Periodista y escritor, Dagerman estableció para sí mismo un estricto código de ética. “El peor de los males”, decía, “es escribir por dinero”. Pensaba que su moral, su libertad y su dignidad valían mucho más que el éxito.
Para no correr el riesgo de ser presa de un enorme desánimo, que va íntimamente ligado al sentimiento de haber perdido una oportunidad, aunque fuera pequeña, pero cuyo desconocimiento de la importancia real provoca una enorme frustración, se esfuerza en intentar recuperarla. Es perfectamente consciente del hecho de que está obligado a hacerlo porque las dimensiones de este “algo” le asustan y la negligencia ante ella le originaría serios reproches o como mínimo un enorme dolor de cabeza.
—Stig Dagerman, El escritor y la conciencia.
El 4 de noviembre de 1954 Stig Dagerman se encerró en el garaje de su casa de Enebyberg, área suburbana de Estocolmo, puso en marcha el motor de su coche y se recostó a esperar la muerte. Tenía treinta y un años. El escritor sueco nació el 5 de octubre de 1923 en Älvkarleby, en Uppsala, Suecia. Para el anarquista sueco la vida se trataba de un “viaje imprevisible entre dos lugares inexistentes” y que el peor de los males era “tener miedo de los hombres y escribir por dinero”.
El periodista de Estocolmo consideraba que se había convertido en un autor de prestigio, cosa que no le agradaba mucho pues su moral, su libertad y su dignidad valían mucho más que el éxito y el reconocimiento superfluo —no del público per se—, sino de la elite de las letras —críticos culturales por autolegitimación y opinión pública por derechos dinásticos hegemónico–aristocráticos—.
Cierto es que a muy temprana edad se había convertido ya en “el niño prodigio de las letras escandinavas”. A los diecinueve años se convirtió en editor de Storm, el periódico de la juventud anarquista. Entre los 21 y 26 años escribió toda su obra: cuatro novelas, cuatro piezas de teatro, una colección de novelas cortas y un número importante de artículos, ensayos, cuentos y poemas. En 1943 contrajo matrimonio con Anne Marie Götzes, refugiada alemana, hija de voluntarios veteranos de la Guerra Civil española (1936–1939), anarcosindicalistas, que ante las dificultades que presentaba la vida bajo el nazismo se establecieron en Barcelona, hasta la victoria del general Franco, teniendo que huir a través de Francia y Noruega, hasta instalarse en la Suecia neutral junto a su hija y su yerno. Posteriormente recordaría Dagerman aquella casa de Estocolmo, por la que pasaron no pocos proscritos de muy diversas nacionalidades —muchos de ellos veteranos de la guerra civil española.
Su obra estuvo marcada por la influencia que en él tuvieron algunos novelistas estadounidenses de los años veinte, como William Faulkner, como en su novela La serpiente (Ormen) (1945), historia antimilitarista que alcanzó gran éxito y en la cual reflejaba la ansiedad y el temor resultantes de la guerra que culminó ese mismo año.
En 1946 escribió La isla de los condenados (De dömdas), suerte de alegoría en la que siete náufragos condenados a morir buscan la salvación, cada uno por sus propios medios; fábula opresiva y nihilista del fin de los tiempos —incluyendo al hombre—, a través de la cual asoman muchas de las ansiedades y de los miedos de una Europa que ha sufrido el horror de la Segunda Guerra Mundial, además del insoslayable desencanto que la modernidad y la tecnociencia han producido en la humanidad, atrayendo a la conciencia la visión de que se ha perdido la inocencia sin posibilidad alguna de volver a recuperarla. Sólo quedan la soledad y el más radical desamparo ante el vacío y el sinsentido de la existencia. Las imágenes oníricas de pesadilla que el escritor sueco ofrece en esta obra muestran la importante influencia que tuvieron en su vida Strindberg, en primer lugar, además de Camus y Kafka. Su obra completa llegó a ser catalogada junto a la de otros autores suecos en el llamado grupo “Los escritores de la década de los cuarenta del llamado” (Fyrtiotalisterna), los cuales a su manera construyeron una especie de novela existencialista basada en los sentimientos y las sensaciones del miedo, la alienación, el sinsentido y la angustia, entre otros derivados de la Segunda Guerra Mundial y la posguerra.
Como corresponsal del Expressen emprendió un viaje por la Alemania destruida, la nación en ruinas, que tendría como resultado su siguiente trabajo literario, Otoño alemán (Tysk höst) (1947), reportaje testimonial desprejuiciado y alejado de cualquier intento por ejercer un periodismo políticamente correcto, adentrándose en la vida cotidiana de los supervivientes alemanes, describiendo el sufrimiento, la humillación y la miseria que enfrentaban en medio de las ruinas.
Al tiempo que publicaba esta obra en 1946, como corresponsal del Expressen emprendió un viaje por la Alemania destruida, la nación en ruinas, que tendría como resultado su siguiente trabajo literario, Otoño alemán (Tysk höst) (1947), reportaje testimonial desprejuiciado y alejado de cualquier intento por ejercer un periodismo políticamente correcto, adentrándose en la vida cotidiana de los supervivientes alemanes, describiendo el sufrimiento, la humillación y la miseria que enfrentaban en medio de las ruinas, la culpa, el hambre y el desgastante, cínico y desvergonzado simulacro de desnazificación llevado a cabo por los aliados, en particular por los estadounidenses, y observado con una sonrisa metafísica por el bando británico, proceso que contribuyó más a la pervivencia del nazismo como necesidad histórico–cultural de unidad, cohesión social, identidad y pertenencia en medio de una ocupación sin sentido que se extendía espacio–temporalmente causando extrañeza y resentimiento entre la población alemana, que a su debilitamiento o destierro, sobre todo debido al abuso de las fuerzas militares apostadas en las urbes más importantes y afectadas por los bombardeos que llevaron a la rendición, como Berlín, Hamburgo, Frankfurt, Essen, Leipzig, Dresden, entre otras.. En palabras de Dagerman: un cementerio, o mejor aún para enfatizar la saña con la que Gran Bretaña bombardeó la ciudad masacrando —innecesariamente— a miles de civiles, “¡Cementerio bombardeado!”
El temor de los Estados Unidos y de la Gran Bretaña por la ola roja del Este era mayor por supuesto que su humanidad y filantropía; la nación en ruinas requeriría de muchos “albañiles” —sin olvidar a las que se vieron obligadas a tomar la iniciativa en los trabajos de reconstrucción: Die Trümmerfrauen (Las mujeres de las ruinas)1—, improvisados para poner en pie de nuevo a Alemania, y los obreros eran caldo de cultivo para los partidos y facciones prosoviéticos, socialistas y comunistas que veían en los harapientos y macilentos hombres, los pantaloncillos cortos y tirantes de los niños, y las Amiflittchen (“putitas de gringos”)2 o mujeres de cualquier edad que se prostituían para poder llevarse un pastelillo a la boca y a la de sus crías, oportunidad que no habrían de perder si las circunstancias se les acomodaban.
El Plan Marshall y el macartismo estaban en gestación. En la edición de Otoño alemán publicada en castellano por la editorial Octaedro se lee como subtítulo en el margen inferior izquierdo: Viaje al fondo del sufrimiento de los supervivientes en la Alemania en ruinas de 1946. En esta obra expresaría Dagerman:
Creo que el enemigo natural del hombre es la megaorganización, porque lo priva de la necesidad vital de sentirse responsable de su prójimo, restringiendo sus posibilidades de mostrar la solidaridad y el amor, y convirtiéndolo en su lugar en un agente del poder, el cual por el momento puede dirigirse en contra de otros, pero que en última instancia se dirige contra sí mismo.
Otoño alemán. Ruinas, verdad y anarquía (contra toda ideología)
Y hasta ahora el único intento de educación democrática por parte de los aliados, a saber, el esfuerzo de los norteamericanos por hacer de los jóvenes alemanes buenos jugadores de béisbol, en algunos lugares ha despertado, aquí y allá, un vivo interés en la juventud.
—Stig Dagerman, Otoño alemán
Dagerman, en términos políticos, fue una especie de anarquista humanista–antirromántico. Perspicaz, inteligente y paciente observador, humilde, nervioso, tímido y apasionado, supo evadir siempre la terrible tentación estético–política (propaganda e ideología) de las masas atraídas libidinosamente por las formas fascistas y totalitarias que provocaron la muerte de decenas de millones de personas durante el siglo XX; o dicho en sus propias palabras, atravesó “el bosque de convenciones que todo poeta debe atravesar”. En 1946, con los campos de Europa todavía humeantes, arremetió contra Adam Smith, contra Churchill y contra el papa, pero también contra Marx y Stalin. En Otoño alemán describió escenas verdaderamente conmovedoras sin perder la objetividad en tanto intención de mostrar y presentar, más que de representar o buscar víctimas (Opfer) o culpables (Täter), tal como lo hiciese también a su manera Roberto Rossellini en su famosa trilogía y, en particular, en Alemania año cero (Germania, Anno Zero) (1948), mostrando las extremas condiciones bajo las cuales los sobrevivientes de las grandes ciudades alemanas tenían que vérselas cotidianamente para satisfacer las necesidades más básicas, como comer, durante el segundo lustro de la década de los años cincuenta: prostitución, hurto, mercado negro, entre otros males. Escribió Dagerman:
…porque la expresión “ir a la escuela” es un eufemismo de ésos que la miseria impone masivamente a aquellos que deben hablar el lenguaje de la miseria. Salen a robar o a conseguir algo comestible empleando la técnica del robo, o alguna otra menos punible si es posible.
Resultan verdaderamente reiterativas las veces en que aparece el adjetivo indescriptible en esta novela. Las escenas que describe en esta obra el escritor sueco ocurren muchas de ellas en sótanos, espacio típico de supervivencia de la posguerra: “Por suerte los sótanos se han salvado. Las casas se derrumbaron pero los techos de los sótanos han aguantado, y eso significa un techo para cientos de familias sin casa”; ruinas, arquitectura por excelencia; barracas y bunkers habilitados, hogares de niños huérfanos y hombres jóvenes alemanes temerosos de ser descubiertos debido a la atmósfera creada por el proceso de desnazificación llevado a cabo por la farsa de los “Tribunales” organizados por los militares gringos [Spruchkammernseitzungen]:
Decepcionados porque la liberación no fue tan radical como esperaban, apátridas porque no quieren solidarizarse ni con el descontento alemán —en cuyos ingredientes creen ver demasiado nazismo encubierto— ni con la política aliada —cuya indulgencia con los antiguos nazis ven con consternación—, y finalmente derrotados porque, por un lado, se preguntan si ellos como alemanes pueden tener alguna participación en la victoria final de los aliados, y por otro lado, porque no están tan convencidos de que como antinazis no tengan una parte de responsabilidad en la derrota alemana;
la flora, hierbajos, arbustos, musgo alternándose entre el cascajo y las ruinas; los refugiados del Este que llegan hambrientos, desmoralizados y hambrientos son puestos en vagones para ser reenviados a cualquier otro lado, de Múnich, sobre todo, hacia el resto del territorio alemán; hobby, buscar carbón, y, por supuesto, el otoño, que anuncia lo peor: el gélido invierno que entra por el noreste del territorio anunciando la agudización de las carencias y los problemas en general. De algo está convencido Dagerman: “El nazismo sobrevive en Alemania”. ¿Y la pregunta morbosa? ¿Se vivía mejor en tiempos de Hitler?
El escritor sueco está convencido de que después de la derrota alemana las diferencias entre las clases sociales al interior del país no solamente se agudizaron, la burguesía misma se empeñó en asegurarse de que así fuese. Diferencias muy notorias entre los que se volvieron pobres y los que no tenían absolutamente nada. El proceso de desnazificación corrió a la par de la distribución de los costos de la posguerra, provocando mayores injusticias a través del rediseño del régimen de propiedad existente en el país antes de la guerra, confluyendo en el descontento de la clase media antinazi que apáticamente entre las banderas políticas socialistas, comunistas, católicas y cristianas, sospechosamente derechistas y declaradamente neonazis, con gran desinterés e indiferencia se decían a sí mismas socialdemócratas. A esto Dagerman se refería como gatopardismo. Y es que la desconfianza generalizada, la apatía, la desmoralización creciente, el enojo, el resentimiento, la incredulidad evidente por parte de los ciudadanos alemanes ante todo lo que tuviese tintes de discurso político resultaba claramente comprensible. Ambiente y humores muy similares se mostraban de manera generalizada también en lo que se refería a los trabajos de reconstrucción de la nación. El hambre complicaba la moral y el crimen ganaba fácilmente adeptos en el terreno de la necesidad en medio de una suerte de economía de la miseria. Dagerman dio cuenta de un vocablo que comenzó a hacerse común entre los habitantes de las grandes ciudades destruidas en Alemania: Zuzugsverbot, que se refería a la permisividad existente para que la gente pudiese pasear entre las ruinas, pero quedaba estrictamente prohibido habitar, comer, pernoctar, comerciar o comer allí.
El hambre complicaba la moral y el crimen ganaba fácilmente adeptos en el terreno de la necesidad en medio de una suerte de economía de la miseria. Dagerman dio cuenta de un vocablo que comenzó a hacerse común entre los habitantes de las grandes ciudades destruidas en Alemania: Zuzugsverbot, que se refería a la permisividad existente para que la gente pudiese pasear entre las ruinas.
Las ciudades eran ruinas de pie, ruinas por doquier, escombros, obras negras inhabitables. Si se permitía pasear por entre ellas era porque no había manera de salir a la calle sin toparse y verse entre ellas. Éstas eran la más viva rememoración a la mano para sus habitantes, tanto como los vagones eran la arquitectura más común de los hogares alemanes de la posguerra, como Dagerman pudo constatar. Esto no pudo traer otra cosa que líos, conflictos y dificultades entre alemanes, como ya Rossellini nos había dejado ver en Germania Anno Zero: abuso, tierra de nadie, mercado negro, malestar por la ocupación, hambre–violaciones–prostitución, reavivamiento de los odios, extrapolación de problemas añejos, surgimiento de algunos nuevos y algo que pudo constatar muy bien el periodista sueco: la agudización de los regionalismos. Baviera, y en particular Múnich, eran vistas con recelo. En esta ciudad se había dado el famoso Putsch (1933) que llevó a Hitler a prisión por aproximadamente un año, tiempo que aprovechó para escribir su panfleto Mein Kampf, para volver a las calles en 1925 y ganar las elecciones en 1933. Las viejas y nuevas rivalidades regionales, lingüísticas, culturales, entre otras, volvieron a aflorar recargadas, generando desprecio, conflictos y falta de solidaridad en el momento en que más lo necesitaba el país. La memoria y la historia sólo contribuían a osificar la culpa en el cuerpo de la nación inter y transgeneracionalmente. Afirmaba Dagerman:
La ausencia de la juventud en la vida política, sindical y cultural no se debe sólo a que no es fácil forzar a una juventud educada en la ideología nazi a empeñarse en las tareas democráticas. En el seno de los partidos y de los sindicatos, la juventud se bate contra los mayores en una vana lucha por un poder que la generación anterior no quiere depositar en las manos de esta juventud que, se dicen a sí mismos, ha crecido a la sombra de la cruz gamada, y que, por su lado, no quiere confiar en una generación mayor, a la que acusan de responsables de la derrota de la antigua democracia. La secuela de la derrota en la juventud es una fatal actitud de desconfianza y de oposición desilusionada a cualquier forma de vida asociativa democrática, que cada vez más se considera asunto de viejos.
“¿Cómo se le puede exigir a uno ser un condenado a muerte y luego un condenado a la vida?”, se preguntaba Dagerman en El condenado a muerte. Otoño alemán puede considerarse una especie de termómetro de la Alemania postnacionalsocialista; del estado de cosas cultural (político, moral e ideológico) de la sociedad en cuestión durante, al menos, el lustro inmediatamente posterior al término de la guerra. Dagerman constató en esta obra que “todos los alemanes opinan que sus siete millones de prisioneros de guerra tendrían que regresar a su país y que los que regresan tendrían que pesar más —en el sentido puramente físico de la expresión— que los alemanes que regresan de las fábricas rusas de armamento o de las minas francesas”. Y añadía que
todos los alemanes de la zona occidental opinan, a pesar de diferentes puntos de partida, que el considerable número de personas desplazadas de este al oeste constituye una forma sutil de presión ejercida por los rusos sobre los aliados: llenando las zonas del oeste con gente desprovista de todo, los rusos podrían conseguir una situación de Verlendigung [pauperización] rápida, que en un momento determinado de máxima miseria podría ocasionar una explosión devastadora para las potencias ocupantes occidentales.
Dagerman ofreció una serie de sentencias lapidarias en Otoño alemán para describir lo que veía y lo que los alemanes vivían en el otoño de 1946. Deseaba solicitar el respeto por las víctimas alemanas y no alemanas, sin por ello exculpar a quienes aceitaron la máquina del nazismo. “La objetividad […] se analiza; pero en realidad es un chantaje analizar la posición política del hambriento sin analizar al mismo tiempo su hambre”. Consideraba que la justicia legal aliada pasaba por el hambre y el frío. “El hambre tiene poco que ver con la moral”, para denostar lo que los gringos llamaban “la necesidad de la justicia”. Los juicios y procesos de desnazificación consistían para éste en enfatizar la división, el odio, la culpa, la humillación por la derrota, el hambre y la crítica social corrosiva de otras naciones europeas al pueblo alemán, pero también entre los alemanes mismos.
El escritor y su conciencia. Destino, vergüenza y pudor intelectual
Stig Dagerman intituló a una de sus obras El escritor y el hombre, también traducida como El escritor y la conciencia, publicada en 1945 en el número 6 de la revista 40–tal,3 en la que expuso sus convicciones acerca de lo que consideraba que debería ser su trabajo —y el de todo periodista, divulgador, intelectual y científico— en tanto oficio digno.
Moralmente se sentía atrapado entre ser un hombre que sabía que su trabajo influenciaba a otros para emprender acciones, actitudes, aterrizar ideas y proyectos que le llevaban a dudar sobre su propia obra y labor que desarrollaba como escritor e informante de las cosas del mundo. Deseaba vivir dignamente de sus propias obras sin volverse un ícono del éxito y forjador de caminos a seguir por mentes ya idealistas, ya materialistas, que habrían de ser invitadas, seguidas e imitadas cual dioses mortales, eruditos y fieles a las leyes de la oferta y la demanda, de las cuales siempre buscar obtener el mayor tajo. En ese texto se lee: “Lo que por el momento más falta le hace [a Dagerman] es esa actitud ante el trabajo que se presenta en todo aquél que reúne una visión claramente elaborada del sentido y el objetivo de este”. Siempre fue muy duro consigo mismo y con lo que consideraba era —o debía ser— su papel o misión en este mundo, tal vez como todo verdadero anarquista por naturaleza.
Un objetivo que se planteó desde el comienzo de su carrera literaria fue la de “describir al ser humano en su lucha por la libertad desde la necesidad, el miedo, la miseria, la fealdad, la torpeza y las convenciones que niegan la vida”.
Hijo de padres de clase obrera. El padre, empleado en una cantera; la madre, operadora telefónica. A los once años se trasladó a Estocolmo. Militó desde muy joven en los círculos anarcosindicalistas suecos y escribió para la prensa, integrándose a la sección juvenil de la Sveriges Arbetares Centralorganisation (SAC), organización obrero–anarcosindicalista, a la que pertenecía su padre desde 1920. Un objetivo que se planteó desde el comienzo de su carrera literaria fue la de “describir al ser humano en su lucha por la libertad desde la necesidad, el miedo, la miseria, la fealdad, la torpeza y las convenciones que niegan la vida”. Al final de El hombre y la conciencia, el cual constituye la fuente principal de la que se dispone para adentrarnos en la vida del autor, es factible discernir con facilidad la manera en la cual se percibía a sí mismo. El duro crítico de sí mismo le sugería, casi le exigía al escritor y literato Dagerman las medidas que debía tomar con la finalidad de reencontrarse con el sentido honesto, valioso, digno y profundo de su trabajo preponderantemente perfilado a través de la escritura:
Una forma de vida ordenada, un duro entrenamiento de la voluntad, un mínimo de trabajo diario rigurosamente observado, una eliminación sin miramientos de todo lo que distrae la atención y paraliza la voluntad, una inclinación creciente a correr riesgos, literarios y humanos…,
esto es, una ética del mismo disponerse a pensar, escribir y divulgar. Ser digno de sí mismo para, en todo caso, poder aspirar a serlo de y con los demás lectores que resulten receptores del trabajo escrito, publicado y divulgado. Escribir tiene consecuencias… alguien podría entretejerse en la escritura y el trabajo propio a través de su lectura. ¿El éxito?, nunca fue su objetivo, no había ismos ni ningún otro tipo de ideologías que atravesaran las temáticas, los discursos o los motivos elegidos y desarrollados para realizar su trabajo, sólo una voluntad inteligente, humilde y tenaz por buscar lo que consideraba verdadero. Se juzgó draconianamente, no era suficiente, nunca lo fue: se quitó la vida poco después de cumplir los 31 años.
De los relatos en los que el tema social era predominante y narrados en prosa entre testimonial y crónica, pasó a exponer sus siguientes trabajos con un marcado tono y acento existencialista–anarquista, en los que no es difícil advertir un flujo de conciencia torrencial, desencantado, tremendamente autocrítico y angustioso, además de un intempestivo contenido místico que al parecer debería haber inundado las hojas que —de haberlo permitido el tiempo, el suyo de vida— habrían tenido como resultado la novela Mil años con Dios.
Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. Breve testamento de un anarquista
El escritor debe partir siempre de la base de que su situación no es segura, de que la supervivencia de la literatura se halla amenazada. Es por esto que debe permanecer siempre en guardia sobre los flancos de sus defensas, perseguir sin pausa a los miembros de la quinta columna que se encuentran en su interior, aniquilarlos sin descanso, aunque crea que sería más fácil vivir sin ellos. Esta actitud exige valentía y como mínimo una absoluta falta de cobardía. Insatisfecho con todo lo anterior, el poeta debe esforzarse en que, aunque tenga aspecto de verdugo, es el único de los vivientes que puede tener escrúpulos.
—Stig Dagerman, El escritor y la conciencia
En las primeras páginas de su poema Nuestra necesidad de consuelo es insaciable (Vart behov av tröst är omättligt) encontramos un párrafo para la posteridad que dice:
No me ha sido dado en herencia ni un dios ni un punto firme en la tierra desde el cual poder llamar la atención de dios ni he heredado tampoco el furor disimulado del escéptico, ni la astucia del racionalista, ni el ardiente candor del ateo. Por eso no me atrevo a tirar la piedra a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si ésta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable.
¿Cómo purgar, reformar y educar a los nuevos alemanes, a los niños y jóvenes que sobrevivieron a la guerra y los que con ella han nacido, en medio de una atmósfera de pesimismo cultural como la que prevalecía en la Alemania derrotada, cuando son estos mismos quienes conformaban preponderantemente las “bandas de atracadores y los cárteles del mercado negro”, en palabras de Dagerman? Se preguntaba él mismo en ese momento: ¿qué es lo que puede ser desnazificado en medio del pesimismo cultural que reina en lo que muchos llaman —entre ellos él— “la generación perdida”?, ¿a qué se refería y qué desafíos éticos podía comportar como objetivos, si los mismos Juicios de Nuremberg aplicaban principios legales estadounidenses? La desnazificación sólo podía convertirse en un espectáculo, tanto así que se pagaba para poder acceder a ellos, tal como actualmente los juicios orales que la televisión de Miami —en horario rating y compitiendo con las telenovelas colombianas y mexicanas— o el sketch de Laura en América representan hoy. Espectáculos dispuestos y desarrollados para ser objeto de crítica —ramplona y estúpida— de la oficialidad crítico–cultural de la prensa más deplorable de una nación cualquiera en nuestros día. O como aquel literato alemán Hans Fallada solía llamarlas: “cámara de farsas” [Spruchkammer].
Nunca, jamás, como lo expresa Dagerman, por evidente que parezca y que tú, lector, puedas reconocer y dar por hecho y evidente, pasó por la mente de los que reconstruyeron Alemania, ni los estadounidenses ni los ingleses, ni los ricos alemanes, el sufrimiento y la necesidad de solidarizarse con el sufrimiento alemán.
La desnazificación de Alemania no fue otra cosa que un sabotaje más en contra de la nación alemana —y la Convención de La Haya (y todo lo concerniente a los derechos humanos)—, cuidando en todo momento, eso sí, cualquier posible contaminación stalinista en la vida política de la nación: Nazismus vs. Komunismus. Otra forma de agrupar la tensión anterior podría haber sido: ricos–conservadores–empresarios vs. Pobres–probables socialistas–obreros. Cinismo y egoísmo yanqui detrás de toda consideración, resolución, decisión y acción emprendida. Nunca, jamás, como lo expresa Dagerman, por evidente que parezca y que tú, lector, puedas reconocer y dar por hecho y evidente, pasó por la mente de los que reconstruyeron Alemania, ni los estadounidenses ni los ingleses, ni los ricos alemanes, el sufrimiento y la necesidad de solidarizarse con el sufrimiento alemán; por el contrario, era el momento idóneo, casi plenamente justificado moralmente para descargar todo el resentimiento histórico acumulado por la humanidad europea, en particular de la Gran Bretaña y Francia, través de su historia intelectual, cultural, política y económica, sobre un pueblo, uno solo: el de Alemania.
La historia que se escribiría desde estas ruinas, las alemanas, bien podría llevar como título “La crueldad de la posguerra” o, rememorando uno de los temas de nuestro contemporáneo escritor alemán fallecido en el año 2001, W. G. Sebald: Literatura y sufrimiento.
No pocos de sus textos escritos a partir de 1947 estarían ambientados en la granja en la que se crió con sus abuelos, narrados desde la perspectiva, el lenguaje y la visión de un niño, dándole preeminencia a la poesía satírica por el resto de su vida en lo que publicaría en Arbetaren y para el teatro. Los protagonistas de los relatos de esta época suelen ser gente humilde que intenta hacer su vida en entornos hostiles, y en los que la imaginación parece ser el recurso comúnmente empleado para no resquebrajarse frente a la dureza y la crueldad de la realidad. En 1948 el escritor sueco publicó el cuento “El niño abrasado” —también traducido como “Matar a un niño”—, que, como otros de sus relatos, nos trasladan a través de unos binoculares a la granja de la infancia en la cual el autor pasó la infancia en su Suecia rural, ya cerca de que éste decidiera ponerle fin a su vida. Sintiéndose atraído por la atmósfera liberal y opulenta del teatro, Dagerman se aproximó a este ambiente apenas habiendo iniciado su relación con la actriz también de origen sueco Anita Björk, con quien tuvo una hija en 1951 y se casó en 1953, para luego divorciarse, lo cual le trajo afectaciones emocionales severas, además de problemas económicos no menores, tanto así que el hambre llegó a tocar a su puerta, comprometiéndose a revertir la situación tan pronto obtuviera los beneficios que esperaba apenas se publicara su siguiente obra.
Pero no hubo más libros, hasta que apareció su último poema —satírico, por cierto— en Arbetaren, como solía suceder diariamente desde que inició sus colaboraciones con esta publicación, la mañana siguiente a su suicidio. En el cuento de 1948 se lee un párrafo que dice:
¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?
En 1952, dos años antes de suicidarse, escribió Nuestra necesidad de consuelo es insaciable,4 breve testamento. A partir de 1996, y en honor a su memoria, la Sociedad Stig Dagerman entrega anualmente el premio con su nombre al escritor en cuya obra reconoce la importancia de la libertad de la palabra mediante la promoción de la comprensión intercultural. Algunos de los autores premiados han sido John Hron, Yasar Kemal, Ahmad Shamlou, Elsie Johansson, Elfriede Jelinek, Göran Palm, Sigrid Kahle, Jean–Marie Gustave Le Clézio y Eduardo Galeano. En 2008, cuando Le Clézio recibió el premio Stig Dagerman, el premiado lo recordaba como alguien cuya única preocupación como escritor fue “escribir para aquellos que pasan hambre”, acabando por descubrir que “sólo quienes tienen suficiente para comer cuentan con el ocio como para preocuparse por su existencia”. ®
Bibliografía de Stig Dagerman
“El condenado a muerte”, en Teatro sueco, Aguilar, 1967.
La serpiente, Madrid, Alfaguara, 1990.
Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, Barcelona: Etcétera, 1998 (reeditado por Pepitas de Calabaza, Logroño, 2007).
Otoño alemán, Barcelona: Octaedro, 2001.
El hombre desconocido, Madrid: Nórdica, 2014.
La isla de los condenados, Madrid, Sexto Piso, 2016.
Notas
1 Véase Germania anno zero (1948), Roberto Rossellini, 78 min.
2 Véase Die Ehe der Maria Braun (1978), R. W. Fassbinder, 115 min.
3 Stig Dagerman, El escritor y la conciencia.
4 Stig Dagerman, Nuestra necesidad de consuelo es insaciable (23.46 min).