Ahora está de moda definir el amor romántico como una forma de maltrato. La gente piensa, por ejemplo, en la pobre mujer que soporta con abnegación al marido borracho y violento —eso no es amor, sino un comportamiento patológico.
No corren buenos tiempos para nada grande. Las masas no van a tomar el Palacio de Invierno y Miguel Ángel no va a pintar la Capilla Sixtina. En medio del pozo de mediocridad en el que vivimos el amor romántico tenía que sufrir su particular crisis. El sociólogo Zygmunt Bauman comparaba agudamente las relaciones de la actualidad con los contratos de trabajo basura: también tienen una fecha de caducidad, su obsolescencia programada, por así decirlo. Así, en pleno auge del “amor líquido”, los vínculos humanos se han vuelto cada vez más frágiles. La izquierda, incompresiblemente, compra este discurso en nombre de la libertad sin darse cuenta de que sólo consiste en la transposición del más horrible neoliberalismo al ámbito de nuestras más íntimas emociones.
Los conceptos crean la realidad. Ahora está de moda definir el amor romántico como una forma de maltrato. La gente piensa, por ejemplo, en la pobre mujer que soporta con abnegación al marido borracho y violento —pero eso no es amor sino un comportamiento patológico. Cuando el otro no nos trata en pie de igualdad rompe el contrato tácito en el que se basa nuestra relación.
A nuestro amor no le correspondería el nombre de tal si no estuviéramos dispuestos a aparcar nuestro bienestar por el bien de la otra persona. A un maltratador no hay que aguantarlo…
¿Se deduce de ahí que el sufrimiento y el amor son, por naturaleza, incompatibles? Vayamos despacio. Hay gente, lo vemos todos los días, que no se merece nuestro sacrificio. Pero otra sí. A nuestro amor no le correspondería el nombre de tal si no estuviéramos dispuestos a aparcar nuestro bienestar por el bien de la otra persona. A un maltratador no hay que aguantarlo, pero pueden darse muchas otras circunstancias en las que debamos aceptar una situación en la que todo no es de color de rosa. Piensen, por ejemplo, en la película El hijo de la novia. Héctor Alterio, un hombre mayor, cuida devotamente a Norma Aleandro, su pareja. ¿Qué razón puede tener para actuar así? En un mundo como el nuestro, en el que todo se mide por la comodidad, su comportamiento resulta poco menos que incomprensible.
Tendemos a pensar que el amor romántico es una especie de locura. Cuando nos ata, estamos perdidos. No hay nada qué hacer. Ni resistencia posible. Pero sucede que, las más de las veces, eso no es verdadero amor sino un vulgar apetito. Un caso arquetípico sería el del novio de Meg Ryan en French Kiss: la deja porque ha encontrado a otra mucho más escultural, aunque no tan simpática y, desde luego, menos inteligente. Si aceptamos que amar es un impulso irrefrenable, el chico tiene razón y su infidelidad está justificada. Su autorrealización le exige dejar el apego a las cosas viejas, propio de los arqueólogos, por lo nuevo y excitante.
El verdadero romanticismo es otra cosa. Consiste, para empezar, en la lealtad a la palabra dada. Si podemos romper el compromiso por cualquier capricho, ese vínculo carece de valor. Una relación, además, se fundamenta en una memoria compartida, es decir, en todo lo que dos personas han vivido juntas. No me parece que sea sensato mutilar esa parte de nosotros mismos a las bravas, solamente por la atracción pasajera que sintamos en cualquier instante. La gente no se para a distinguir entre la emoción, esos fuegos artificiales que desaparecen tras un momento fugaz, del sentimiento, algo quizá menos estridente, pero de largo recorrido.
Amar de forma romántica implica un esfuerzo, un combate, una rebeldía para salir de la adversidad en equipo. Se opone, por tanto, a ese individualismo a ultranza en el que se basa el capitalismo del siglo XXI. Quieren que seamos islas, que nuestras relaciones sean simples productos de consumo destinados a una orgía de perpetuo entretenimiento. Por suerte, el sistema empieza a agrietarse cada vez que encontramos a alguien por quien merece la pena vivir. Ahora se dice, por el contrario, que no necesitamos a nadie para estar completos. Esta forma contemporánea de narcisismo puede parecer atractiva al principio, aunque, a la larga, sólo puede conducirnos a la soledad. Precisamente porque no somos perfectos, la fuente de la felicidad no se encuentra en nuestro yo. Necesitamos a alguien que nos frene cuando somos demasiado impulsivos o que nos empuje si somos cobardes. Pero ése no es el punto decisivo: para sentirnos bien con nosotros mismos debemos hacer que otros se sientan bien.
Ahora se dice, por el contrario, que no necesitamos a nadie para estar completos. Esta forma contemporánea de narcisismo puede parecer atractiva al principio, aunque, a la larga, sólo puede conducirnos a la soledad.
Un amor que no sea romántico es como un mar que no tiene agua, pura contradicción de términos. Cualquiera puede juntarse para tener compañía, salir al cine o hacer excursionismo. Está bien. Es legítimo. Sólo que esos arreglos no son amor, algo que siempre será sinónimo de desprendimiento, entrega, grandeza. Pero el romanticismo no tiene que empezar y acabar en la pareja: es esa fuerza que nos impulsa a la acción más allá del estrecho cálculo del coste y beneficio. Nuestra sociedad, por el contrario, únicamente parece preocuparse de la satisfacción de los impulsos más primarios. Es por eso que nos invaden los bárbaros en forma de partidos de ultraderecha, todos empeñados en abolir los ideales nobles. ¿Queremos, de verdad, detener a Donald Trump y a otros impresentables? Pues dejemos de entender el amor como una opción más en el supermercado de los afectos. Porque eso quiere decir que somos prescindibles. Exactamente igual que los proletarios al servicio de cualquier magnate. El presidente estadounidense, con su ostensible desprecio por las mujeres, no es un “monstruo”, en el sentido de constituir una desviación de la norma, sino un ejemplo paradigmático de la sexualidad autorreferencial de nuestra distopía consumista.
No digo que nada de esto sea fácil, pero en la vida también necesitamos retos que nos pongan a prueba y nos permitan dar lo mejor de nosotros mismos. Como diría David Bowie, se trata, en definitiva, de ser héroes “for ever and ever”. ®