Como un collage hecho con recortes de periódicos, Únicamente la verdad, la auténtica historia de Camelia «La Tejana», de Rubén Ortiz Torres, resultó ser un triste simulacro de la tan esperada ópera sobre el narco.
Les puedo decir de memoria que salieron de San Isidro, provenientes de Tijuana, y que traían las llantas del coche repletas de yerba mala. Es muy probable que ustedes puedan contarme esa parte de la historia también (y que hayan leído lo anterior con sonsonete), pero a pesar de un comienzo tan prometedor, mi recuerdo de “Contrabando y traición”, referente setentero que inauguró el género del narcocorrido, llega hasta ahí. Debí tomar en cuenta eso antes de ver Únicamente la verdad…, la ópera de Rubén Ortiz Torres y Gabriela Ortiz Torres, estrenada originalmente en 2008 para cerrar el Summer Music Festival de la Universidad de Indiana y reestrenada en el Teatro Julio Castillo para inaugurar el Festival de México el pasado 11 de marzo.
Únicamente la verdad, la auténtica historia de Camelia «La Tejana» cuenta, en tácita teoría, la construcción en curso del mito de Camelia, la protagonista del narcocorrido escrito por Ángel González que, a la manera de La Llorona, ha sido adoptada por una cultura popular cada vez más sumergida en la cotidianeidad del narco y cuya identidad se ha adjudicado a diferentes mujeres a partir de su invención hace tres décadas.
“¡El tren le arrancó la cabeza!”, decía el título de una nota publicada por el semanario Alarma! de 1986 que dio cuenta del horripilante espectáculo que numerosas personas tuvieron que soportar al ver la cabeza cercenada de Eleazar Pacheco, quien en un arranque de locura se lanzó a las ruedas del ferrocarril que habría de proyectar su cabeza a varios metros de distancia, donde su amante, de 35 años de edad…, conocida en los barrios bajos de la ciudad como “La Camelia”, lo lloraría desconsolada, para beneplácito del fotógrafo.
Cuenta Rubén Ortiz, artista de sobresaliente trayectoria, que fue esta nota en el tabloide amarillista la primera encarnación registrada de “La Camelia” y la que lo inspiró a realizar lo que sería su más incomprendida obra de arte y la ópera más confusa en la historia reciente. Declaró el autor del libretto a Los Angeles Times que “más que una ópera (Únicamente la verdad…) es una pieza de arte contemporáneo”. Pero se le olvidó prevenir a los espectadores. Y se le olvidó que presentó su obra de arte contemporáneo en un teatro. Y que la llamó ópera. Y que su libretto no tiene pies ni cabeza y no es, ni cercanamente, aunque se lea el Alarma! en voz de soprano, una ópera.
Pasa con el arte contemporáneo que a veces nos falta contexto para comprenderlo y que artistas y curadores por igual, en un gesto cotidiano de snobismo, se niegan a darnos la información que necesitamos de forma clara y precisa para ayudarnos a entender lo que pretenden comunicarnos. En el caso de esta supuesta ópera nos faltó toda esa información para comprender por qué hay cuatro Camelias (las cuales, desde mi asiento, leeejos del escenario, se veían iguales); por qué a una la entrevistan después de años de encierro en la cárcel; por qué a la otra la entrevistan en el asiento trasero de un coche en movimiento (respuestas de las que apenas nos enteramos gracias a la pésima colocación de las pantallas de subtítulos y lo incomprensible de algunas arias); por qué la tercera llora ante la cabeza de su amante suicida y por qué, finalmente, una cuarta interpreta lo único disfrutable de la “ópera”, una versión de “Contrabando y traición” en la voz de la soprano Nieves Navarro.
Como un collage hecho con recortes de periódicos, Únicamente la verdad, la auténtica historia de Camelia ‘La Tejana’ resultó ser un triste simulacro de la tan esperada ópera sobre el narco, de una muy publicitada expresión de la actualidad que se estrenó a pesar de considerarse una apología del narcotráfico, como cualquier otro narcocorrido.
La polémica se apagó el día del estreno (en realidad un día antes, en el ensayo general) y dio paso a la confusión total de quienes salimos compartiendo miradas desconcertadas, risas y finalmente carcajadas ante la incredulidad de haber presenciado una hora y media de cantos de tenores, sopranos y barítonos que nos dejaron preguntándonos “¿¡Qué pasó!?”
(Las fotos de la ópera pertenecen a Benedicte Desrus.)
Todos contra el pasado
Frente al Palacio de Minería, a unos metros del Palacio de Correos y a dos cuadras del Palacio de Bellas Artes se encuentra el Museo Nacional de Arte (Munal), una de las joyas arquitectónicas que nos legó el periodo de cambios, implementación de tecnologías e intensa construcción de ideologías al que llamamos Porfiriato.
Porfirio Díaz, durante sus treinta años al poder, supo entender que la imagen lo era todo y creyó entender también que con pan y circo se obnubilan los ánimos de cualquier pueblo. Evidentemente, la falta de pan y abundancia de circo le estalló en la cara en forma de revolución en el mismo año que se disponía a celebrar con bombo y platillo el centenario de la Independencia, culminación de tres décadas de arduo trabajo mediático nacional, relaciones públicas y diplomacia internacional.
Mientras se gestaba la revolución una reducida burguesía se evadía de toda tribulación a través del arte pictórico, las tertulias poéticas y la exótica dramaturgia que abundó en los años previos a 1910. No hay mejor lugar en México para ver este nacionalismo cultural de emergencia, autorreferencial y a veces hasta risible que dentro de su contexto más o menos original: las salas del Munal.
Podría ser leído como un heroico gesto revolucionario que el Munal no haya movido un dedo por reinterpretar de alguna forma su colección en el marco del bicentenario que, más por imposición que por convicción, celebramos este año. Un desliz de ese tamaño responde a una deliberada ignorancia —así lo asumo— de aquello que una cita de Paz nos recuerda al entrar a la sala Construcción de una nación: “La obra de arte nos deja entrever, por un instante, el allá en el aquí, el siempre en el ahora”. No obstante la penosa omisión, “ese allá en el aquí, ese siempre en el ahora” se encuentra en el Munal y vale la pena ir a vivirlo en toda su embarazosa magnitud.
En 1903 Alberto Fuster pintó la obra Apoteosis de la paz. En ella una morena y entrenzada Patria se asoma temerosa y encorvada hacia un Partenón donde, seguida por la agricultura, la industria, el comercio, las ciencias y las artes, habrá de reunirse con una nívea y pelirroja Paz.
Sabemos que hace cien años habría sido impensable que Porfirio Díaz articulara una reflexión crítica acerca de la Independencia. Pero hoy, doscientos años después de la Independencia, cien años después de Díaz, a uno se le podría ocurrir ingenuamente que la imagen no lo es todo, que la crítica y la reflexión es importante en la celebración. Pero en las artes, como en la política, pan y circo nos sostienen. ®