Un sponsor no sólo debe tener plata suficiente como para pagar las cuentas de ambos (él y su esposa), sino tener alma de mecenas, es decir que crea y se entusiasme por el trabajo que su pareja hace. Es la única manera en que puede funcionar; lo otro sería pedir caridad o, peor, publicidad.
Hay un momento en la vida —que puede tener, o no, que ver con la edad— en el que las mujeres ya no queremos tener un esposo, sino un sponsor. Si —como esta servidora— son del tipo enamoradizo, ya habrán compartido sus días con personajes que tuvieron los siguientes apelativos antecedidos por el pronombre posesivo “mi”: enamorado (de manito-sudada nada más), novio, amigovio, prometido, marido, fuck-buddy, otra vez novio, “compañero” (en la onda sociológica y políticamente correcta), otra vez fuck-buddy y así… Entonces, estamos en las mismas, y el único que nos falta es esa rara avis: mi sponsor.
No se equivoquen, esto no tiene que ver con una profunda vocación de gold-digger —como dicen los gringos– ni con que una tenga “corazón de garaje” ni para pasarse todo el día en el gimnasio, la masajista, la botoxóloga y la piscina o en reuniones/fiestas insulsas aburriéndose como ostra, sino para finalmente permitirse no tener que pensar en cómo pagar las cuentas y dedicarse a trabajar.
Si la prioridad inmediata no es la vida práctica (hipotecas a punto de vencerse, pensiones de escuela-colegio-universidad, tener comida en el refrigerador y plata para pagar el taxi o la gasolina), es más fácil dedicarse a trabajar, en el sentido de crear. Si no por qué creen que existían los mecenas, raza noble donde las haya. Y aquí está el meollo: un sponsor no sólo debe tener plata suficiente como para pagar las cuentas de ambos (él y su esposa), sino tener alma de mecenas, es decir que crea y se entusiasme por el trabajo que su pareja hace. Es la única manera en que puede funcionar; lo otro sería pedir caridad o, peor, publicidad (¿no han visto esas exposiciones auspiciadas con afiches, más grandes que la obra misma, de la fábrica de bloques o el criadero de pollos?).
Éste no es un sueño de perro mío, pasa en la vida real. Conozco artistas que tienen su sponsor. Una fotógrafa y una actriz. También conozco artistas que, penosamente, han salido de escena porque no hay quién las apoye (ni gobierno, ni empresa privada, ni familia, ni marido). Sé también de un escritor cuya generosa sponsor/esposa le ha permitido no hacer otra cosa que escribir, publicar y todavía tener tiempo para acosar a los periodistas para que publiquen cada cosa grande o pequeña que hace. Suertudo, ¿no? Hay que reconocer, eso sí, que el señor sabe escribir (es lo único que hace desde hace años).
Otra aclaración. No es cuestión de levantarse un día, verse al espejo, sacarse las lagañas y decir: este pechito se merece un sponsor. No, señoritas (y señoritos). Además de las ganas, hay que tener trabajo para mostrar y hacer crecer, horas de vuelo en alguna actividad (diez mil como mínimo, que según Malcolm Gladwell son las que se necesitan para dominar una materia).
En resumen, quien tiene oficio se merece un sponsor, porque ya es hora de dejar de hacer horas extras, malviviendo por un sueldo, y dedicarse a pintar, actuar, escribir, esculpir, cantar, fotografiar, tejer, diseñar, bailar, programar y una infinidad de etcéteras. También se puede hacer sin sponsor, obviamente, pero como soy devota de la iglesia Pare de Sufrir prefiero echarle fe al asunto del mecenas.
Y sobre todo esto reflexionaba yo en gratísima compañía a miles de kilómetros en una videollamada cuando mi interlocutor me echa el cable a tierra con este consejo: “Cómprate nomás un guachito, para ver si la Junta de Beneficencia nos esponsorea”. The End. ®