capilla a vísperas y le seguía Triboulet; al entrar se notó el mayor silencio; pero poco después entonó un obispo el Deus in adjutorium y contestó el coro tan fuerte y ruidoso que no se hubiera oído un trueno. Entonces Triboulet se levantó de su asiento, se fue derecho al obispo que había entonado el oficio y comenzó a darle de puñetazos. Cuando lo vio el rey le llamó y le preguntó por qué había zarandeado al clérigo, y el bufón contestó:
”—¡Pues, primo! —como le decía al rey con plena cachaza—. Cuando entramos aquí, todo estaba en silencio y aquel buen hombre comenzó la gresca. A él por tanto se debe castigar”.13
Pequeña muestra de hasta dónde podía llegar el licencioso bufón, pues entonces ofender al clero era una falta grave. Pero a Triboulet le valía sorbete tanto el clero como la nobleza. En una ocasión un noble lo amenazó de matarlo a palos por haberse burlado de él. Triboulet fue a quejarse con Francisco I:
—No temas —le dijo el rey—. Si alguien se atreviera a hacerlo lo mandaría a ahorcar quince minutos después.
—¡Ah, primo! —repuso el loco—, cuánto te agradecería que lo mandaras a ahorcar quince minutos antes.
Todos sabían que Triboulet daba consejos al rey, quien tampoco lo desoía. A fines de 1524 Francisco I emprendió la guerra contra el Milanesado. Se hizo una junta con todos los consejeros. Hubo muchas propuestas, hasta que el bufón se dirigió al rey tan familiar como siempre:
—Pero, primo —le dijo—, ¿vas a quedarte en Italia?
—No.
—Entonces desapruebo todo lo que se está diciendo.
—¿Por qué?
—Porque todo es hablar de entrar a Italia, y no es lo importante.
—¿Entonces?
—Lo importante es salir de Italia, y de eso nadie habla.
El gran Rabelais lo mitificará en su Pantagruel y trescientos años después Víctor Hugo lo muestra como un enano rencoroso y malvado en su drama El rey se divierte, mientras Verdi lo introduce en Rigoletto.
Aunque desde tiempos de Hipócrates la locura se consideró un don, una especie de entendimiento de lo sobrenatural, un perpetuo estado de gracia desde el cual se podía adivinar el futuro, el tener un loquito en casa hoy en día está fuera del presupuesto. Al parecer también el reír se está convirtiendo en lujo, sobre todo en un mundo donde la discriminación es delito. Sin embargo, mientras mantengamos a la mano la magna regla que dicta “Nada es realmente importante”, comenzando por nosotros, la risa siempre va acudir a nuestra ayuda para hacer llevadero lo que no es importante. ®
—Una primera versión de este texto se publicó en Replicante no. 11, “Humor”, primavera de 2007.
Notas
1 San Benito escribió una Regla para sus monjes que fue llamada “La Santa Regla”, Regula monasteriorum, que consta de 73 capítulos y un prólogo y que ha sido inspiración para los reglamentos de muchas otras comunidades religiosas.
2 En el 1400 Villasandino señala: “Reíd con tal repullón”, cfr. “Pulla”, en Juan Corominas, Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, Madrid: Gredos, 1954, tomo III, pp. 921-922.
3 A. Gazeau, Historias de Bufones, Madrid: Miraguano Ediciones, 1995, p. 15.
4 Idem, pp. 29-30.
5 Idem, p. 12.
6 Luis Vives, Tratado del alma, Madrid: Espasa-Calpe, 1957, p. 234.
7 Idem.
8 Erasmo, Elogio a la locura, capítulo XVIII.
9 A. Gazeau, op. cit., p. 52.
10 Idem, p. 42.
11 Idem, pp. 43-44.
12 Idem, p. 72.
13 Idem, p. 76.
Javier Alorda
Muy buen articulo y muy ilustrativo mi querído Ge, es bueno hacerla de bufon de vez en cuando
Ya lo ha publicado durante muchos años el Reader’s Digest «La risa, remedio infalible»
Según lei el otro día, México es uno de los países más alegres, ¿será porque nos reimos de todo? jajaja