En la Feria de la Calle Folsom no hay más individuo, sino celebración. Bacantes nocturnas con los pechos ardientes que se despojan de sus ropas, verdugos con el trasero al aire, venusinas con las extremidades atadas, Zeus enguantados en latex relampagueando su furia sobre la piel de sus victimarios. Mostrarse es entregarse a la mirada concupiscente.
No hay sabiduría si el sabio
no se eleva a la altura
de la muerte.
—Georges Bataille
Rendirse ante los ojos del otro, ante sus manos enguantadas y firmes que blanden sus fustes en el cielo, banquete extático sobre los camiones que trasladan los cuerpos trasgredidos, sexos abiertos que muestran su fractura original. Deseo que canta con desgarrada voz, canto que se introduce por la boca de los asistentes para hacerlos aullar. Ahí, en el corazón de San Francisco, en la calle Folsom, se reúnen cientos de personas desde su primera emisión en 1984 para presenciar estos rituales lacerantes que ofrece el Leather Pride Week, o Semana del Orgullo del Cuero. Procesión dionisiaca donde mirar y ser mirado reúnen por un momento a los congregados para desocultar lo que cotidianamente se mantiene inmerso en el ámbito de la vida privada. Bondage, sadomasoquismo, cultura de la piel, juegos de rol, se abren paso por las sinuosas calles donde abreva la lujuria, el erotismo y la trasgresión.
En la Feria de la Calle Folsom no hay más individuo, sino celebración. Bacantes nocturnas con los pechos ardientes que se despojan de sus ropas, verdugos con el trasero al aire, venusinas con las extremidades atadas, Zeus enguantados en latex relampagueando su furia sobre la piel de sus victimarios. Mostrarse es entregarse a la mirada concupiscente. Éxtasis en el que desaparecen los lindes para ser una sola y continuada piel, palpitando bajo el seco golpe primitivo.
El impulso erótico exalta la muerte, los trajes de cuero aliteran la piel, redoblan la dermis y el deseo se expande entonces sobre esta superficie replegada, multiplicada se nos anuda al cuerpo: la peletería es una crisálida. La máscara no oculta el rostro, potencializa los rasgos, muerde lo fugitivo para convertirlo en carne. La desnudez flamígera en borbotones salpica su indecente andar en amoratadas flores dérmicas. Los aspectos negativos intensifican la vida, sin la muerte ésta tendría un sentido distinto o quizá no lo tendría. Somos seres humanos porque somos finitos. El dolor, el sufrimiento, la angustia, no son el otro lado de la vida, son las aperturas que se dan en el ser para que éste pueda hacerse presente en su totalidad.
Los aspectos negativos intensifican la vida, sin la muerte ésta tendría un sentido distinto o quizá no lo tendría. Somos seres humanos porque somos finitos. El dolor, el sufrimiento, la angustia, no son el otro lado de la vida, son las aperturas que se dan en el ser para que éste pueda hacerse presente en su totalidad.
Encuentro batailleano, donde las manifestaciones sacrificiales encumbran un posicionamiento ante la vida que desdeña la racionalidad, la moralidad y la obediencia a favor del instante, como presea auténtica; la apertura rebelde del azote como acto sacrificial. Donación que Georges Bataille comprendía como puro exceso y desgaste. En oposición al resto de las acciones de nuestra vida cotidiana que persiguen siempre una finalidad, el sacrificio es inutilidad absoluta, en eso radica su importancia, pues desarticula el utilitarismo en el que está inmerso el actuar cotidiano. Ahí se muestra la “muerte que vive una vida humana”, como escribiría Kojeve, o “el ser para la muerte” de Heidegger, el erotismo oscuro de Bataille; su danza, su festín revestido de licras y de redes, de cuerdas que arremolinan la carne. Ese deseo que no es ausencia, sino voluptuosidad, deseo del otro, de lo otro, lo opaco, lo prohibido, porque sólo en la confrontación con la muerte el hombre logra acceder a la verdad de la vida, que no es la feliz historia que nos cuentan las películas hollywoodenses, sino el miedo, la desesperación, el grito, pero sobre todo la vulnerabilidad y la finitud. Todos los rituales desde el mundo antiguo han requerido siempre de la transgresión porque es en ella donde recuperamos esos otros ámbitos humanos oscurecidos por la racionalidad cotidiana.
Todos los rituales desde el mundo antiguo han requerido siempre de la transgresión porque es en ella donde recuperamos esos otros ámbitos humanos oscurecidos por la racionalidad cotidiana.
Pero también hay un aspecto de confrontación con el poder, ser políticamente incorrecto es recobrar ámbitos de libertad, porque lo bueno y lo malo, lo apropiado y lo inapropiado son ordenamientos culturales, convenciones e incluso imposiciones. Festivales como el Folsom Street Fair abren un paréntesis en lo que de ordinario se piensa sobre la vida, pues no existen perversiones sino versiones sobre la forma en que cada cual desea asumir su cuerpo.
“Pan y circo” para algunos, sin embargo, Bataille afirma que sólo mediante el espectáculo el hombre es capaz de adquirir esa conciencia de la muerte sin morir él mismo, una identificación sensible que se percibe al mirar aquellos cuerpos en contorsión.
Michel Maffesoli leerá en expresiones de este tipo un retorno báquico, lujurioso fractal que se despeña por los bordes de una civilización que busca formas alternas de existencia. Orgía sagrada donde por un instante lo prohibido, lo extraño, lo marginal, se convierte en familiar. Bataille y Foucault no ven en ello más que una transgresión inmediata que compensa los ordenamientos cotidianos, pero filósofas como Beatriz Preciado creen en el poder de la disidencia corporal (que nombra contrasexualidad) como verdaderos ejercicios de contrapoder.
Eros y porno copulantes en el seno de una civilización tardocapitalista sublevan sus fetiches para hacer evidente el arcaísmo de la experiencia sexual. Una libido política que desde los años sesenta se empeña en oponerse a las normas reinantes a través del azogue, el grito y la convulsión ritual. ®
Fotos de Antonio Tovar, texto de Yunuén Esmeralda Díaz Vázquez.