La apuesta y el lance hacia el futuro por parte de esta agrupación de legendarios cincuentones es y seguirá siendo heavy metal del más alto tonelaje.
En una de las paradas de la gira del The X Factor (“The X Factour”), en el verano de 1996 (invierno austral), Iron Maiden tuvo una experiencia muy desagradable durante el concierto en el Teatro Monumental de Santiago de Chile. Tres años antes, su segundo vocalista, y con mucho el más espectacular, carismático y vocalmente dotado de los tres que ha tenido la banda, había dejado al grupo para ahondar su carrera como solista. Bruce Dickinson dijo adiós tras sendos conciertos en Donington, Inglaterra, y la agrupación se tomó más de dos años para elegir un sustituto adecuado y realizar una grabación inédita.
Ese remplazo encarnó en la persona de Blaze Bayley, roquero de cepa que tenía ya diez años en la escena inglesa con bandas menores, siendo la más conocida de ellas Wolfsbane. Si bien su trayectoria había sido constante aunque discreta, las cualidades de Bayley eran correctas para lo que los creativos del grupo, encabezados por el bajista y fundador Steve Harris, tenían en mente. La voz, la persona y el desempeño en vivo de Blaze eran notablemente distintos a los de Bruce Dickinson, lo mismo que la propuesta sonora que habrían de materializar en octubre de 1995.
La voz, la persona y el desempeño en vivo de Blaze eran notablemente distintos a los de Bruce Dickinson, lo mismo que la propuesta sonora que habrían de materializar en octubre de 1995.
La expectación previa al concierto de Santiago estuvo plagada de un componente común a la fanaticada mundial del grupo en aquella época, aunque particularmente exacerbada en Latinoamérica: un repudio generalizado por la elección de Blaze Bayley para ocupar la voz principal de Iron Maiden, así como cierto desconcierto por la nueva oferta musical del álbum que la gira apoyaba. Asimismo, este sentimiento de rechazo se mezcló indefectiblemente con el apego medular por la banda, puesto que, después de todo, para los incondicionales Iron Maiden seguía existiendo como pilar del heavy metal, así fuera con la alineación tradicional modificada.
La agrupación, y particularmente Bayley, vivieron esta ambivalencia de los fans durante toda la gira. Para cuando llegaron a Chile era ya prácticamente insoportable. Eso se nota con claridad en la actitud del entonces nuevo frontman del grupo ante el público. En los pocos y desperdigados bootlegs que existen de aquella gira puede observarse cómo Blaze sale a escena hiper energetizado (quizá con algún estimulante legal o ilegal en la sangre) y dispuesto a dominar el stage, pero también se le nota molesto, hostil con la audiencia. Sus arengas parecen más francos reclamos que motivaciones para la ovación, el coreo o la gritería.
En el concierto de Santiago (disponible en un raro bootleg grabado de la transmisión televisiva de la emisora local Rock & Pop), desde el inicio Blaze confrontó al público, exigiendo que quien no estuviera a gusto se fuera. La actuación se realizó con la energía y la calidad patentada a través de los años por Iron Maiden, con pulcritud escénica e igual desempeño musical. Pero hacia el final de la tocada, tras el obligado encoré, mientras ejecutaban “The Trooper”, alguno de los asistentes de las primeras filas lanzó un abundante escupitajo al rostro del vocalista. La reacción no se hizo esperar y la confrontación de éste y Harris contra los avanzados de la audiencia, en busca del ofensor, fue ruda y contundente. Terminaron como era debido la rola e hicieron pública su molestia, interrumpiendo el concierto, retando a quien los había agredido a aparecerse en escena para enfrentarlo a golpes. Por supuesto, el tipo nunca apareció y, tras el anuncio de que una grosería más y se iban del escenario, la actuación terminó a los pocos minutos.
Este evento deleznable puso de manifiesto un distanciamiento con el público latinoamericano más profundo que el mero rechazo a la sustitución de Dickinson por Bayley. Éste fue un motivo de molestia importante que tenía que ver con esa extraña identificación que grupos como Iron Maiden generan entre sus fanáticos: un apego identitario casi religioso. No obstante el rechazo cierto al desempeño y a la persona de Blaze a nivel global (que hizo que, al cabo, lo tuviera que sustituir de emergencia Dickinson en la gira del Ed Hunter, en Milán, durante el verano del 99), la específica brecha que se abrió entre la banda y sus fans hispanoparlantes tuvo que ver con la evolución musical que representó The X Factor.
Hasta el día de hoy, en toda América Latina quienes han sabido entender y dar seguimiento al giro musical del grupo siguen padeciendo los saldos de esa incomprensión artística: sus presentaciones en el subcontinente latino están armadas con grandes éxitos (particularmente de los ochenta) y nunca con las novedades exquisitas que han presentado desde hace quince años. Ni qué decir de tocar entero algún disco nuevo en vivo. Eso sólo lo han reservado para sus visitas al primer mundo. Dos estupendos bootlegs en Chicago y en Amsterdam en 2007 dan testimonio vivo de ello: allá tocaron íntegro, ante una audiencia multitudinaria, el A Matter of Live and Death, en el verano de ese año; en tanto que en la estancia mexicana correspondiente, en febrero de 2008, exclusivamente tocaron sus éxitos de antaño (y tristemente se espera lo mismo para el inminente show de marzo de este año).
Esa es la razón por la cual numerosos escuchas del grupo se quejan por lo que han venido presentando desde entonces. Quizá con la excepción del Brave New World de 2000, disco que entra pleno en la nueva dirección musical post-The X Factor, pero que ha resultado popularmente anómalo, ya que significó el regreso formal de Dickinson a la banda, la mayoría de sus fanáticos tercermundistas no ha logrado asimilar la magnitud de su era de metal progresivo. Desde 1995 el grupo no ha hecho sino ensanchar el camino del prog metal con cada nueva grabación, y cada disco parece superar al anterior. Desde hace década y media, el sonido de la agrupación se ha expandido, se ha vuelto cargado y armonioso a la vez, ha tenido experimentaciones y retomas virtuosas, la lírica se ha hecho cada vez más literaria y la unidad de los álbumes forma verdaderas piezas conceptuales con historias que vale la pena contar y tocar.
En este sentido —y esto lo afirmo categórico—, quien o bien compara lo que hace el grupo con lo que hacía hace veinticinco años, poniéndolo en el mismo plano creativo, o bien quien afirma que su propuesta es la misma hoy que hace un cuarto de siglo, sencillamente no sabe un carajo de la música de Iron Maiden. Cosa que, claramente, ocurre con la gente que sólo de oídas conoce al grupo o que ha ido a cotorrear, embriagarse y ligar a sus últimos conciertos mexicanos, pero tristemente también ocurre de manera recalcitrante entre aquellos que han seguido con regularidad a la banda. Entenderla así es medir su arte con los parámetros de la música comercial más baladí: esperar siempre lo mismo de un ejecutante. Perpetuar la inmovilidad artística.
Desde hace década y media, el sonido de la agrupación se ha expandido, se ha vuelto cargado y armonioso a la vez, ha tenido experimentaciones y retomas virtuosas, la lírica se ha hecho cada vez más literaria y la unidad de los álbumes forma verdaderas piezas conceptuales con historias que vale la pena contar y tocar.
El embrión de lo que emergería plenamente a partir de 1995 se halla en el inmaculado Seventh Son of a Seventh Son de 1988. Construido por capas de música, marcadas por los contrapuntos tripartitas entre la pareja de guitarras y los teclados discretos, aunque atmosféricos, más el bajo en escalas ascendentes de Steve Harris, así como las puntuaciones con tarolas y tombs de McBrian, aunado a la voz alta, sugestiva y dramatúrgica de Dickinson, la placa es el primer pilar del metal progresivo que la banda explotará al máximo en el futuro que los catapultaría plenos al nuevo milenio, retomando el sentido del rock de estadio y de los megaespectáculos que, no por serlo, pierden calidad.
Pero antes de ello, a finales de la década de los ochenta, un maremoto con epicentro en las costas de Seattle sacudió al mundo del rock: el grunge, liderado por Nirvana. Muchos grupos clásicos se vieron sacudidos ante la acometida. Iron Maiden no fue la excepción. La respuesta fue un intento fallido de volver a las canciones sencillas de principios de su carrera. Lo primero que se nota en No Prayer for the Dying, lanzado en el otoño de 1990, es la corta longitud de las canciones: ninguna llega a los seis minutos. Lo segundo es una atmósfera de agotamiento de la genialidad; un disco cumplidor, pero sin creatividad; directo pero simple. La salida de Adrian Smith pesó en esa primera intentona de ponerse a punto con lo que acontecía en el mercado global del rock. Que se entienda: decir que un disco de Iron Maiden es “flojo” significa que en cualquiera otra banda promedio sería un disco maravilloso. El adjetivo es relativo al resto de su discografía. Para 1990 dejaron en suspenso la construcción (que parecía ya imparable) de un sofisticado y personalísimo prog metal para ponerse a rocanrolear, esperando que el mercado no los arrollara ante la embestida mundial del así llamado rock alternativo.
Para principios de los noventa el mundo del rock había sido sacudido por el grunge. En 1991 Metallica cimbró la escena con una mutación espectacular y polémica a rabiar: pasaron del thrash metal atmosférico al pop metalizado complejo. Ante este entorno, el productor Martin Birch y la banda deciden un giro que sigue sorprendiendo por su calidad dentro de lo improbable. Elaboraron un álbum enteramente comercial que, no obstante, mantuvo la estructura del heavy metal clásico de Iron Maiden, propio de sus discos de principios de los ochenta. Rápido, contundente y elemental, el disco de 1992, Fear of the Dark, ha sido el máximo logro de ventas de la banda, el que más sencillos radio-friendly ha tenido (incluyendo “Wasting Love”, la única power ballad de su discografía), y la culminación y el cierre de una época peculiar del grupo.
El surgimiento de Fear of the Dark, con su pléyade de sencillos orientados a la radio, habla no sólo de ciertas decisiones comerciales que Iron Maiden tomó, sino también de un estado del mundo perfectamente evidente a principios de los noventa: el imperio estadounidense vivía su cenit y con él todas sus estructuras sociales de penetración global. Si bien el mercado musical estadounidense ha marcado la pauta de lo que se vende en el mundo de la música pop desde hace sesenta años, nunca como en el vértice que va de mediados de los ochenta al inicio del milenio, quienes querían lograr ventas multimillonarias tenían que plegarse a sus mandatos. La hechura de los hits del álbum del 92 reflejó justamente eso: un acercamiento sin ambages a los dictados del mercado estadounidense.
Poco menos de dos años después de la salida al público de ese álbum, Bruce Dickinson había dejado al grupo. Los rumores sobre la desintegración crecieron. Pero en el otoño de 1995 Iron Maiden lanó su segunda joya (la primera había sido Seventh Son of a Seventh Son). Suprema obra de metal progresivo con el sello inconfundible de la banda. Oscuro, conceptual, literario una vez más. Con una pulcra y obsesiva producción a cargo de Steve Harris y Nigel Green, The X Factor, pese a lo que los recalcitrantes fanáticos de Dickinson han dicho en todos estos años, representó una verdadera evolución en el sonido de la banda.
Por supuesto, el sustituto Blaze Bayley no cantaba como Dickinson ni pretendió hacerlo. Su trabajo en esta pieza maestra, en cambio, encajó a la perfección con el horizonte creativo que el álbum inauguró a mediados de una década rica en propuestas musicales de altos vuelos dentro de la música popular del planeta. Igualmente, la inclusión de Janick Gers rindió los frutos que no había hecho en su primera grabación con la banda, tres años antes. Su estilo guitarrístico, sumamente influenciado por la guitarra española, dotó al grupo de una calidad armónica inédita hasta entonces. Los requintos de Gers poseen trade-mark y se destacan por la manera en que elevan por los intersticios de la base rítmica y el punteo con la guitarra de Dave Murray, el guitarrista de acompañamiento de toda la vida del grupo. Asimismo, su desempeño en el escenario es originalísimo por dancístico y espectacular, casi circense.
En suma, el resultado fue el mejor álbum de los noventa de Iron Maiden. Construido con numerosos destiempos, largos pasajes sonoros, la preeminencia del requinto de Gers y con una atmósfera sombría general, el disco representó el regreso a las estructuras complejas y a la intencionalidad de los temas. Sin los paisajes musicales y mentales que The X Factor abrió para el imparable quehacer roquero de Iron Maiden, no hubieran sido posibles sus destacadas producciones de la presente década. Los acabados del prog metal, la vuelta a la narratividad culta e inteligente; la pesadez característica de sus mejores piezas, la retoma de las canciones por encima de los seis minutos y su peculiar manera de hacer del rock serio un evento de masas (y, por lo tanto, comercial), regresaron a la banda con este álbum esencial. Así que a pesar de las críticas que ha sufrido (especialmente porque a mucha gente no le gustó la manera de cantar de Bayley), el disco del 95 se ha consolidado en la discografía de la banda como uno de los tres o cuatro mejores de toda su historia.
Entramado de espacios mentales, de paisajes polimorfos, de estilización sonora; la pesadez llevada al extremo de lo exquisito. Haciendo suya la utopía negativa de Huxley, con ese reiterado impulso por retomar temas clásicos de la literatura moderna, Iron Maiden elaboró una de sus más finas creaciones.
Para el año 2000, por primera vez en colaboración con Kevin Sherlley en la producción, aprovechando al máximo las cualidades del trío de guitarras, elaborando sobre el espacio del metal progresivo abierto por The X Factor un lustro atrás, con Bruce Dickinson muy motivado por haber regresado al útero del éxito y, en general, con las ventajas creativas y performativas de la madurez, Iron Maiden lanzó su tercera joya: Brave New World. Entramado de espacios mentales, de paisajes polimorfos, de estilización sonora; la pesadez llevada al extremo de lo exquisito. Haciendo suya la utopía negativa de Huxley, con ese reiterado impulso por retomar temas clásicos de la literatura moderna, Iron Maiden elaboró una de sus más finas creaciones. Con base en los switcheos armónicos de Gers hicieron una pieza emblemática, propositiva y monumental. Por medio de la fusión del ímpetu oscuro, acelerado y, dentro de su quehacer, experimental, heredado del The X Factor y parcialmente del predecesor Virtual XI, con una punzante y meditada sensibilidad melódica (sustento de una faceta que no por comercial es negativa) más un amplio dominio del rango vocal medio y alto de Bruce Dickinson, con innovadores solos de guitarra de Smith y Murray, así como efectistas cambios de ritmo de Harris y McBrain, Iron Maiden llegó a la síntesis estética que todo artista busca alguna vez en su carrera: la retoma de todo su pasado con la vigorosidad de la creación inédita.
Tres años después, tras una larga y exitosa gira mundial, con la que reafirmaron su vocación de rock masivo, Brave New Tour, lanzaron su décimo tercer álbum de estudio: Dance of Death. En éste generaron la tensión virtuosa de desbordar sus auto impuestos límites sonoros al tiempo que anduvieron sobre sus propias huellas musicales. Fue la mixtura de la innovación con la cita musical autorreferente. El concepto central de la producción ronda por sendas metafísicas en la lírica y por contrapuntos, cambios de tiempo, cadencia y agresividad sonoras. El disco subrayó la solidez alcanzada en la era post The X Factor, manteniendo la contundencia del heavy metal aunada a las virtudes expansivas del progresivo.
Después de A Matter of Life and Death, lanzado en el otoño del 2006 y entretejido con Dance of Death, aunque claramente más oscuro y pesado, queda claro que estamos ante un grupo distinto del que se conoció durante años. Hay un salto cualitativo de considerable magnitud que lo diferencia de todo lo anterior. El salto no quiere decir ruptura sino evolución. En esa medida hay elementos perennes de concepción y ejecución musical, muchos de ellos parte de la distintividad de Iron Maiden en el universo del rock mundial; entre éstos, la estructura rítmica con la preeminencia del bajo de Steve Harris que de manera reiterada pasa del ritmo a la escala ascendente e, incluso, al solo en diversos temas; la larga duración de las canciones, los espacios para los solos de guitarra alternados y la recurrencia histórica y literaria de sus letras.
Pero todos esos elementos, en la medida que conforman un armazón estable transversal, son atravesados por un universo sonoro en expansión que genera constelaciones musicales inéditas que se acrecientan conforme se alejan del armazón central. Hay entonces un núcleo multivalente en la ejecución de corte progresivo del último Iron Maiden. Un sustrato melódico trabajo a medio tempo tejido con preciosismos virtuosos de cada uno de los instrumentos que históricamente han compuesto a la banda. La ejecución de cada uno de ellos se ensancha en el tiempo y se entreteje de manera fina y contundente con todos los demás, haciendo emerger uno de los principios fundamentales del rock progresivo: la elevación de la instrumentalidad avara del rock a la filigrana de una sonoridad multimodal, remachada con las texturas oscuras, ásperas, pesadas que retoman la razón de ser del grupo en sus treinta años de existencia.
Todo lo anterior adquiere un grado más alto en The Final Frontier. La concepción sonora pone en primer plano a las tres guitarras de la agrupación, los destiempos, los saltos de velocidad, la cobertura de los intersticios de la base rítmica con base en evoluciones guitarrísticas saturadas con teclados desvanecidos. Una voluntad contundente para explorar y explotar las posibilidades de toda una vida al frente de los escenarios.
Así, el propio inicio con el preludio al primer sencillo “The Final Frontier”, llamado “Satellite 15” muestra una entrada espectacular, con el predominio de la batería y los distorsionadores de pedal más la incorporación encadenada de las guitarras sinterizadas. Rasposo y matizado, el desempeño de Dickinson en este preámbulo avisa la clave diferencial del álbum. El sencillo de manera cierta se ubica en la parte más rocanrolera del disco y vincula la producción con la tradición del grupo de hacer singles en ese tenor, si bien el acabado es ríspido y la atmósfera espacial.
Aquí es importante subrayar que el acento se halla en la palabra “metal”, puesto que si bien es cierto que la evolución del grupo es intrínseca a su devenir progresivo, también lo es que éste ha funcionado como puente y como pilar de su esencial propuesta metalera, vigente desde hace poco más de tres décadas.
La expansión musical comienza con el galope inicial de “El Dorado”, que funge como eslabón entre la época clásica del heavy metal del conjunto con la actual era progresiva. Es, asimismo, el segundo sencillo del disco. Las capas musicales que la componen operan claramente en dos niveles: en la superficie el sonido que retrotrae la memoria a la época del Piece of Mind de 1983, y en el trasfondo los acabados complejos del A Matter of Life and Death. Similarmente, “Mother of Mercy”, sólo que aquí la parte frontal remite sin duda al Somewhere in Time de 1986 y su estupenda épica “Alexander the Greath”. Los dos tracks siguientes, “Coming Home” y “The Alchemist”, caminan por la misma senda de la cita autorreferente más el engarce con las expansiones progresivas de la segunda mitad de la vida del sexteto. En esa medida, cumplen con las expectativas de sus fanáticos clásicos sin perder el post evolutivo iniciado hace quince años.
En cambio, a partir de “Isle of Avalon” (es decir, más de la mitad del tiempo efectivo del disco), la producción eleva a los acabados metalero progresivos de los últimos tiempos utilizando una técnica de contracciones y expansiones musicales que bien podríamos llamar como ondas sonoras de resorte. La tripleta de guitarras toma el mando con prolongados contrapuntos en los que Gers, Smith y Murray se ceden el liderazgo, Harris realiza puntuales progresiones con el bajo, en tanto que McBrain y Dickinson exploran texturas con sus respectivos instrumentos, uno exoorgánico, orgánico el otro; conformando, en suma, una atmósfera general de retenciones y explosiones sonoras para remachar rotundamente una década de metal progresivo en plenitud.
Aquí es importante subrayar que el acento se halla en la palabra “metal”, puesto que si bien es cierto que la evolución del grupo es intrínseca a su devenir progresivo, también lo es que éste ha funcionado como puente y como pilar de su esencial propuesta metalera, vigente desde hace poco más de tres décadas. De manera que no obstante que haya ecos del mejor progresivo puro, como de Yes en “The Talisman”, con los toques en el acompañamiento melódico de Murray o de Dream Theater, en “The Man Who Would Be King”, con el manejo de los platillos en concordancia con unos discretos pero bien discernibles teclados, la estructura, la apuesta y el lance hacia el futuro por parte de la agrupación de legendarios cincuentones es y seguirá siendo heavy metal del más alto tonelaje. ®