Nos resulta muy difícil permanecer en silencio como Rulfo y Onetti. Tenemos la compulsión a decir, a llenar el vacío de palabras, como si el silencio estuviera exento de todo lenguaje. ¿Podrían medirse las épocas a través de su nivel de ruido?
En una entrevista concedida a Soler Serrano en el programa de televisión española A fondo, Juan Carlos Onetti contaba detalles de su relación con Juan Rulfo. Decía que Rulfo y él componían una amistad silenciosa, que podían pasar mucho tiempo sentados uno frente al otro, con un vaso de whisky y casi sin dirigirse la palabra.
—Hola, Juan, ¿cómo te encuentras?
—Bien, ¿y tú, Juan?
—Bien, bien.
Y así por horas.
Este tipo de aseveraciones ya sonaban extrañas en su época, pero tengo la sensación de que hoy sonarían directamente ridículas, teniendo en cuenta que lo que se impone es el lenguaje del ruido.
El ruido es expansivo: empieza por la contaminación acústica, el bullicio de la calle, la proliferación de colectivos, autos, el lenguaje crispado de toda una población que se ve obligada a compartir un ambiente superpoblado. Luego se traslada a la intimidad, donde arde el volumen de los televisores encendidos. La intimidad de los vecinos penetra en la propia: nos llegan los gritos y la música de otros; a veces no podemos dormir porque fiestas ajenas nos mantienen en vela.
Nos resulta muy difícil permanecer en silencio como Rulfo y Onetti. Tenemos la compulsión a decir, a llenar el vacío de palabras, como si el silencio estuviera exento de todo lenguaje.
¿Podrían medirse las épocas a través de su nivel de ruido? Quizá toda época tuvo su ruido. El rocanrol, sus fiestas, la época de oro del jazz, sus salones de baile, la construcción de las pirámides egipcias, ¿el ruido de los latigazos a los esclavos? No lo sé. Pero una cosa es que existan momentos de ruido. Otra muy distinta que el ruido sea erigido en estética.
Pareciera que si no es a los gritos, la cosa pierde potencia. El mensaje se desintegra. La gente no lo recuerda, tal vez por venir de un ambiente con demasiado ruido. Pero donde todo es ruido, ¿existe el ruido?
Pienso por ejemplo en las manifestaciones artísticas del presente: casi parece imposible asistir a una obra teatral y que no esté llena de ruido. Y lo que es más acuciante: de gritos. Tal es el caso de las renombradas obras de Rafael Spregelburd Apátrida y Spam. Muestras de innegable talento, y cómo no, de innegable ruido. Pareciera que para ser oído no sólo hay que tener algo para decir y decirlo bien, sino también decirlo fuerte. Decirlo gritando, para que no queden dudas de la importancia del mensaje.
Algo parecido me ocurrió cuando acudí a ver ciertos eventos de poesía oral. Quitando el irregular nivel poético, las sesiones estaban llenas de ruido. Gritos. Una entonación para quedar sordo o sin garganta, depende de qué lado se esté.
Pareciera que si no es a los gritos, la cosa pierde potencia. El mensaje se desintegra. La gente no lo recuerda, tal vez por venir de un ambiente con demasiado ruido. Pero donde todo es ruido, ¿existe el ruido? ¿Qué voz se alza más alta, la que grita más?
Decía Bioy Casares que a los lectores de Céline les gustaba que les hablaran a los gritos. Hay mucho de cierto ahí: la obra de Céline grita. Es un lenguaje de rabia y de demencia que se la pasa aullando. Pero todo texto está preñado de su forma. ¿Qué otra cosa podía hacer el Dr. Destouches? ¿Acabo la guerra no es ruido? ¿Puede contarse la guerra de otra forma que no sea gritando? Salinger y Hemingway vendrían sin duda a asistirnos y a decirnos que sí, pero dejemos a un lado por ahora la teoría del cuento moderno. ¿Puede Spregelburd hacer otra cosa? Quisiera decir que sí, pero no lo sé.
Lo que sí puedo decir es que cada vez que salgo a ver algún espectáculo de corte performático temo encontrar lo que hoy resulta tan normal: el choque, el color estridente, el grito, el disparo… Calixto Bieito, por ejemplo, reconocido dramaturgo español, convirtió las obras de Shakespeare en un campo de batalla sembrado de gritos y contorsiones. No es que no haya en Shakespeare campos de batalla sembrados de dolor, pero, ¿acaso exagerar la nota da mayor cuenta del dramatismo de las escenas?
Uno tendería a pensar, observando este panorama, que hay en esta nueva presentación extrema de todo fenómeno cultural una especie de voluntad de exorcismo. Cual grito primal, estas obras de diversos géneros y formatos permiten a artistas muy diversos exteriorizar su frustración y su dolor, su furia ante un mundo lleno de incomprensión. ¿Pero qué ocurre cuando las voces, por superponerse no se oyen, cuando la continua batalla deja a todo el mundo extenuado?
Hoy por hoy parece ser el mensaje, hay que estar en pie de guerra. Al fin y al cabo es la lógica siempre repetida del capitalismo y del tango: “El que no llora no mama”. La producción debe ser continua y redoblar la apuesta: no falta más de uno que crea que aumentar los gritos en la pieza siguiente a la ópera prima genera mayor eficacia en la llegada al público.
Y ahora unas palabras para el público, que no hace sino incentivar el griterío general, porque todo parece causarle una gracia o una excitación extrema. Con gran sorpresa he asistido a espectáculos donde una multitud de cien personas bien sentadas en sus butacas reían a los gritos de los gritos que proferían otros en el escenario. Furia colectiva de gritos, donde la pasión y el pensamiento se ponen en veremos.
Hace un año vi por primera vez —inexplicablemente— Los niños del paraíso, de Marcel Carné, protagonizada entre otros por Marcel Marceau. Debo decir de antemano que por un prejuicio absurdo siento una verdadera desconfianza de los mimos. Nunca la figura del mimo me despertó simpatías, más bien todo lo contrario. Pero con Los niños del paraíso me armé de valor, tantas eran las referencias al respecto.
Recuerdo pocas actuaciones más bellas en la historia del cine que ésta donde Marceau se luce en el papel de ese hombre lánguido, triste, que casi no habla, y en ese mimo que habla todavía menos. Toda la fragilidad del mundo resplandece en ese personaje grácil, dueño de su cuerpo y sin dudas también de la palabra, pero de una palabra expresada en el más hermoso de los silencios.
Quizá en estos días deberíamos recordar un poco qué es habitar un cuerpo. Volver al silencio, oír el crecimiento inapreciable de una planta, volver a leer entre líneas, evitar la ironía. Habitar sin miedo los pliegues silenciosos de la noche. Puede ser —puede ser— que descubramos menos razones para seguir gritando. ®