Tikkun Olam

Imposible imaginar cuántos destellos, fulgores, chispas y resplandores distintos habrán visto tus ojos antes de que yo te enseñara a llamarlos a todos igualmente luz. Cuántas lluvias y brisas irreconciliables habrás conocido antes de que yo las encasillara en una sola, cuántas lunas.

Nicolás.

Nicolás.

¿De qué color es el cielo, Nicolás? ¿Color de nube? ¿Y qué forma tiene esa nube? ¿En serio? ¿Y cómo hacen los borregos, Nicolás?

Cuántas veces voy a contarte que la noche de tu nacimiento caía una lluvia tan liviana y grácil que antes de entrar al hospital, en la banqueta, cerré los ojos y alcé el rostro hacia el cielo para sentir cómo, en lugar de agua, me acariciaban cientos de diminutas plumas. Y cuántas veces vas a pedirme que te hable de nuevo del susto que me dieron tus ojos la primera vez que los abriste. Enormes y serenos, dos fosas de agua mansa que de pronto se revelaron bajo tu frente. Me perturbó la falta de curiosidad en ellos, como si el mundo al que acababan de llegar les diera poco menos que lo mismo, concentrados absolutamente en mí con una atención imposible para un ser tan pequeño. Recuerdo haber pensado que parecías un anciano, mirabas al menos como uno. Comprendí en ese momento que no intentabas reconocerme o aprenderme, que tu primera mirada era, sin duda, de perdón.

No voy a platicarte del dolor de aquella noche, ni de la aguja larga y gruesa que me atravesaba la espalda, ni de la trémula piel de mi nuca ante el instrumental y los rostros de las enfermeras, igual de helados unos que otros. No voy a hablarte tampoco del miedo, de la falta de una mano en donde poder aferrar la mía al escuchar pronunciarse, tras una mascarilla blanca, las palabras quirófano y cesárea. Ya habrá tiempo para que aprendas esas cosas, quizá las has aprendido ya sin poder nombrarlas, como en los días en que para pedirme algo tenías que señalarlo. Entonces yo tomaba el objeto que había llamado tu atención y repetía frente a tu sonrisa complacida: lápiz, moneda, cuchara, peine… Así habré de enseñarte algún día a nombrar el dolor, la ausencia, cuando con tu dedo apuntando hacia tu pecho me digas “aquí lastima”, igual que haces cada vez que empiezan a apretarte los zapatos.

No sólo te di mi calcio y mi sangre para construir tu cuerpo, también he de darte las palabras que te faltan para construir tu mundo, aunque con ellas te arrebate ese otro lenguaje sólo tuyo, tejido finamente con sensaciones e intuiciones. Como cuando en el parque, llamabas pájaros a las aves que veías al vuelo y pollos a las que veías en tierra. Hasta la tarde en que te dije que estuvieran volando o no, se llamaban igualmente pájaros y tú, avergonzado, descartaste tu lógica para adoptar la mía. Quise decirte después que tu forma de entender el mundo era mucho más genuina, que era yo quien tenía que sentir pena por robártela, pero habías visto una ardilla entre los árboles y corrías tras ella dando gritos, dejando para otro día la vergüenza y las lecciones.

Fuiste creando tus propios signos sin palabras, la leche derramada por las comisuras de tus labios, el cielo castigado por relámpagos que aparece cuando cierras los ojos, mi corazón latiendo bajo tu oído, el primer contacto de tu piel con el agua tibios. Todos perdidos bajo los signos nuevos y corrientes que te fui imponiendo, alimentándote con ellos cada día hasta que los creíste tuyos.

Imposible imaginar cuántos destellos, fulgores, chispas y resplandores distintos habrán visto tus ojos antes de que yo te enseñara a llamarlos a todos igualmente luz. Cuántas lluvias y brisas irreconciliables habrás conocido antes de que yo las encasillara en una sola, cuántas lunas. El universo te entraba por cada poro y tú lo bienvenías a carcajadas. Fuiste creando tus propios signos sin palabras, la leche derramada por las comisuras de tus labios, el cielo castigado por relámpagos que aparece cuando cierras los ojos, mi corazón latiendo bajo tu oído, el primer contacto de tu piel con el agua tibios. Todos perdidos bajo los signos nuevos y corrientes que te fui imponiendo, alimentándote con ellos cada día hasta que los creíste tuyos. Mamaste de mí la vida, pero también tu primer límite: el lenguaje. Me consuela saber que tengo que enseñarte a creer en las palabras para poder enseñarte después a desconfiar de ellas.

Además, necesitamos que sepas las palabras para que yo pueda seguir contándote con ellas tu propia historia. Confío en que, con el tiempo, tú mismo irás aprendiendo lo innombrable, y que lo aprenderás mejor que yo, o por lo menos de manera distinta. Igual que aquella vez, la única, en que hablamos de la muerte.

Estábamos en el baño a punto de lavarnos los dientes y viste una araña en una esquina, patilarga e inofensiva se agazapó bajo el lavabo. “¡Mátala, mamá! ¡Mátala!” me gritaste frenético. Me sorprendió tu repentina actitud predadora y me encontré de pronto ante la triste idea de que habías dejado de ser un bebé impoluto e ibas adquiriendo poco a poco, entre muchas otras, la mala maña de pisar bichos inocentes que tienen los hombres. Aplasté a la araña con suavidad para evitarte el espectáculo de un despanzurramiento. Quedó hecha bolita torpemente, incapaz de envolver sus enormes patas alrededor de la cabeza de alfiler que había sido su cuerpo. Eso es un cadáver, pensé en decirte, unas cuantas hebras mal anudadas, pero preferí observarte mientras la contemplabas acuclillado. Tuviste el impulso de tocarla pero desististe y después de un rato te volviste hacia a mí y ordenaste: “Bueno ya, despiértala”.

Me senté en el piso junto al animalejo y te coloqué sobre mi regazo, te expliqué entonces que cuando algo se muere ya no despierta nunca. Me miraste confundido, como si de pronto hubieras notado que te estaba hablando en una lengua que desconocías —y probablemente así era—. Un par de segundos después, tus mejillas volvieron a enmarcar una sonrisa: “No es cierto, mamá. ¿Verdad que no es cierto?” No te respondí porque tuve miedo. Un día también voy a contarte que aunque durante mucho tiempo hayas creído lo contrario, yo no tengo todas las respuestas y casi nunca estoy segura de lo que digo, pero supongo que mi trabajo, por ahora, será seguir intentando evitar que te enteres.

Y podemos ser nosotros mismos burbujas y naves espaciales y estrellas y todo lo que se te ocurra antes de que te de hambre y pidas pan con chocolate y no quieras la sopa.

Mientras eso ocurre, aún puedo decirte que si no te bañas te van a empezar a salir plantas de las axilas, o que cuando no te cepillas, las arañas, como esa del baño, hacen nidos en tu pelo. Podemos, todavía, despedir a las burbujas que se lleva el viento y que ante nuestros ojos maravillados se convierten en naves espaciales que llegan flotando hasta las estrellas. Y podemos ser nosotros mismos burbujas y naves espaciales y estrellas y todo lo que se te ocurra antes de que te de hambre y pidas pan con chocolate y no quieras la sopa. Podemos, todavía, cantar diez veces seguidas la misma canción sin que te aburras y jugar sin fastidiarnos el mismo juego toda la tarde y repetirte sin que te canses la misma historia que protagonizas.

Voy a contarte del niño que se llama Nicolás que se fue un día a tener aventuras lejos de su casa. Un niño tan valiente que ni siquiera necesitó llevarse su cobija de oso sin la que no podía dormir. Se despidió apenas con la mano de su mamá y salió a encontrarse con un mundo desconocido. Muchos llamaron robo o secuestro a su partida. Pero él, que no conocía aún esas palabras, entendió que, como ese antiguo marinero de los cuentos de dormir, tendría que sortear toda clase de trampas y peligros para volver a casa. Así pasó muchos días lejos, aprendiendo juegos e historias nuevas. Y aprendió también que no todas las personas son valientes, que el mundo es enorme y sus límites se extienden mucho más allá del parque y de la escuela, y, como es tan grande, caben en él muchos cobardes.

Voy a contarte tu historia muchas veces cuando vuelvas y voy a intentar que recuerdes estos días como un largo viaje, para que cuando tenga que enseñarte a nombrar el dolor y la ausencia, no los identifiques con este tiempo y este espacio que hoy nos separan. Voy a contarte tu historia que es la mía, nos hicimos hijo y madre al mismo tiempo. Voy a hablarte del nombre que me diste y del origen de todos los tuyos: Nicolás, Changuito, Chisme, Ojos de luz, Retazo mío. Pero antes, no sé por cuánto tiempo, hasta que vuelva a verte, voy a guardar silencio. ®

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Publicado en: (Paréntesis), Marzo 2014

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  1. Me angustia profundamente este también a la vez cálido y desgarrador artículo. Sólo deseo que tu mundo no necesite ser reparado de la terrible situación que sugiere su final.

  2. Hugo Flores

    – Debo decir que aunque no recuerdo jamás haber tenido la oportunidad de tratarte en persona, y aún con todos esos amigos en común en redes sociales, me atreví a enviarte una solicitúd a Facebook precísamente por el gusto de leerte en oportunidad primera. Es hermoso lo que escribes, es impresionante el poder de tus letras.

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