SHALOM PARIS

La tumba en el árbol

Una visita al cementerio Pére Lachaise desencadena, a través del arte y del ritual, una serie de encuentros con el judaísmo en Paris.

A Paula Rosen
Ilumina nuestra sabiduría, para que no se extravíe hacia la izquierda o la derecha del camino… Mantén los ojos de ver la falsedad, líbranos del error… Enseñar a hablar con nosotros, nunca nos puede decir una cosa contra tu voluntad.
—David Sintzheim

El 29 de marzo de 2010 recorrí junto con Avi Rosen los bellísimos senderos del cementerio de Pére Lachaise. Avi es judío, lo cual tiene relevancia porque su religión y las milenarias festividades del judaísmo son el tema de esta crónica. Después de visitar la tumba de Oscar Wilde me contó con nostalgia que en ese cementerio reposa un rabino muy respetado por su pueblo y que le gustaría que lo acompañara a visitarlo. Recorrimos el cementerio largo trecho hasta dar con la tumba de sus lejanos recuerdos. Mi ignorancia no me permitió entender en ese instante la trascendencia cultural e histórica que poseía el hombre que descansaba en esa hermosa tumba: David Sintzheim. La tumba de este ilustre personaje ofrece una vista abrumadora y espectacular. La adornan dos sobrias bellezas: una creada por el hombre y otra por la veleidosa naturaleza. La primera de ellas es una escultura en forma de obelisco que contiene inscripciones en francés y en hebreo; la segunda, un robusto árbol que de manera caprichosa decidió crecer y florecer en el centro mismo de la lápida. Ambos elementos le confieren un aspecto que se presta a más de una simbólica lectura.

Sintzheim fue presidente del Gran Sanedrín y el más erudito miembro de la Asamblea de Notables creada por Napoleón Bonaparte el 30 de mayo de 1806. Su enorme prestigio y sabiduría lo convirtió en el más importante talmudista de Francia y autor de la enciclopedia talmúdica más importante de su tiempo. Su brillante labor como reformista erudito consiguió que Bonaparte reconociera que los derechos de los judíos como ciudadanos franceses serían irrevocables y luchó incansablemente para edificar una aplicación práctica de la ley judía. El gran rabí, el venerable hombre de Dios de esa misteriosa religión, reposaba de forma magnífica frente a mis ojos.

Mi breve acercamiento a este ritual tan místico enriqueció de manera sustancial mi percepción de la devoción de un pueblo que, sin importar su ubicación geográfica, no ha permitido que se extingan sus costumbres más añejas y veneradas.

Avi se acercó evidentemente conmovido a esa lápida, la besó y abrazó inclinándose para orar por los suyos encendiendo una minúscula veladora de latón. Ante tan conmovedora estampa, sólo me limité a observar a distancia y con respeto ese inusitado gesto de devoción. Pensé en el tronco y en la esencia misma de la vida. Me sentí por un instante como una brújula distraída de pasado y futuro imperfectos.

Mi último día en París no fue un día común. El 29 de marzo comenzaban las festividades más importantes de la religión judaica: el inicio de la Pascua. Esa misma noche se celebraría su cena sagrada, llamada Pésaj. Esta cena conmemora la salida del pueblo hebreo de Egipto guiado por Moisés y marca el nacimiento del pueblo judío como tal. Su trascendencia histórica, y como ninguna otra fiesta familiar, confiere un espíritu de alegría restauradora ya que les recuerda la esperanza y la liberación. Conmemora la conversión del esclavo en individuo libre y la de la tierra misma, desnuda e inactiva, en un campo fértil lleno de vida y floreciente. Por ello también se le conoce como “la cena de primavera”.

Pesaj

La práctica de esta celebración tiene más de dos mil años de antigüedad, y mi breve acercamiento a este ritual tan místico enriqueció de manera sustancial mi percepción de la devoción de un pueblo que, sin importar su ubicación geográfica, no ha permitido que se extingan sus costumbres más añejas y veneradas. Visité esa noche un hogar judío y conocí a una familia encantadora. Paula Rosen es una mujer de más de setenta años, culta, lúcida, cálida y llena de luz que devora libros, ama la vida y pinta hermosos cuadros al óleo que visten de color y arte cada rincón de su casa.

Me despedí apesumbrada pues mi vuelo de regreso a México me obligaba a estar en el aeropuerto a las seis de la mañana. Madame Rosen me tomó entre sus brazos, me besó en ambas mejillas y me despidió con una sonrisa: “Gracias por tu visita, vuelve cuando quieras, ésta siempre será tu casa”.

Ese vistazo a su celosa intimidad lo llevaré siempre como un obsequio, como una joya de incalculable valía. Quisiera despedirme con una frase digna de mi recuerdo pero mi mejor frase ya no tiene palabras, sólo silencios. Yo vivo y respiro más que otros días gracias a Avi, a Paula Rosen; podría mentirles, pero no puedo y ahora es tan fácil decirlo: los amo.

Shalom mijshpajá Shalom (adiós familia, adiós). ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Septiembre 2010

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