Es mejor tenerlo que no tenerlo: dinero. A partir de esta última situación —no tenerlo, o no tenerlo en cantidades suficientes— la autora reflexiona sobre la angustia y otras cuestiones cotidianas, hasta olvidarse completamente del dinero.
I
Es de mal gusto, de terrible gusto hablar de dinero. Curiosamente, entre las personas que lo tienen. Entre los pudientes es un tema sucio, inabordable. Se permite hablar de propiedades y del manejo del dinero, de cuentas de inversión, de rendimientos, de propiedades; pero del dinero en sí, del dinero físico, de la moneda que se busca y se regatea, del dinero que se gana, de ése no se puede decir nada, reflejaría nuestra casta menor. Hablaría de nuestra mancha.
Entre algunos clasemedieros (entiéndase aquí aquellos que viven de un salario por prestación de servicios profesionales que apenas aterrizan al patio de la vida digna), muchos de ellos universitarios, humanistas, el dinero es un tema prohibido. Se tiene la noción de que es necesario como varios males son necesarios (equilibrio del bien y el mal: capitalistas contra todo lo demás), pero tampoco saben hablar de él y negociarlo. Sus universidades públicas no les enseñaron a ponerle un precio a su trabajo y salen de ahí bohemios pasados de moda sin tener la menor idea de cómo cobrar lo que saben hacer. El medio laboral se los traga enteros, tan inocentes burgueses constituidos en su posromanticismo, y hacen de ellos lo que quieren.
Veamos: son hábiles en pensar cómo funciona el mundo, cómo se viene constituyendo el mundo; saben hablar, saben organizar discursos, tienen el pensamiento organizado, son claros y visionarios; son lectores críticos, son avezados; escriben de manera coherente y propositiva cómo debe —ya que no es— ser el mundo de ahora en adelante. Eso saben hacer. Eso e hilar las relaciones simbólicas y políticas de las notas de los periódicos. Saben dónde creer y dónde no. Pero son incapaces, absolutamente inútiles, de poner precio a su trabajo.
Son contratados para formar gente, para ayudar a escribir y a pensar, son integrales en su formación, son hombres de un renacimiento lejano, periférico, dispuestos a caminar en círculos en las librerías pero, cada vez más, con el prurito moral que les impide llevarse libros a casa sin haberlos pagado. Pobres pobres, sin saber mentir necesariamente para poder seguir encabezando revoluciones pequeñitas, tienen el buen gusto —a diferencia de los pudientes— de no revisar las cuentas antes de pagarlas. Sueñan con viajes de conocimientos eternos, sueñan con museos y la alta cultura vista en clase, sueñan con pagar la renta y no enfermarse nunca porque no pueden pagarse una hospitalización. Sueñan con todo pero viviendo como viven, en su modesto departamento, entre sus modestos libros; esperando el puesto de tiempo completo que los salve de una vejez precaria. Ven a sus maestros ancianos caminar en los pasillos de la facultad (el prestigio, los años de servicio y las tantas distinciones les permiten elegir salones del primer piso para no subir escaleras) y saben, de amargas maneras, lo que les espera.
II
Me gustaría hacerme unas tarjetas de presentación pero no sé qué poner en ocupación. Busco algo que no existe. Busco algo. Buceo en la verdad penosa de saberme lejos de mí y de todo lo comprensible. No sé armarme de nuevo.
El dinero me provoca angustia. Ataques de ansiedad. No tenerlo, claro. Me pregunto a veces qué estaremos haciendo el día de nuestra muerte. Pienso en el mal. ¿Existe en sí o aprende a desarrollarse? Pienso en los aviones que pasan diario cerca de casa sin mí adentro. Pienso en irme de viaje, por supuesto. Pienso en mudarme de casa. Pienso en hablarte por teléfono. Pienso en caminar y ejercitarme pero termino quedándome en casa viendo tele. Pienso en leer muchos libros que los demás comentan. Pero luego no. Pienso en pintarme el pelo. Hoy no me siento vieja ni joven. Me siento sin edad. Imponderable. Una mujer Da Vinci. Mínima y seca. Hay una foto donde estoy en el río y mi madre usa una pañoleta en el pelo. No veo a mi padre pero sé que está ahí, cerca. Antes de que naciera mi hermano. Hablé hasta los doce años. Por pudor de palabras. Para no usarlas en vano. Sabes. Es que se agotan. Y pensar que ahora nos mandamos mensajitos por celular con palabras cortadas. A medio camino entre las señas y las demostraciones. Donde estaba mi habitación de niña hay una luz sola. La infancia es una casa que no se deja nunca. Una casa que persigue. A mitad de la vida qué nos sostiene. ¿Lo has pensado? Cuando no eres ni joven ni viejo ni eres nada ni eres de ti lo que pensabas ni tienes idea de lo que pensaban los demás que serías. Cuatro tipos de cereales, tres pastas de dientes distintas, cinco especies de frutas para el desayuno, ese es mi inventario más preciado. No me entrometo en mi vida. Me gustaría hacerme unas tarjetas de presentación pero no sé qué poner en ocupación. Busco algo que no existe. Busco algo. Buceo en la verdad penosa de saberme lejos de mí y de todo lo comprensible. No sé armarme de nuevo. Me destrozo pero no sé armarme de nuevo. Nunca he tenido el pelo largo. Me haría sentir mejor. Más libre. De alguna manera. Camino ocho kilómetros al día. No sé para qué. Es una cuestión de vida la de arrebujarse.
III
No olvidar pasar a la tintorería. Ir al banco. Tomar el dinero de una máquina que vomita billetes sucios. Teclear dígitos. Recordar claves en la máquina. Si las olvidas te quedas sin dinero. Me ha pasado más de una vez. ¿Por qué crees tú que los viajes entusiasmen a tanta gente? ¿Lo has pensado? Muchos creen que viajar transforma sensibilidades. ¿Y tú? He visto adolescentes que recorren el mundo con una superioridad exquisita, tienen cuadernos de viajes, guardan recortes y boletos de los subways de las distintas entrañas del mundo; predican conciertos de palabras aprendidas en circunstancias extenuantes. ¿Te digo qué pienso? Que todo eso es mentira. Muchos que viajan la pasan mal pero no les gusta reconocerlo. Primacía de la clase media, supongo: vale más sufrir afuera, lejos, que pasarla másomenos donde siempre se la han pasado másomenos. ¿Entiendes? La libertad es difícil. No te dije que no hablo ningún idioma, tampoco el mío. Sospecho lo que dicen los demás. Pero no lo sé de cierto. No sé qué están diciendo detrás-dentro- de esas palabras familiares. Un aire de familia entre lo que dicen y lo que digo, comprobar las raíces de palabras que pueden ser lo que creo que son pero luego no, luego resulta incomprensión.
No te dije que detesto las solapas de cualquier niñato menor de veinte que comparan con Mozart, de pronto nos rodeamos de mozartitos o rimbaudcitos que hacen poesía en su bachillerato oscuro. Resulta que todos viven una temporadita de vacaciones en el infierno. Y publican. Y venden libros desde sus pechos de paloma, inocentones de todo. No te dije que no comprendo el arte contemporáneo. No voy a leer todos los libros que poseo. Eso me entristece. Me entristece también saber que no alcanzaré a vivir toda la vida que poseo. ¿Sabes lo que es tener ideas? Ideas que no compartes con nadie y que guardas y guardas y luego ya nada, se te olvidaron o no importan. Lo más emocionante que me sucede son las mudanzas. En este país lo único eficiente es el servicio de mudanzas. Se llevan tus pedazos de historia ficticia de un lugar a otro, te recrean y te acomodan. Los cargadores te acuestan y te cubren hasta las orejas. Te cantan una canción para que estés tranquilo. Y luego cierran por fuera para que nada te pase. Reproducen tu última casa en la nueva. Saben dónde va todo. Cuando olvidas dónde dejaste tal cosa, a ver, por ejemplo el suéter color arena, les llamas y te dicen en qué cajón está… te acomodan la despensa. Son gente muy capaz y seria. Si yo tuviera una hija quisiera que se casara con un cargador de mudanzas. Sería feliz y completa. Toda una mujer. No te dije que me gusta hablar de intimidades. No quiero ser tu real maravilloso (eso se lo escuché decir a alguien por increíble que parezca y yo pensé en Remedios la bella, quien quiere volar desnuda en un baño donde hay alacranes y un poeta le llama a eso ser suramericana), quiero ser especialmente tu realismo sucio. Tu personaje de Pedro Juan Gutiérrez. Quiero ser tu loca a lo Bernhardt, creo que ya lo soy, sólo me falta la parte del posesivo.
Quiero una cama de latón y una bañera antigua para convertirla en maceta. Quiero una colección de muñecas que sean de la infancia de otra. No te dije que sueño despierta que sueño. ®