A pocos días del caso Johnny Depp–Amber Heard la autora trae a colación, en esta deliciosa y reflexiva crónica, algunos recuerdos de acoso, malentendidos y franca difamación.
A los veintitantos, un colega a quien acababa de conocer en mi primer trabajo profesional —clases de gramática en una pequeña secundaria— me jaló de improviso a la deshabitada covacha de materiales, cerró la puerta en el recodo de las viejas escaleras y, entre cartulinas, crepés, gises y borradores, me quiso robar un beso. Estaba exultante por la travesura, confiado. Pero se había confundido esa mañana. Creyó que si le había sonreído, acaso en el patio o en la sala de maestros, era por él y no por mi naturaleza. Y no, bien pude haberle dicho la clásica de “No eres tú, soy yo”, y ahí nos vemos, sin que por casualidad se me ocurriera verlo con otros ojos (lo que no llegó a pasar después, por cierto).
Aquello sucedió muchos años antes del #MeToo, y para nada lo percibí como algo equivalente, más bien tuve la tranquila certeza de que #IDoNotEven, pues no sólo no participé de aquella conexión, sino que ni siquiera la había habido, fue sólo un carburar de los vapores en su cabeza. Siguió cayéndome bien ese colega, incluso nos hicimos buenos amigos, hasta la fecha. No recuerdo qué le dije esa vez, pero sí que me expliqué, como si hubiera que dar explicaciones por estar de buenas.
Creyó que si le había sonreído, acaso en el patio o en la sala de maestros, era por él y no por mi naturaleza. Y no, bien pude haberle dicho la clásica de “No eres tú, soy yo”, y ahí nos vemos, sin que por casualidad se me ocurriera verlo con otros ojos.
Desde que me funciona la memoria me la he vivido sonriendo al aire. Ni los postes de luz se salvaban de mis saludos cuando era niña: pasaban una tras otra las luminarias, montando guardia a lo largo de una gran avenida sin altos, mientras nuestro volcho corría por el asfalto y yo mantenía fija la expresión, sin voltear a ningún lado, aunque me hablaran. Me preocupaba que, de tan rápido que iba el coche, se me pasara algún poste y se fuera a sentir por una omisión de mi sonrisa. Quizá empezaba a manifestarse la obsesiva meticulosidad que hoy me acompaña, como rémora.
Ya sola y a mis anchas por las banquetas de la ciudad, me cruzaba con transeúntes en sentido contrario y me sorprendía ver que algún desconocido me saludara sin motivo, mujeres y hombres. En un primer momento me sentía complacida de recibir un gesto, un asentimiento de la barbilla que, desde mi punto de vista, era espontáneo. Pero al segundo siguiente me percataba de que la actitud era de reciprocidad, no de iniciativa: me estaban contestando, al parecer. Entonces caí en la cuenta de que yo solita iba sonriendo, para mis adentros y afueras, pensando en vaya usted a saber qué cosa, de seguro simpática, y la gente creía que le sonreía adrede, pero no.
Esa escena se repitió muchas veces, por mi tendencia a estar en la Luna, con una sonrisa que me salía sin querer y que me regalaba otras de vuelta, así que me puse a explorar la interacción por voluntad, sólo con las mujeres, para estar en confianza y no caer en el error. Me aficioné a relacionarme a propósito y en corto con mis compañeras de banqueta, vagón, elevador: les chuleaba los atuendos que me gustaran, el cabello, sus composiciones cotidianas; cualquier detalle servía para sacarles una sonrisa a las desconocidas. Los piropos entre mujeres siempre sientan bien, son la complicidad más sencilla, inesperada y fugaz, como las mejores cosas. (Supongo que no tengo pegue con las chicas que gustan de otras chicas, porque nunca hubo alguna reacción por el estilo, ni para bien ni para mal; o no me di cuenta, quién sabe, todavía no estaba tan abiertamente de moda, y tampoco era algo que importara.)
Pero, tratándose de hombres, me pasó al revés, claro: sin deberla ni temerla, sin actos premeditados, sin finalidad alguna y sin piropos, obvio, me hallaba a expensas de su libre interpretación sobre mi frecuente sonrisa.
Diversos hombres que se han cruzado conmigo me atribuyeron una intención, la misma siempre: el coqueteo en flagrancia, del que no me declaro ajena, por supuesto, sino que no es sempiterno, tampoco indiscriminado, desde luego, y del que me exime mi lunático afán de ser amable hasta con las macetas del corredor, porque así ha sido mi personalidad durante años. He sabido que la personalidad no está exenta de transmutarse en el tiempo, en su viaje, por sus saltos cuánticos y sus tropiezos; pero la sobreinterpretación de mis gestos —a pesar de su autonomía— ha permanecido igual (muy volada) para el avistamiento masculino en la calle y en otros ámbitos, como el trabajo.
Una vez me despidieron por si acaso, como a Johnny Depp lo abrieron los de Disney, con todo y su consagrado personaje, tras la detonación, la exmujer y el escándalo. Me identifico con el ruido, la aguerrida teatralidad, la imprudencia contestataria, no lo niego, eso tiende a ser una papa caliente; por el otro lado hubo dolo, difamación, interferencia, como pasa con las sintonías de radio en zona de guerra, o con los bullies del hogar, los hostigadores laborales y su mano negra, que devino en indolencia corporativa. Y cuando ya han desgastado el asunto es más fácil deshacerse del ruido blanco que del iceberg, sobre todo si alguien con escasos elementos de juicio, y buena carga de cliché y cursilería, acaba de asumir un puesto de alto rango y quiere anotarse puntitos enseguida, haciendo pasar por eficacia un recurso fácil.
¿Habrá tenido que ver que me pusiera un vestido ese día de la presentación de un libro a mi cargo o fue sólo mi cara de muchos amigos? Llegué a considerar seriamente depilarme las cejas a lo Marlene Dietrich, para dibujarme una dosis de altivez inalcanzable.
Sucedió que, habiendo pasado lustros desde aquel inocente encerrón en el armario de los materiales en la escuelita, mi sagrado recinto laboral se había mudado al mundillo de las ediciones, y después de años de trabajar normalmente, cierto día, de la nada sonriente, me propusieron socializar en trío con sexo, la esposa y el director editorial de una que se asume como la empresa cultural más grande del país —y del mundo, según—. ¿Habrá tenido que ver que me pusiera un vestido ese día de la presentación de un libro a mi cargo o fue sólo mi cara de muchos amigos? Llegué a considerar seriamente depilarme las cejas a lo Marlene Dietrich, para dibujarme una dosis de altivez inalcanzable, a ver si así lograba disuadir a uno que otro par.
Cuando yo ya ni me acordaba, el aludido deslizó pomposamente una advertencia de que podía correrme de la empresa por incompetencia, como si tal cosa, de puro miedo, por la cola que cualquiera podría pisarle, porque ya sonaba en los pasillos que había denuncias interpuestas en compliance, quejas internacionales, con nombres pesados de por medio: mujeres bravas. Pero ante lo burdo de la amenaza, mi sonrisa desprevenida no pudo responder sino con la congelación: se fijó unos instantes —aunque mis ojos sí pusieron cara de inquieta circunstancia— y luego, habiendo ya terminado de caer el veinte sobre la situación en que me encontraba, mis labios no lograron recomponerse del todo, se me quedaron medio torcidos, sobre todo de pena ajena, con mal sabor. Cómo me gustaría haber aprendido el estudiado disimulo de los personajes de Choderlos de Laclos, para salir incólume de ahí.
Recordé a una terapeuta que decía que yo mencionaba ratos incómodos o las cosas más dolorosas, inclusive, sin dejar de enseñar los dientes, con risa nerviosa, como si no quisiera reconocer el malestar. Le habrá parecido un poco desconcertante mi cruce de información verbal y corporal (como lo que acostumbra Johnny cuando le pone atavío rockero a su timidez <3). Pero existe el desasosiego en la sonrisa, la simple sonrisa o la quemante, la de compromiso, la burlona, la tonta, la cínica…, la mueca.
Más tarde se me prendió el foco y respondí por escrito (para dejar evidencia) diciéndole al director que, si quería ser artero, tendría que pensar en algo verosímil, porque todos allí conocían las cualidades de mi trabajo. Desde hacía mucho que mi compromiso de meticulosa atención para con los muebles de mi infancia había evolucionado a nivel obsesivo–compulsivo, workahólico, exigente.
¿Su reacción? Quiso manipular los ánimos haciéndose el conciliador, sólo que para entonces el contexto ya era del #MeToo, ahora sí, redes y medios se habían trepado en esa ola, y aquel señor en particular tenía más de un hashtag.
Al revés se dieron las cosas con Ms. Amber, pero tampoco le funcionó la jugada por mucho tiempo, porque a la postre, como dijera Ben Sweetheart Badass Chew, abogado de su exmarido famoso, no hubo nadie que la secundara. Cantó el grillo en medio de una especie de #NotMe generalizado, o como reclaman las mamás enojadas cuando nadie las pela: ¿Hablé yo o rechinó una carreta?
En el colmo, y en retrospectiva, puedo reírme de que también me hayan lanzado obscenidades a la cara, de plano, y en tono dulzón, como si me estuvieran recitando versos palaciegos, y a la vez el poeta se concibiera a sí mismo la encarnación de un arrojo irresistible, porque no medió ninguna clase de invitación, abierta o sesgada, de mi parte, ni sugerencia tácita, velada, implícita, elidida o invisible. Sólo porque sí, porque tal vez le pasó por la cabeza al director comercial de aquella empresa de libros —conocido y denunciado por sus intentos de conquista en la oficina, y todavía en funciones— que yo podría corresponderle, seducida por su fantochada de melómano, tan sofisticado, o alguna de esas poses de la alta cultura que se regodean en lo dizque perverso. Me dio la impresión de que él creyó que yo era muy cool o que me iba a perturbar, una de dos. Ni idea, pero quiero pensar que esa vez ya se me notó el desdén, en un mohín de música distorsionada.
Tuvo que pedirme disculpas, pero dejé de concentrarme por un buen rato, la ansiedad me cercó y la animosidad crecía mes a mes, con el bloqueo de proyectos, por ejemplo, al grado de que —ya no entendí nada— me aplicó la ley del hielo, como en la secu, durante medio año.
A todo esto, aun cabe decir que lo anterior fue sencillamente la saturación del plato, porque en realidad aquello era una ensalada mobbing desde mucho antes: cierta jefa solía estropear las gestiones y hasta los márgenes de ganancia, confundiendo la A, la Z y el %, reprobaba todos los cursos de capacitación, porque a diario surfeaba con desfachatez sobre la tabla de la impreparación, el timo y la ley del menor esfuerzo, pero iba por ahí dando charolazos, por qué no; nadie me preguntó, ya sé —como eslabón irrelevante que soy en la cadena alimenticia—. Tras notar que por ahí andaba la cosa en mis consideraciones sobre su trabajo —que medio mundo compartía—, me pidió la renuncia a los pocos días de la muerte de mi madre, alegando supuestos problemas con un área por aquí y otra por allá, yo, que era toda sonrisas, menos con ella.
La jefa no tenía la facultad de prescindir de sus subalternos por sí sola, así que pedí apoyo y se me concedió desde el escalón más alto. Tuvo que pedirme disculpas, pero dejé de concentrarme por un buen rato, la ansiedad me cercó y la animosidad crecía mes a mes, con el bloqueo de proyectos, por ejemplo, al grado de que —ya no entendí nada— me aplicó la ley del hielo, como en la secu, durante medio año, el aislamiento más hostil, y en algún punto pidió a Recursos Humanos de la editorial una orden de restricción en mi contra, de la que me contaron mucho después, casi por descuido, porque no la habían tomado en cuenta: también era inverosímil que aquella señora temiera por su integridad conmigo. Una cosa era que se me notara ya un soberbio descaro al trabajar con ella, por exasperación, orgullo y hartazgo —está bien, despídeme—, y otro asunto es que fuera a levantarle la mano, en qué cabeza cabe. Pero en este planeta hay quienes se permiten muchas mañas, igualito que Amber difamando.
Ya ha pasado toda una era después de esos episodios malhadados, es un tanto vergonzante traerlo a cuento, pero la incomunicación que viene con el paquete del destierro ha permanecido, acusada por el arrastre laboral de la pandemia, y aun así encuentra sus vínculos. Por eso estas apostillas a los andurriales del entretenimiento hollywoodense, que incluso la agencia Reuters atiende, y que aluden también a otros impedimentos comunicativos, a otros compartimentos del universo relacional —como la cápsula de Laika, solita en la planicie interestelar #GuauGuau, #TenemosUnProblemaHouston, #GroundControlToMajorTom, #IsThereAnybodyOutThere?—: porque no falta quien reconozca en la actriz los desquiciantes hábitos de mentir, triangular, bloquear, ignorar olímpicamente. La trampa de seducir y arremeter, seducir y otra vez arremeter, con ira, haciéndote dudar y haciéndose la interesante, temiendo que le dejes de poner atención, como niña chiquita que te saca la lengua, aferrada sin conciencia a su sistema de defensa —con el que tú ni siquiera te has metido—. Esas estratagemas de control han asolado mi casa, en la intimidad de mis conversaciones: hubo una vez tal química con un príncipe —él sí era irresistible, como una droga— que más tarde o más temprano derivó en la explosión de nuestro laboratorio doméstico. Creo que terminé caminando más encorvada de lo que hubiera querido; te pesa demasiado la capucha, Caperucita, ya quítatela. Pero ésa es otra historia… paralela. Cheers, Johnny!
La cosa es que hay demasiada coincidencia para tanta desconexión. Cuánta chispa puede haber en un momento dado, pero cuánto miedo, exigencia y confusión. Todo el mundo es susceptible de hallarse un día maltratando y descubriendo rasgos narcisistas propios que impiden ver y escuchar al otro, y eso que hasta los predadores tienen su corazoncito, se sienten solos, buscan establecer contacto, Mayday, mayday, mayday, pero al final nadie los oye más que sus abogados. #UnHeard, decían los fans en sus etiquetas.
¡Acábala, Camille, acábala!, ensalzaban a la implacable abogada de Mr. Depp, refiriéndose a Ms. Heard, entre cuyos detractores hubo quienes consideraron a su defensora tan expresiva y con tal soltura verbal —tenía prisa porque se le iba acabando el tiempo de su cierre argumentativo ante el jurado—, que ahora Elaine se ha posicionado como una mejor actriz que su representada.
Objection, your honor: Sí que hubo clic entre los seguidores del actor y otros curiosos, reunidos para indignarse o echar montón en los chats de la transmisión del juicio: ¡Acábala, Camille, acábala!, ensalzaban a la implacable abogada de Mr. Depp, refiriéndose a Ms. Heard, entre cuyos detractores hubo quienes consideraron a su defensora tan expresiva y con tal soltura verbal —tenía prisa porque se le iba acabando el tiempo de su cierre argumentativo ante el jurado—, que ahora Elaine se ha posicionado como una mejor actriz que su representada, y el público la propuso para un papel en Star Trek, pero de todas formas el juicio popular la mandó a callar. La opinión general afirmaba que la abogada intentaba confundir al jurado —más o menos como el gaslighting, para estar ad hoc con la violencia psicológica— y otros alegaban que con semejante perorata lo único que conseguía era perder su atención —active listening, lost—: irónico para doña Amber, cuya finalidad más imperativa en toda esta exposición histriónica es justo la contraria.
Por su parte, su otro abogado, Rottenborn, recibió emojis y emojis de jitomatazos, típica devaluación en el ciclo de abuso. Así que mientras esperan el veredicto, vapuleados, los coprotagonistas del pleito seguramente recurren a un mega–tarro de vino, unos buenos pericazos, mínimo unos toques, o se meten hongos y chochos de MDA para aguantar la presión. En cambio, la popular doctora Curry, que diagnosticó a la demandada con trastorno border de la personalidad, ya se enfunda su traje de heroína para la próxima entrega de Aquaman, porque ya le robó cámara a la güera principal, y todos la aclaman.
En los tejes y manejes del mundanal ruïdo los traspiés están a la orden del que finja más demencia, el que esté más alerta y sepa distinguir el momento oportuno de la rat race para mover las fichas, aunque no sean precisamente las suyas: en el espectáculo, en las empresas culturales y en todas partes. Y bueno, la reputación no se restaura del todo, necesariamente; la deshonra puede llevarse de corbata a los despistados que encuentre a su paso; el tren profesional a veces no logra evitar descarrilarse ni eludir el veto, o la mala pata, y además se deja de ganar millones o, en la mayoría de los casos, unos cuantos modestos miles. El ser encantador que te imaginabas de tu amada o tu trabajo habita nada más que en tu mente, resulta sólo un invento de tu percepción, tu ingenuidad y tu deseo, de las taras familiares. La expresión personal no está libre de transformarse: la sensación de viajar ligera por ahí, alegre, puede ver mermado su rasgo identitario con el paso del tiempo y los catorrazos, y las comisuras de tu boca acaban para abajo, por ejemplo. Por más que te diseñes fieros los ojos con delineador negro y te cuelgues cuentas pintorescas y anillos de bucanero, ¡aguas!, que se te nota lo vulnerable y, en un intento de conectar en el espejo, te andan pirateando los créditos y hasta el outfit de renegado.
Ahí viene el kraken, se come a Jack, que al ratito vuelve tambaleante pero contento, revive siempre, como Bugs Bunny. Es que así vamos creando nuestros personajes, para la supervivencia. ®