Presentamos al lector una revisión de este controvertido y extravagante personaje y sus ironías mediáticas, así como del artista, ese demiurgo creador detrás del mito que ha sabido reunir, como nadie en Francia, poesía y literatura en la música y que se ha nutrido de la cultura clásica universal y del arte culto para crear originales composiciones de música popular.
Antes de mi crisis cardiaca nunca había pensado en la muerte. En ese momento me dije: para la vida no hay antídoto.
—Gainsbourg
De Gainsbourg a Gainsbarre
Los aplausos están pasados de moda y promueven la demagogia. Por esa razón Serge Gainsbourg (París, 1928-1991) detestaba a todos esos cantantes sonrientes que pretenden amar su oficio y su público. “Soy más honesto que todos ellos”, decía, “todo el mundo es bello, el cielo es azul”. ¿Impúdicos o simplemente una bandada de imbéciles? La lucidez es indispensable en el arte, creía, por eso se pronunciaba “incapaz de hacer una canción optimista, feliz, una canción de amor. No encuentro palabras, no tengo nada que decir sobre la felicidad, no sé lo que es”. Tales estimaciones, aunadas a declaraciones extravagantes, le procuraron una enorme reputación de cínico que detractores y prosélitos exaltaron por igual.
Gainsbourg se consideraba a sí mismo un romántico retraído: es a causa del contacto con ese prójimo mezquino e insensible que uno deviene agresivo e insolente. “Yo era tímido y feo. Muy pronto me convertí en misántropo… tal vez porque los otros me rechazaban”, recuerda. Adivinamos a un Gainsbourg, bourbon y cigarrillo en mano, repitiendo incesantemente: “¿Cómo pretenden que con mi cara sea cursi? Soy duro. Tengo una cara dura, no puedo ser sentimental”.
El compositor francés se consideraba un caballero de lo inútil. Un dandi marginal que se expresa con la música. Disgustado por la palabra “artista”, siguiendo los pasos de Rimbaud, encontraba en la inutilidad de su “arte menor” su grandeza. “Estrictamente no servimos para nada”. Este dandismo nihilista no era sino un comportamiento que lo colocaba al borde del suicidio, una elección, “un juego constante para escapar de la realidad”.
A pesar de la inutilidad de su arte menor, Gainsbourg logró desatar encarnizadas condenas del Vaticano con su canción Je t’aime moi non plus (1969), apología erótica grabada a dúo con Jane Birkin que fue excomulgada por la religión católica y prohibida en diversos países. No así en Francia, donde fue recibida como una más de las ocurrencias del extrovertido cantante. Sin embargo, su irónica versión reggae de “La Marseillaise”, titulada “Aux Armes et caetera”, desencadenó la furia de círculos conservadores y patrióticos franceses que incluso intentaron sabotear conciertos, notablemente en Estrasburgo en 1979. Freud estableció que el tabú del incesto aseguraría, en última instancia, la estabilidad de nuestras sociedades: y bien, Gainsbourg escandalizó nuevamente a sus contemporáneos con la publicación en 1984 a dúo con su hija Charlotte la canción Lemon incest, donde juega provocadoramente con esa temática trasgresora. En esta misma fecha nació Gainsbarre y con él constantes evocaciones a la droga y la homosexualidad además del incesto y provocadoras sentencias en la línea de: “¿Mujeres? Una forma elegante de no zozobrar en la pederastia”.
El compositor francés se consideraba un caballero de lo inútil. Un dandi marginal que se expresa con la música. Disgustado por la palabra “artista”, siguiendo los pasos de Rimbaud, encontraba en la inutilidad de su “arte menor” su grandeza.
Como un enrarecido personaje fraguado por la pluma de Stevenson, Gainsbarre constituye el mediático alter ego, el malévolo y temible Mr. Hyde de Gainsbourg. Inveterado bebedor, decrépito, indecoroso y estridente, Gainsbarre protagonizó diversos escándalos televisivos, en vivo y en directo, conocidos por todos: como cuando anunció a Whitney Houston a media emisión sus deseos por sostener una relación coital con ella desatando rubor, indignación y desorden, o cuando prendió fuego a un billete de quinientos francos mientras comparaba al gobierno de Miterrand con un travesti de la rue St. Denis llamado socialismo. Gainsbarre concebía una peculiar definición de esnobismo: “Una burbuja de champaña que vacila entre el eructo y el pedo”. Manifestó que la imposibilidad de “defecar sin olor” prueba la insuficiencia de la naturaleza humana y que la misoginia no es sino “ver las cosas tal como son”.
Rabelesiano, dionisiaco, glauco mito, Mesrine del pop, infame, coleccionista de mujeres y de objetos raros, son tan sólo algunos de los epítetos que se endosaron al compositor según algunos especialistas, quienes señalan que “a principios de los ochenta todo mundo ambicionaba encontrar a Gainsbourg. Algunos para torcerle el cuello, otros, para estrechar su mano”. Aun así, resulta más excitante que descubrir al personaje descubrir al artista.
Arte menor
Era bajo la severa mirada de Chopin como Gainsbourg solía componer. Un retrato del romántico posado sobre el piano parecía juzgarlo muy severamente. Bajo su mirada indiscreta, el francés compuso cientos de canciones: “Parecía decirme: —Perfectamente asqueroso”. Admirador de Rimbaud, Wilde y Nabokov, ávido lector de Huysmans, seguidor de Picabia y Francis Bacon, Gainsbourg creció al abrigo de los clásicos y referencias literarias, musicales y pictóricas constituyen una constante en su obra. Musicalizó poemas de Victor Hugo y Baudelaire. Escribió canciones en recuerdo de personajes tan variados como el poeta Jacques Prévert, los personajes de ficción Dr. Jekyll y Mr. Hyde o el revolucionario mexicano Pancho Villa. Nombres como Nieztsche, Verlaine, Van Gogh o Chatterton aparecen súbitamente en algunas de sus canciones que, por cierto, conocieron todos los géneros musicales.
La misma fealdad física que hacía al autor de “Le poinçonneur des Lilas” convertirse en cínico, agresivo y extremadamente arrogante, en palabras suyas, fue la razón por la cual buscó de manera tan excesiva la estética, el estetismo y la disposición de los objetos en el espacio. “Es una enfermedad mental que cultivo con cuidado”, dijo.
“Initials B.B.”, dedicada a Brigitte Bardot, cuya ruptura lo marcó profundamente, constituye un ejemplo de la intertextualidad creativa de Gainsbourg. En esta pieza de rock la música se alimenta de la novena de Dvořák (Sinfonía del Nuevo Mundo), en tanto que la idea de la letra nace del poema El cuervo de Edgar Allan Poe que Gainsbourg conocía por la traducción baudeleriana. Cambiando el itinerario de una obra, reinterpretándola, enriquece su ironía y le da un giro en una dirección popular. Antes de los situacionistas y al margen de Francfort y los estructuralistas, este artista menor, artista sin arte, admirador de la cultura clásica y popular a la vez, supo mejor que nadie en Francia jugar irreverentemente con ella y gracias a esto inventar nuevos códigos.
No es atrevido asegurar que renovó el lenguaje de la chanson francaise, estancada en sus lacrimógenos intérpretes seducidos a quienes Gainsbourg criticaba por falta de virilidad, descubriendo un nuevo lenguaje: el del mundo moderno.
No es atrevido asegurar que renovó el lenguaje de la chanson francaise, estancada en sus lacrimógenos intérpretes seducidos a quienes Gainsbourg criticaba por falta de virilidad, descubriendo un nuevo lenguaje: el del mundo moderno. Francia no debe quedarse atrás: ascensores, hormigón, tractores, Reader’s Digest, teléfonos y walkie-talkies se convierten en temas musicales con un giño de insolencia y humor. La asimilación de novedades culturales en Estados Unidos como el jazz, la novela policiaca, los cómics y su reinterpretación afrancesada resultan inevitables y todo esto le vale ser uno de los artistas más apreciados fuera de su país. Gainsbourg es un escritor, no un cantante de textos. La chanson porta un ridículo mensaje rimado de manera forzada, sobre todo cuando se trata de pasajes con marcado tono social. Gainsbourg, tipo con sentido literario y, sobre todo, preocupado por la lengua, se divierte con ella de manera inteligente: “Quien tiene un mensaje a comunicar se convierte editorialista. Sólo los himnos patrióticos pueden transmitir mensajes”.
Con Histoire de Melody Nelson (1971), que refiere algún fatal suceso entre un hombre maduro y una tierna y tímida joven, Gainsbourg inaugura en Francia el álbum conceptual, narrativa musicalizada por un ensamble. L’Homme à tête de Chou (1976) sigue los mismos pasos. Inspirado en la escultura de Claude Lalanne, relata la historia de un periodista de escándalos que mata a su amada a golpes de extintor contra incendios cuando se sabe traicionado. A causa de este trágico incidente su espíritu se ensombrece y pierde la razón: irremediablemente su cabeza se convierte en coliflor. Con su álbum reggae, grabado con la crema de la música jamaiquina, Gainsbourg no sólo se burla del misticismo de tal género, sino que mestiza nuevamente a Francia, la abre y la “criolliza” una vez más. Nada fácil si se toma en cuenta que históricamente hablamos de un país que tiende a cerrarse como una ostra.
Para comprender a Picasso, solía decir Gainsbourg, hace falta pasar por Manet y Van Gogh, para entender a Gainsbarre…
Artista sin arte
Pianista de cabaret hasta los treinta años, pintor fracasado, novelista, poeta, compositor, dandi, actor, realizador, alcohólico, este hijo de emigrantes judíos de nacionalidad rusa constituye en el panorama musical del siglo XX francés no sólo la figura más representativa de la música popular, quizás también uno de los compositores más interesantes en lengua francesa y, sin lugar a dudas, una de las figuras musicales contemporáneas de mayor envergadura a escala mundial.
“Cómo quieres que afronte a Bartók, Schoenberg, Alban Berg o Stravinsky. Que desafíe a Rimbaud o Antonin Artaud. Eso es impensable. Yo soy menor… a cien pesos”, atajó alguna vez Serge Gainsbourg. Inevitable sentir simpatía ante tal muestra de buen gusto. ®