Al final de la década de los sesenta el rock ya era parte de la vida de los jóvenes mexicanos, y los adolescentes empezaban a conocer el amor. Las neverías se ponían de moda y salir al cine era un inocente ritual de iniciación…

Cuando yo tenía once años mis intereses estaban muy claros: el fútbol, los Beatles y el chocolate. Lo demás era irrelevante. Mi hermana Carmen ya era una adolescente de dieciséis, toda una señorita. Pasados sus quince años, mis modernos papás decidieron hacer una gran fiesta con un grupo de moda que se llamaba Los Desenfrenados. El hijo rico de un amigo de mi papá era el mánager.
Los Desenfrenados tuvieron un solo hit: “La casa del sol naciente”, un cover en español de la canción de Eric Burdon and The Animals y con el mérito de haberle ganado un día a una canción de los Beatles en el concurso de Radio Capital, después de que mi hermana y sus amigas llamaran cincuenta veces para votar por ellos.
La fiesta fue un éxito. Escuchaba feliz el estridente sonido de las guitarras eléctricas y la batería, en verdad, fuera de este mundo. Todo bien hasta que llegó un tío borracho que no había sido invitado, echando balazos al aire y terminando la fiesta cuando llegaron las patrullas a llevárselo.
Carmen ya estaba en edad de tener novio, según esto, y para eso estaban los amigos de mi hermano mayor, que ya tenían coche y estaban a punto de ir a la universidad. De ahí salió Tomás, el flamante novio: un chico alto, inteligente y amable, que siempre llegaba en grupo con otros amigos en dos autos. Esa era la mejor parte: un Hillman y un Renault 8, los dos unos bólidos de velocidad.
Mi hermana no podía salir a menos que llevara un chaperón, y ¿a quién le tocó ser el chaperón? Uno pensaría que sería mi hermano Ernesto, mayor que yo, más fuerte, etc., que la podría proteger en caso de que fuera necesario, ¿verdad?
Ahí fue cuando empezaron mis problemas. Mi hermana no podía salir a menos que llevara un chaperón, y ¿a quién le tocó ser el chaperón? Uno pensaría que sería mi hermano Ernesto, mayor que yo, más fuerte, etc., que la podría proteger en caso de que fuera necesario, ¿verdad? Pero, obviamente de Ernesto ni sus luces, y el honor simbólico fue para su seguro servidor.
Así que el sábado en la tarde salimos con el grupo de amigos de mi hermana y su novio. Lo divertido fue el trayecto, porque estaban echando carreritas entre los dos coches mientras las niñas pegaban de gritos. Llegamos a un lugar llamado “A Go–Go”. Era como un café gringo en medio de un terreno con suelo de grava y espacio para estacionarse. El lugar era medio oscuro, con luces de color magenta y turquesa a media intensidad y con música a go–gó. Los muebles y las sillas eran raros: redondos, con brazos de terciopelo; una silla parecía un medio huevo, con un colchón adentro.
No sé en qué momento perdí a todos de vista, porque se sentaron atrás de unos sillones altos. Me aburría como una ostra, sentado en mi silla de huevo, tomando una naranjada en un vasito de plástico color naranja con forma de naranja, cubierto con una rebanada de naranja real y con el popote atravesado por el centro.
Eran días en que podías estar sentado contemplando el mundo sin ningún estímulo que no fueras tú mismo. La tortura no duró demasiado, poco después ya estábamos de vuelta en casa.
La siguiente semana comencé a entender por qué Carmen se portaba tan amable conmigo: me dejaba comer la última concha de pan en la noche, pasaba con el voceador de la esquina por Los Supersabios de la semana, etc. Mis papás le dieron permiso de ir al cine con Tomás porque ya le tenían confianza, y adivinen a quién le tocaba ir de chaperón.

Yo nunca fui conflictivo. Era tan feliz que tenía mucha paciencia, y la ida al cine fue muy regular: ni tan mal ni tan bien. Tomás nos dio una vuelta a la manzana en su súper bólido mientras Carmen terminaba de arreglarse, y me llené de palomitas y pasas con chocolate. Nada que lamentar.
Ella me preguntó directamente: “¿Y qué tal? ¿Te gustó la película?” “Pues, la verdad, más o menos”, le dije. “Nos subimos hasta los asientos de más atrás, donde apenas se ve una pantalla chiquita, y como Tomás y Carmen se sentaron en la fila de enfrente no me dejaban ver bien porque se la pasaron besándose”.
Cuando llegamos a casa, Carmen, feliz, de buen humor, saludó a mi mamá, que estaba parada a la entrada de la cocina. Ella me preguntó directamente: “¿Y qué tal? ¿Te gustó la película?” “Pues, la verdad, más o menos”, le dije. “Nos subimos hasta los asientos de más atrás, donde apenas se ve una pantalla chiquita, y como Tomás y Carmen se sentaron en la fila de enfrente no me dejaban ver bien porque se la pasaron besándose”.
Algo ha de haber pasado en ese momento, pues mi madre volteó la cara rápidamente, como cerciorándose de dónde estaba mi papá, y volvió a mirar a mi hermana. Cuando miré a Carmen su expresión era indescifrable. No se habló más del tema, pero había algo que no podía entender.
El siguiente sábado llegó demasiado rápido. Tuvimos partido de fútbol en la escuela y llegué feliz a comer con toda la familia algún plato especial de mi mamá. Me encantaban los sábados. Al terminar, me quedé unos segundos a solas con mi madre, me dijo: “Vas a ir de nuevo con Carmen al cine en la tarde”, justo cuando me preparaba para subir a ver la tele. Tomé un poco de valentía y le dije: “¿No podría ser Ernesto? ¿Por qué siempre tengo que ser yo?” Me respondió: “Está bien, le voy a decir a Ernesto, pero entonces olvídate de salir a jugar fútbol con tus amigos mañana después de comer”. Ese sí que era un verdadero golpe bajo. ¿No ir a jugar con mis amigos de la cuadra al parque? ¿Mi hermano? ¿Ricardo, el nieto de Catita? ¿El Coco, El Satanás —que vivía de paracaidista con su familia en un lote baldío y se llamaba Moisés—? Eso no lo podía permitir: partido de equipos a cinco goles, el que mete su gol para, tiro de córner y serie de penaltis. “Está bien, yo voy”, le dije. “Muy bien”, me respondió mi mamá, “y quiero que me cuentes todo lo que pasó cuando vuelvas”.
A las cuatro de la tarde llegaron y, como siempre, se escuchó el timbre —no un claxon como en las películas gringas: “En esta casa se bajan a tocar”, decía mi papá—, y, en efecto, era Tomás. Carmen ya estaba lista desde mucho antes, traía puestos unos pantalones negros pegados como si fuera a montar a caballo. Ahora sí las mujeres usan pantalón, me decía yo. Llevaba una blusa rosita y un suéter ligerito de botones. Se veía muy bonita, como de película. Esta vez tenía permiso de llegar a las ocho y estaba muy emocionada.
Salimos de la casa, enfrente estaban los dos autos estacionados en fila junto a la banqueta, pero esta vez había más gente: chicas y chicos.
La novedad era que ahí había alguien más: una niña con un vestido de terciopelo azul y suéter pegado de cuello de tortuga blanco. El pelo con raya en medio, largo, café claro, casi chino en los bordes; unos pequeños lentes como de cristal que enmarcaban unos ojos gigantes y muy, pero muy bonita.
Atrás del Renault estaba el Hillman de Tomás, quien, atento, abrió la puerta delantera para que entrara Carmen, y atrás se bajó un amigo de Tomás con su novia para dejarme entrar. La novedad era que ahí había alguien más: una niña con un vestido de terciopelo azul y suéter pegado de cuello de tortuga blanco. El pelo con raya en medio, largo, café claro, casi chino en los bordes; unos pequeños lentes como de cristal que enmarcaban unos ojos gigantes y muy, pero muy bonita. Acomodándose en su asiento, Tomás se volteó y me dijo: “Ella es mi prima Lucía, tiene trece años”. Volteé a verla. Lucía me sonreía con la mano extendida: “Mucho gusto”. “Mucho gusto, Lucía”, dije.
Trece años, lo sé: una diferencia abismal de dos años, y a Lucía se le notaba. Pero en ese momento la diferencia de edad no me importó; valía la pena el riesgo. Tan pronto el Hillman arrancó, Lucía y yo guardamos silencio. Sólo escuchábamos la conversación de los grandes, al punto que se olvidaron de nosotros. Hablaban de quién era novio de quién, que si ya le dio el sí, que si ya se besaron, etc. Yo, feliz, veía hacia afuera, siguiendo el cable del trolebús eléctrico que iba junto a nosotros. A la izquierda sentía la cara de Lucía, con su nariz recta y sus lentes de cristal que la hacían ver adorable. Estar tan apretados no era nada incómodo.
De repente los dos autos dieron vuelta a la izquierda y entramos a un estacionamiento donde había una nevería en medio, de estilo gringo. Se llamaba Dairy Queen. Era una parada previa a nuestra ida al cine, porque nos íbamos a tomar algo que, decían, era una “malteada”.
Las chicas y los chicos salimos de los autos. Lucía, muy formal y parada junto a mí, me dijo: “Esto es algo que se llama salida en parejas, ¿ok?” y me tomó de la mano. “Hay que tomarnos de la mano, así se sabe quiénes son las parejas”. Perfecto, pensé, y así nos fuimos tomados de la mano rumbo a la nevería.
Me llamaba la atención lo femenina y formal era: más alta que yo, con su suéter blanco de cuello de tortuga y una bolsita al hombro de color azul turquesa, como su vestido.
El lugar tenía mesitas de dos y de cuatro sillas. Lucía era callada, pero siempre sonriente. Había mucho movimiento en el lugar. Fue ella la que le pidió al chico lo que íbamos a tomar: “Una malteada de vainilla grande con dos popotes”.
Lucía me dijo: “Cuando sales en pareja tienes que ordenar una malteada grande con dos popotes, la vamos a compartir porque somos pareja”. Lo bueno es que pidió tamaño grande. Colocó los popotes delicadamente, inclinando uno en mi dirección y el otro en la suya, dejando el vaso en medio de la mesa. “Acércate”, me dijo.
Seguía el barullo de los grandes: a qué universidad entrarían, si preferían mejor trabajar, que mejor nos casamos primero, y reían. Nosotros solamente escuchábamos cuando llegó nuestra malteada grande con los dos popotes. Lucía me dijo: “Cuando sales en pareja tienes que ordenar una malteada grande con dos popotes, la vamos a compartir porque somos pareja”. Lo bueno es que pidió tamaño grande. Colocó los popotes delicadamente, inclinando uno en mi dirección y el otro en la suya, dejando el vaso en medio de la mesa. “Acércate”, me dijo, “para que puedas tomar”. Lo hice diligentemente, poniendo los codos sobre la mesa para estar cerca del popote —sí, los codos en la mesa, leyeron bien—. “Vamos a tomar al mismo tiempo, ¿ok? Y mientras tomamos nos tenemos que ver directamente a los ojos, porque eso hacen las parejas”.
Cuando empecé a tomar frente a mí surgió la visión de dos círculos café claros hermosos, brillantes, con cejas delicadas y suaves, unas pestañas rizadas que enmarcaban de manera natural los ojos más hermosos que nunca había visto tan cerca de mi cara. Ella me miraba fijamente a los ojos mientras tomaba su malteada. Seguimos así, mirándonos; yo estaba completamente embobado, no podía dejar de succionar el popote y saboreando ese néctar con sabor a helado de vainilla. Sus ojos se veían tan profundos, como un túnel que revelaba la forma detallada e infinita de sus pupilas. Tantas cosas puedes saber de una persona viendo sus ojos, y más aún cuando te miran dulcemente y tan cerca. Al mismo tiempo, como en sincronía, nos separamos para sentarnos de nuevo. ¿Qué había sucedido? Esto en realidad era muy divertido.
“Ok”, me dijo Lucía, “ahora lo vamos a volver a hacer, pero nos tomamos de las dos manos”. Ahora sí era otro nivel, otra escala celestial. Sentir sus manos de cada lado mientras succionaba el popote mirando a sus ojos era lo mejor que había vivido en mi vida. No podía dejar de ver sus ojos. En ese momento nos soltamos de las manos y, todavía viéndome tan de cerca, soltó un suspiro. Soltamos, digo, porque no sé por qué a mí también me salió uno.
El tiempo se había congelado. Esto de la salida en parejas me estaba empezando a gustar mucho. De pronto todos se pararon para salir y dirigirnos al cine. Cuando nos volvimos a sentar en el auto algo había cambiado: me sentía mucho más cómodo estar casi encima de Lucía. Justo cuando ella me tomó la mano reiniciamos el trayecto. Esto es lo que se hace en la salida en parejas, pensé.
Lucía era muy amable, me lo explicaba todo; era tan formal y educada. Todo lo que me decía lo decía en el mismo tono dulce de voz. Fue iniciativa de ella que nos sentáramos en la última fila, en verdad la última, la que está pegada a la pared debajo del proyector. “El que ríe al último ríe mejor”.
Cuando entramos al cine, con toda certeza podía decir que ya éramos una pareja. Seguíamos tomados de la mano, como todos los demás, y entramos directamente a la sala. De nuevo, subimos a lo más alto del cine, lo que, en esos momentos, me tenía sin cuidado. Lucía era muy amable, me lo explicaba todo; era tan formal y educada. Todo lo que me decía lo decía en el mismo tono dulce de voz. Fue iniciativa de ella que nos sentáramos en la última fila, en verdad la última, la que está pegada a la pared debajo del proyector. “El que ríe al último ríe mejor”, me dijo sonriendo, algo que me llevó años entender.
El resto de las parejas se sentaron donde quisieron. El cine estaba casi vacío. Durante los cortos alguien se paró y, de broma, dije: “La carne de burro no es transparente”, a lo que ella dijo: “No digas eso, no es bonito”.
La película era francesa; se llamaba Un hombre y una mujer. Empezaba con una musiquita de piano sabrosa, como bossa nova, y se seguía repitiendo a cada cinco minutos mientras seguía sin pasar nada más que pura plática, y yo batallaba con los subtítulos.
A la mitad de la película Lucía me dijo: “Acompáñame, tengo que ir al baño”. Tomados de la mano, salimos de la sala a un pasillo pintado de color mamey que llevaba a los baños, medio piso abajo, justo bajando unas escaleras después de un descanso donde había unas grandes ventanas con vidrios de color ámbar, lo que producía el efecto de un vitral con el sol de la tarde que entraba.
Lucía entró al baño y yo me quedé esperando sentado en las escaleras, lo que me parecía una eternidad. ¿Por qué las niñas tardan tanto en ir al baño?, me preguntaba, cuando escuché el sonido del agua al caer en la taza y unos momentos más tarde el sonido del secador de manos.
Y ahí estaba ella, saliendo del baño, radiante, caminando hacia las escaleras, iluminada por la luz de la tarde que entraba por las ventanas de color. Cuando se acercó me iba a levantar, pero me dijo: “Mejor nos sentamos aquí un ratito, la película está muy aburrida”, y se sentó junto a mí. “Aquí es cuando tú me hablas de ti, me dices qué es lo que te gusta hacer, algo que sólo tú sabes hacer”. Esa sí que era una pregunta complicada. La verdad, algo que sólo yo supiera hacer… no se me ocurría nada, y empecé a hablar a lo tonto. Le dije que me gustaba mucho jugar al fútbol, que mi mejor amigo en la escuela se llamaba Raúl. De pronto me preguntó: “¿Y qué es algo que sólo tú sabes hacer?”. “Sé dibujar la cara de Pedro Picapiedra”, respondí. No sé por qué se me vino a la cabeza, pero no lo pude evitar. Su pregunta era muy sincera y así le respondí. Me miró sonriendo con los ojos abiertos y me dijo: “¿De veras?” Sólo subí los hombros, asintiendo. Ella abrió su bolsita y sacó una libreta de notas con dibujos de unicornio en la portada y una pluma miniatura. Abrió una página en blanco y me dijo: “Dibújamelo aquí”. Ahora sí venía la prueba de fuego, para que se me quitara lo menso y no hablara sin pensar. Con aplomo, tomé la libreta, me la puse sobre las piernas, tomé la pluma y empecé como me había enseñado mi amigo Gregory —era gringo— en la escuela: primero los ojos con sus bolitas, luego los cachetes y la boca, y por último el pelo de Pedro Picapiedra; hasta su camisa de piel me eché. Y, para lucirme, dibujé a Vilma con todo y su chongo de peinado y vestido de cuello con collar de piedras. A Lucía le fascinaron; los veía y se reía y me miraba a los ojos: “Están igualitos”. Mientras yo, lleno de orgullo, irradiaba una sonrisa. Tomó la libreta y en el espacio vacío dibujó, con un trazo delicado y femenino, un corazón en el que escribió mi nombre y el suyo adentro y lo cruzó con una flecha. “Aquí es cuando me preguntas si quiero ser tu novia”. “¿Quieres ser mi novia?”, le pregunté inmediatamente. Lucía tomó mis dos manos, la luz naranja de la tarde se posaba en sus ojos brillantes, y me dijo, mirándome a los ojos: “Sí, quiero ser tu novia”. Se puso de pie inmediatamente, me tomó de la mano y nos dirigimos a la sala. Yo, literalmente, caminaba con los pies en el aire.
Abrió una página en blanco y me dijo: “Dibújamelo aquí”. Ahora sí venía la prueba de fuego, para que se me quitara lo menso y no hablara sin pensar. Con aplomo, tomé la libreta, me la puse sobre las piernas, tomé la pluma y empecé como me había enseñado mi amigo Gregory —era gringo— en la escuela.
Apenas nos acomodamos en nuestra fila se acercó y me dijo en voz baja al oído: “Ya eres mi novio y me puedes besar”. Volví la cara para ver el reflejo de la película en sus lentes y nos dimos un tierno beso en los labios. Podía sentir perfectamente en mis labios el suave contorno de los suyos. Fue un beso dulce y cauteloso. Veía su nariz tan cerca de mí, su olor a crema Ponds. No pude evitar cerrar los ojos; ella tampoco. No sé cuánto tiempo pasó, pero el tiempo se evaporó hasta que las luces de la sala se encendieron y abrimos los ojos.
El resto fue todo como un flash: tomados de la mano, sentados en el auto muy cerca, yo con mi flamante novia dos años mayor que yo. Así que de esto se trataba lo de salir en parejas… Mi instructora había sido perfecta. Y así, casi al llegar a nuestra casa, me dijo al oído: “En público sólo nos besamos en la mejilla”. Y así, al abrirse las puertas del Hillman, me despedí de ella con un beso en la mejilla. “Nos vemos la semana entrante”, me dijo.
Yo iba flotando por la banqueta, atrás de Tomás y Carmen. En la puerta Tomás me sonrió de una manera algo peculiar, como nunca lo había visto, y me preguntó: “¿Qué tal te cayó Lucía?”
Entramos. En la sala estaban mi madre y mi padre escuchando música y leyendo; mi mamá tejía, algo que disfrutaba mucho. Y así, frente a todos, mi mamá me preguntó: “¿Y qué tal la película?” Detrás de mí alcancé a escuchar a Carmen jalar aire. “Buenísima”, le dije. “Muy interesante. Tomás nos sentó en la fila de enfrente y la pantalla se veía gigante. Todos sentados en fila. La película era en francés, muy chistosa, con muy bonita música. Todos muertos de la risa. Me compraron una malteada”. “¡Qué bien!”, dijo mi mamá, y casi al unísono los dos bajaron la vista para seguir con lo que estaban haciendo. Carmen fua a la cocina a tomar agua de jamaica. Yo me di la vuelta hacia las escaleras y, mientras subía despacio escalón por escalón rumbo a mi recámara, me repetía mentalmente: “Esto es salir en parejas”. ®
