São Paulo entre el cielo y el suelo

Observaciones deliberadas de una turista

La llegada de todos ellos respondía a una premeditada política gubernamental de blanqueamiento de la población: se pretendía eliminar todo rastro indio y, por encima de todo, toda reminiscencia negra de la esclavitud.

El edificio Martinelli.

Dicen que hay más de 5,000 rascacielos en São Paulo, la ciudad más grande de todo Brasil. Más de 5,000 edificios que, anclados en el subsuelo con profundas estructuras de fierro y concreto, se levantan verticales hacia el cielo. Quisieran tocarlo, pero aun así, a pesar de su altura y esbeltez, todavía no lo logran. 150 metros a lo alto no son suficientes para estrecharle la mano a Dios.

Arriba, coronando los rascacielos, sobre todo en la zona donde corre la Rua Oscar Freire, la calle de Prada, Armani y Channel, se encuentran las plataformas circulares de los helipuertos donde aterrizan los acaudalados de la ciudad en compañía de sus colegas, familiares o mascotas, antes de tomar el ascensor que los dejará directamente en la sala de sus hogares o despachos. Ellos, tan cerca de Dios, no saben de tráfico y siempre llegan a destino bien perfumados, sin ningún rastro de sudoración, a lo sumo con algunas briznas del cabello fuera de lugar por el fuerte aire de las hélices.

Dicen que la furia por los rascacielos se remonta a los años veinte del siglo pasado, en plena euforia económica de entreguerras, cuando Giuseppe Martinelli, uno de los tantos inmigrantes italianos que desembarcaron en busca de una tierra donde echar raíces, construyó como símbolo de su prosperidad el primer edificio alto, que destacaría en el paisaje urbano con sus treinta pisos y su lujosa ornamentación. Levantada en pleno corazón de la ciudad, en una esquina de la emblemática Avenida São João, que fue inmortalizada por la canción “Sampa” de Caetano Veloso, la torre se irguió como punto de encuentro de la alta sociedad paulista antes de mutarse, por el azar del destino, en la cueva que cobijó durante muchos abriles a prostitutas, truhanes y traficantes de diamantes.

El edificio Martinelli, como es conocido todavía hoy, fue el que contagió la fiebre por la verticalidad entre los potentados. A partir de esos años los ricos hacendados que sembraban y exportaban café a Europa optaron por cambiar sus glamurosas casonas de gusto francés, resguardadas tras finas palmeras que se erguían al frente como centinelas, por amplios y lujosos departamentos modernos, con grandes ventanales al futuro y al progreso.

Así es cómo viven, arriba, los que tienen dinero. Abajo, los que no. Y el abajo puede significar, en el caso de São Paulo, una de las ciudades del mundo con mayor desigualdad social, vivir literalmente al nivel del suelo.

Dicen que hay más 20 mil personas sin techo, durmiendo y deambulando por las calles. Me tocó ver algunas de ellas en la madrugada en los alrededores de la Praça da Republica, centro simbólico de la Independencia, al llegar a la ciudad desde el aeropuerto en autobús: estaban envueltas en bolsas negras de plástico, botadas en el pavimento de las aceras y arrimadas contra las paredes de los inmuebles, como si estuvieran a la espera de ser recogidas por el camión de la basura. En realidad estaban esperando que pasara la noche, protegiéndose de las lluvias torrenciales. Para estas 20 mil personas las noches no traen consigo estrellas fugaces sino hinchados huracanes tropicales que se desploman sin piedad sobre sus cuerpos quebrados. Los más afortunados poseen —así como los de arriba poseen carros y cuentas bancarias— cartones de 5 u 8 milímetros que los elevan apenas sobre el suelo mojado.

Cuando la luz del día despunta empiezan a errar por las calles, calle arriba y calle abajo, o se congregan en los parques, donde se sientan al sol con sus cuerpos curvados, como si fueran pantalones colgando de tendederos. Así estaban en el Jardim da Luz, el antiguo jardín etnobotánico del lejano 1700, confundiéndose con las tantas esculturas contemporáneas esparcidas en el área verde o, incluso, desde la distancia, con las estatuas negras de Rodin que se asomaban discretamente desde el patio de la colindante Pinacoteca do Estado. Me dirigí hacia allá.

Para estas 20 mil personas las noches no traen consigo estrellas fugaces sino hinchados huracanes tropicales que se desploman sin piedad sobre sus cuerpos quebrados. Los más afortunados poseen —así como los de arriba poseen carros y cuentas bancarias— cartones de 5 u 8 milímetros que los elevan apenas sobre el suelo mojado.

Y es que dicen que la vida “normal”, aquella a la que uno se puede asir para construir su cotidianidad, es la que transcurre entre el cielo y el suelo, es decir, entre los helipuertos y los cartones. Ahí, efectivamente, discurre el bullicioso día a día de esta metrópoli sudamericana que nació en el siglo XVI como una diminuta misión jesuita para catequizar a los guaraníes, y que en la actualidad mece en un vaivén continuo a 21 millones de habitantes, 280 salas de cine, 120 teatros, 71 museos, 39 centros culturales, incontables antros nocturnos de samba y ocho millones de vehículos que se embotellan puntualmente a las seis de la mañana y de la tarde, provocando filas de hasta cien kilómetros de longitud.

En ese espacio, entre arriba y abajo, uno ve a la gente que hace y deshace su día librando sus batallas. Así, frente a la catedral neogótica, inaugurada apenas en 1956, me topé con un grupo de evangelistas que predicaban la palabra divina ante un séquito de entusiasmados seguidores. Unos cuantos metros más allá una gran concentración de activistas exigía, al grito de “Lula livre”, la liberación inmediata del ex mandatario, encarcelado para aplanarle el camino a Bolsonaro, quien el día de su investidura como presidente llegaría al Congreso en un Rolls Royce descapotado, saludando con la mano derecha, al estilo de la reina de Inglaterra, al pueblo que pronto desahuciaría.

Como aislados y al margen del trajín mundano, entre un puente y otro puente, el barrio antiguo de Bixidá parece haberse quedado anclado en el tiempo, al compás de los vecinos que, sin prisas, pasan tranquilamente la tarde del domingo sentados al frente de sus casitas adosadas de un nivel, mientras en las esquinas hornean fogazzas a la italiana.

Rosana Paulino, Impressão sobre tecido, ponta seca e costura. 58,0 x 89,5 cm – 2016.

Junto con los españoles, los suizos y los japoneses —que ostentan un gran templo budista en su colonia Liberdade—, los italianos constituyen, sin lugar a duda, uno de los principales contingentes de migrantes que desembarcaron en el cercano puerto de Santos a finales del siglo XIX. La llegada de todos ellos respondía a una premeditada política gubernamental de blanqueamiento de la población: se pretendía eliminar todo rastro indio y, por encima de todo, toda reminiscencia negra de la esclavitud. Pese a ese esfuerzo estatal las cabelleras afro rematan esplendorosamente las cabezas de la población juvenil actual, en un renacimiento del orgullo negro. Muchos de estos jóvenes se juntan a bailar en los espacios públicos como los pasadizos ondulados del Parque Ibirapuera, diseñados por Oscar Niemeyer, el gran arquitecto, comunista hasta la médula, de reconocimiento internacional.

Pero no están solamente en las ruas,realizando modernos rituales urbanos. Como resultado de largas luchas los afrobrasileños también están dentro de los museos como artistas de renombre. Sobresale, por ejemplo, Rosana Paulino, nacida en 1967, que a través de todas sus obras plantea una y otra vez la condición de la mujer negra en la sociedad brasileña. Una de sus piezas estaba exhibida junto con cuadros de Rivera, Modigliani, Botticelli, Louise Bourgeois y tantísimos otros más en el MASP, el Museo de Arte de São Paulo, un espacio que por su arquitectura horizontal y su curaduría libre condensa la aspiración y la naturaleza de esta ciudad: un lugar de diversidad, confluencias y grandes contradicciones. Un poco como todas las grandes ciudades… ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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