TEMO, EL PEPENADOR

Es por tu propio bien, m’ijo

Temo vive en el norte de la ciudad de Veracruz, un lugar sin la luz y la vida del puerto, allá al sur, donde hay bullicio y turistas. Acá sólo hay basura y abandono. Allí vive este hombre de dura infancia que lo marcó para siempre.

1

El norte de Veracruz huele a coque y polvillo de carbón, a gasolina quemada. Huele al humo de las locomotoras que se desplazan lentamente contra un paisaje de herrumbre y cemento. Aquí todas las bardas están cubiertas de graffiti o de arcos de orina, desde los galerones industriales en obra negra hasta los contenedores de desecho convertidos en hogares.

El norte de la ciudad se encuentra atrapado entre las vías del ferrocarril y un mar invisible, que sólo llega a las viviendas de los vecinos en forma de bocanadas de arena y salitre. No se parece en nada al otro Veracruz, a la ciudad-museo de malecones repletos de turistas y globeros, de plazas en donde se baila un danzón decentísimo, más técnico y rígido que el de La Habana. En el norte de la ciudad no hay monumentos ni cafés bulliciosos ni carnavales. Hay en cambio letreros que prometen la muerte al que se atreva a cavar en la tierra (por debajo pasan los ductos de Pemex), cantinas sin nombre y orgías de perros callejeros.

2

Temo vive en el norte desde que puede acordarse. La casa que habita fue levantada por sus padres, quienes nos observan con ojos severos desde la fotografía que cuelga en una de las paredes: el fondo celeste, la marialuisa dorada, las ropas sesenteras.

Temo habla de sus padres con gran respeto. Cada vez que los menciona hace un ademán hacia el cuadro. Los padres de Temo —él obrero portuario eventual, ella dedicada eternamente al hogar— nos devuelven miradas de desconfianza.

Temo lanza miradas nerviosas hacia la pareja del retrato cada vez que empina contra su boca el vaso de jugo y aguardiente de caña, como esperando un castigo. Temo tiene ojos tristes, de perro apaleado; cuando habla de ellos sus ojos negros y hundidos se humedecen como si aún fuera el chiquillo que vendía chicles en los cruceros y que soñaba, algún día, con ir al circo y no nada más ver pasar a los animales por la avenida.

3

La casa de Temo se encuentra muy cerca de las vías. Para ganarse algún dinero recorre el camino de fierro y pesca entre la maleza cualquier cosa que brille y que pueda vender en los deshuesaderos. Trozos de metal que caen de los vagones, refacciones usadas, latas de cerveza y refresco, botellas de plástico que Temo vacía sobre la arena, comprime con sus manos huesudas y luego guarda en una bolsa atada a su cinto. Todo sirve para este hombre moreno y enjuto; todo objeto, en sus manos, tiene una segunda oportunidad. A veces Temo no vende todo lo que recoge a las plantas de reciclaje; a veces se encariña con algún objeto y lo coloca en el traspatio de su casa, donde una montaña de juguetes, fierros roñosos y maderos ya rebasa la barda que separa su hogar del de la vecina.

—A esa señora —dice, señalando el rostro de su madre: una mujer gruesa, inexpresiva— le debo la vida. Y también muchas desgracias.

En sus andanzas por las vías Temo ha visto toda clase de muebles despanzurrados, incontables ruedas de bicicleta, cientos de pantaletas desgarradas, miles de mamíferos en diversos estados de putrefacción. Un día encontró un brazo humano, entero, cubierto de moscas. Lo rondó unos minutos para ver si no llevaba algún anillo (una marca pálida sobre uno de los dedos le hizo pensar que había llegado tarde) pero no se atrevió a dar parte a las autoridades por miedo a que lo acusaran de algún delito. Y es que a veces los policías de la zona lo secuestran por algunas horas y lo golpean, nada más para divertirse un rato. Cuando pasan frente a su casa a bordo de sus patrullas se llevan las manos a la gorra y le gritan: “Vaya, loquito”.

Temo trabaja casi doce horas al día en la pepena. Su única ilusión es juntar un dinerito que le permita asegurar su lugar en el panteón, junto a la tumba de sus padres.

4

Temo era un niño muy listo. Todos los días su madre le entregaba una caja de chicles y le ordenaba que fuera a venderlos en los cruceros del centro. Temo estaba obligado a regresar a casa antes de las diez de la noche para entregar todo el dinero, pero a menudo sucedía que sus compañeros de camellón lo invitaban a que fuera con ellos a emborracharse.

Temo llegaba entonces en la madrugada y dejaba el dinero sobre la mesa. Generalmente la cantidad era más alta que la que su madre le exigía, porque Temo compraba más cajas de chicle con sus ganancias y aprovechaba sus rondines nocturnos para venderlos en las cantinas o fuera de los antros de aquel sur tan lejano que le parecía siempre lleno de luz y de vida, y en cuyas calles despejadas a menudo se perdía en su camino de regreso a casa.

Después de dejar el dinero, Temo se acostaba junto a sus hermanos y, justo después de que lograba conciliar el sueño, era despertado por los latigazos que su madre le propinaba, con un alambre, en los tobillos. Al día siguiente, las pantorrillas y pies de Temo estaban morados, la carne rota y supurante, y eso hacía que, por unos días, a Temo se le quitaran las ganas de quedarse hasta tarde en la calle.

5

Temo mira el retrato.

—A esa señora —dice, señalando el rostro de su madre: una mujer gruesa, inexpresiva— le debo la vida. Y también muchas desgracias.

Y es que a veces los policías de la zona lo secuestran por algunas horas y lo golpean, nada más para divertirse un rato. Cuando pasan frente a su casa a bordo de sus patrullas se llevan las manos a la gorra y le gritan: “Vaya, loquito”.

Los cinco hermanos de Temo corrían con igual suerte: debían trabajar y llevar dinero a la casa. Por eso ninguno volvió después de haber huido o de haberse casado. Solo Temo se quedó en aquella casa para cuidar a los dos ancianos hasta su muerte. La vivienda ahora le pertenece, pero Temo no puede quitarse de encima la sensación de que sólo es un arrimado.

6

Temo cuenta que un día, mientras la familia comía en la mesa, una vecina se asomó por la ventana y dijo con malicia:

—Vecino, tenemos que comernos un “pollito”.

Los hermanos se miraron entre ellos. Después de aquella irrupción ninguno pudo tragar el alimento.

La conferencia se llevó a cabo en la entrada de la vivienda. Cuando la vecina se marchó, el jefe de la familia le pidió a Temo que saliera al patio. Le ordenó que se quitara la ropa y, una vez desnudo, lo amarró al árbol de chicozapote que crecía en una esquina de la propiedad. Con una rama verde de naranjo comenzó a azotarlo. El muchacho quedó tinto en sangre del cuello a los tobillos. Los hermanos de Temo observaban el suplicio desde la ventana; sabían que correrían la misma suerte si se atrevían a interrumpir la acción de la justicia paterna.

Mientras tanto, la madre había entrado a la cocina. En el molcajete machacó chile verde y piquín, muchas cabezas de ajo y lo puso todo a hervir; cuando los vapores de la salsa inundaron la vivienda la mujer salió al patio y untó con ella el cuerpo de Temo.

—Nunca antes en mi vida mi madre me había acariciado tanto —confiesa, y se hunde en un silencio espeso, roto solo por el silbato de las locomotoras avanzando cansinamente hacia la entrada del recinto portuario.

7

Temo podrá ser teporocho, mujeriego y drogadicto, pero jamás en su vida lo han vuelto a acusar de ladrón gracias a la disciplina de sus padres, presume.

Cuenta que cuando al fin vio curadas sus heridas su madre se acercó y examinó las marcas en la piel de Temo con manos callosas pero dóciles. Ninguna de las grietas rojizas que cubrían su pecho, espalda y muslos se hallaba infectada.

—Temo, es por tu bien, mijo —había dicho entonces su madre—. ¿No ves que sería bien feo que la gente dijera que uno de mis hijos le anda robando los refrescos a la vecina?

El pepenador enmudece de nuevo. Su mirada se pierde en remolino negro que se ha formado en el interior de su cabeza. ®

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Publicado en: Agosto 2010, Apuntes y crónicas

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  1. SOY DEL PUERTO YANDO MUCHO EN LA CIUDAD NO RECONOZCO LA ZONA ….LA ZONA NORTE DE VERACRUZ yo vivo en la poniente pero tambien es bastante feo ..cuando quiere saludos

  2. horriblemente triste, una de tantas historias de abandono e indiferencia de nuestra sociedad para con los niños despues estos niños crecen y entonces la indiferencia otra vez.. opino como Elizabeth muy bien narrada.

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