Si otra persona opina en Tuíter que yo soy un imbécil, es sobradamente obvio que esa otra persona es perfectamente imbécil. Surge, así, una de las figuras más importantes en nuestro orden psíquico y social: El Perfecto Imbécil.
Imbécil: Proviene del latín imbecillis, palabra latina formada con el prefijo privativo in- antepuesto a bacillum, que es el diminutivo de baculum, “bastón”, con lo que imbecillis viene a significar literalmente “sin bastón”.
Imbecillis no tenía la connotación negativa que le damos hoy o la tenía de un modo diferente: significaba “frágil”, “débil”, “vulnerable” y también “enfermizo”, “sin carácter” o “pusilánime”.
—Ricardo Soca, con base en Joan Corominas quien, en su Diccionario crítico etimológico castellano e hispano, con la colaboración de José A. Pascual, define imbecillis como “débil en grado sumo”.
La imbecilidad no es un don. Depende en buena medida de quien percibe —oye, lee o ve algo— y trata de explicarse el origen de eso. Esta persona puede gozar de muy buena fama entre gente que le considera brillante y muy mala entre otros. Ya se sabe que lo de la mala y la buena fama depende, como todo, de amiguismos, carisma, posición social, poder, etc., pero no ahondemos en semejante berenjenal que ni siquiera viene al caso (nada viene al caso aunque todo viene al caso, tampoco nos asfixiemos con esto, no sea que nos veamos tratando de discernir qué entendemos por el caso).
Considerar imbécil a alguien no lo hace objetiva e indiscutiblemente imbécil, que en este mundo de Dios hasta el más triste de los seres tiene quien le busque los piojos y le convide un caramelo. Además está muy visto, documentado, dicho y escrito que hay idiotas prodigiosos que han tenido momentos de espectacular lucidez. Incluso la doctora Gregoria Larrauri Zuloaga, en la página 749 de la sexta edición corregida y actualizada de su Inventario de inventos e inventores [Irún: Finis Africae Editorial, 2007] afirma:
Así pues que, aunque temerario, no es errado afirmar que cuanto invento ha evadido los calabozos de la indexación tanto científica como humanística, bien rastreado —como lo hemos hecho a lo largo de esta humilde aventura por los escondrijos de la investigación histórica—, proviene de alguna sinapsis errada en un encéfalo cuyo patrón es la simple y llana disfuncionalidad intelectual; es decir: un acierto neurológico en un encéfalo hecho o habituado —aporía menor— a la catástrofe neuropsíquica y la agnosia panabarcante. Cómo explicar —sólo por ejemplo y por volver a algunos de los casos revisados antes de forma exhaustiva— que un caballerete con probable priapismo, sin duda entregado a las galanas dádivas de Onán echado bajo un manzano, sólo por distraer la sensibilidad dérmica devenida ya en pulsión culminatoria, haya dado en meditar sobre aquella fruta roja que habíale caído sobre la txapela durante los inicios del ritual ya descrito, y concluido cosas que mucha gracia le hicieron; tanta que, terminado el arrebato místico, corrió a anotarlas para con ellas hacer reír a las amistades de sus señores progenitores y así llevarse la sorpresa de que el señor rabino las tomara en serio y de ello resultase un cisma metafísico de tal calado que cuanto vino después fue diferente y no sólo en la ciencia sino en lo humano todo.
Continúa la doctora Larrauri Zuloaga:
De igual modo, ¿cómo explicar si no es sobre esta base del error sináptico, que el principio de los vasos comunicantes y cuanto de él se deriva y todo lo que con él se asocia, fuese enunciado por alguien capaz de elegir la expresión “¡Eureka!” como mejor manera de manifestar su emoción ante un hallazgo que —como hemos explicado— le resolvía la única duda que se sabe que haya sido capaz de tener —porque de decir eureka no dudó— en su inútil vida de raterillo de agua. “Eureka” dijo, generoso lector, piénsalo bien, repítelo, imagínalo: dijo “Eureka”. ¡Oh, humanidad que tanta fama ha dado a la misma expresión que usa esta investigadora cuando tras aciagos esfuerzos da con el baño de su casa!
Con tal claridad y fundamento expone una eminente erudita como la doctora Gregoria Larrauri Zuloaga este asunto de las excepciones de la idiotez y la percepción equívoca que se tiene de quien —según consenso— la porta. Lo mismo, tal cual, vale para el imbécil y la muy democrática imbecilidad.
Ahora bien, si la imbecilidad es relativa y subjetiva, ¿acaso no estamos ante un problema asaz complejo? Toda nuestra tranquilidad en la vida se basa en certezas. Donde no hay certeza hay inquietud, disgusto, maltrato animal, sufrimiento infantil, hostilidad vecinal, baja productividad, inestabilidad bursátil, enamoramientos, lujuria, afición a la filosofía, vicios diversos, compulsión consumista, fantasías revolucionarias, altos índices de pelitos callejeros, divorcios, mala nutrición, enfermedades varias, disturbios neuropsiquiátricos, muertes súbitas o insólitas, mongorepliers, troles y apego al sexo anal. Antes que Homo erectus, Homo ludens, Homo videns, Homo comunicantis, etc., somos desaforados peticionarios de certezas. Para ello hemos inventado dioses, hemos deificado la ciencia, hemos deforestado el mundo a cambio de libros, muchos libros, incontables libros. Hemos llegado al punto de dar un tijeretazo a la única frase célebre de Descartes —nada pinta aquí el plano cartesiano, si es que la gente sabe que eso de cartesiano viene de Descartes. Todo mundo repite lo de “Pienso, luego existo”. Creen que luego equivale a después, pero eso es otro pesar. Se omite la primera parte, la rigurosamente fundamental: Dubito, o sea “dudo” —“Dubito, ergo cogito, ergo sum”. La sola mención de la palabra “dudo” saca de quicio al más estoico, le paraliza y le impide ver que don René se valió de ella solamente para concluir con toda certeza que es, que existe. Pues no, nada de eso: se le quita el cabús a la frasesita y aquí no duda nadie, no sea que vengan todas las calamidades ya mencionadas.
Si la imbecilidad es relativa y subjetiva, ¿acaso no estamos ante un problema asaz complejo? Toda nuestra tranquilidad en la vida se basa en certezas. Donde no hay certeza hay inquietud, disgusto, maltrato animal, sufrimiento infantil, hostilidad vecinal, baja productividad, inestabilidad bursátil, enamoramientos, lujuria, afición a la filosofía, vicios diversos, compulsión consumista, fantasías revolucionarias, altos índices de pelitos callejeros, divorcios, mala nutrición, enfermedades varias, disturbios neuropsiquiátricos, muertes súbitas o insólitas, mongorepliers, troles y apego al sexo anal.
¿Qué hacer pues con esta abrumadora falta de certeza acerca de la imbecilidad —de la ajena, claro está? Pues lo mismo que con cuanto no acomoda en nuestra no reconocida pero abundante imbecilidad propia: negarlo, pasar sin ver. La fórmula es simple: si otra persona opina que yo soy un imbécil, es sobradamente obvio que esa otra persona es perfectamente imbécil. Surge, así, una de las figuras más importantes en nuestro orden psíquico y social: El Perfecto Imbécil. Este ser imprescindible forma parte de la columna vertebral de nuestra cultura: no es cualquiera que va por ahí disparatando a diestra y siniestra todo el tiempo, sino ese ente monstruoso capaz de considerarnos imbéciles a nosotros mismos. Es tan perfectamente imbécil que únicamente puede lustrar su perfección si en mala hora se le ocurre suponer que en realidad el perfecto imbécil es uno.
Desde luego, siempre está esa inquietud —duda, digamos con arrojo— de que otros puedan pensar que el perfecto imbécil es uno —que piensen que uno es imbécil, ya lo he dicho, no es grave: se les revierte con agravantes. Lo de ser o no ser un perfecto imbécil —El Perfecto Imbécil— ya es más severo. Bien, a eso quería llegar.
Según corren los vientos y siempre con apego a la agenda, en las redes sociales —especialmente en Tuíter— los imbéciles andan en manada. Eso es normal: el humano es gregario, tiene miedo a la soledad, necesita amor, todo eso. El caso es que se trata de manadas feroces, pero de ocasión. A quienes viste ayer entre ciertos bichos les puedes ver hoy entre los que fueron sus rivales. Es —como he señalado— cosa de la agenda. Las manadas se forman en torno a cualquier cosa que ayude a demostrar que cada uno de sus integrantes posee un alma muy bella, valores elevados, retórica implacable y buena puntería. Esa “cosa” es la decisión de cambiar el mundo y sus alrededores mediante la destrucción tuitera —de la mediática se encargan corporaciones, que parecen manadas pero les falta la frescura exquisita del instinto y el altruismo— del Perfecto Imbécil bogante, sea un político, un delincuente de cuello blanco, un plagiario inmundo, un artista fallido, un cadáver idolatrado, etc. Elegido el objetivo la manada se forma por identificación de especímenes y arrea por todos los ángulos hasta que se forma una manada rival que defiende una opinión contraria. Tarascadas van y vienen, citas sesudas, ironías manidas y un amplio repertorio de humanidad en 140 caracteres. Sucede que en el emotivo fragor de la búsqueda de la verdad, se olvidan del político, el cadáver o el plagiario, y el egregio título de Perfecto Imbécil es asignado a algún destacado miembro de la otra manada. Y hay progreso cognitivo: No se ha aclarado nada del asunto inicial, pero se tiene identificado al verdadero enemigo: un tuitero.
Tarascadas van y vienen, citas sesudas, ironías manidas y un amplio repertorio de humanidad en 140 caracteres. Sucede que en el emotivo fragor de la búsqueda de la verdad, se olvidan del político, el cadáver o el plagiario, y el egregio título de Perfecto Imbécil es asignado a algún destacado miembro de la otra manada.
La gente a veces abandona las cosas antes de tiempo. Sucede que nunca se llega a la aniquilación del elegido, sea porque la agenda cambia o porque ya le falta metafísica al asunto. Es ése el momento primoroso en que los de la manada empiezan a verse entre sí con recelo —¿Acaso hemos hecho el imbécil todo este tiempo?, se preguntan—, surge el monstruo de la duda, la confusión, y —tal como he señalado y fundamentado— puesto que el hombre necesita certezas, viene la aceptación que se formula en términos íntimos más o menos así: “Sí, soy imbécil, pero con dignidad, valores, ideología, etcétera”. Y —como manda Natura— todos se dan cuenta de que entre ellos hay un Imbécil Alpha que les ha comido el mandado y ha permitido que en todos acaezcan los insomnios de la duda, ante lo que la humana condición les lleva a preferir saberse acreedores del adjetivo de marras ya sustantivado. Ha llegado el momento de destronar al Imbécil Alpha y ocupar su sitio: los temas irrelevantes elevados a casus belli abundan, el resto es rutina y describirlo aquí sería reiteración.
Al final todo pareciera una competencia universal por decidir quién es el más imbécil. No juzguemos a la humanidad por esta minucia ni nos autolaceremos por ella. Nada que no haya sucedido desde el principio de los tiempos. Sucede que todo esto hace mucho ruido y excesiva mosca en el timeline de los que tenemos alergia a las manadas y preferimos usar las redes para comunicarnos y leer o ver cosas de arte, de historia, de literatura, de sexo y tantas otras que son inabarcables. Digo yo: esto, antes, se dirimía por la ley del más fuerte: Yo gano, así que tú eres imbécil, ¡y ya está, caramba! —ciertos grupos, como el de los políticos, siempre cavernícolas, siguen haciéndolo así, cosa de otro talego. No hay resto de duda con sus escalofriantes consecuencias.
En la red —en cambio— es el infierno: por más que sepamos que el imbécil es aquel que nos considera imbéciles, nunca tenemos la certeza de no ser nosotros mismos El Perfecto Imbécil. Eso causa dolor en las almas y grandes sufrimientos familiares y sociales: no parece suficientemente humanista.
Por eso hemos ahondado en nuestras reflexiones, siempre preguntas —insoportables dudas. ¿Acaso Tuíter se inventó para destruir el mundo con la incertidumbre? Muchos aseguran que no, que Tuíter se inventó como una cortina de humo para que la gente se dedique a ver quién es más o menos imbécil y deje de meter las narices en asuntos que no le atañen, como la política, la ecología, la justicia, la paz mundial, el arte, la ciencia, la tecnología, etc.
No creo que sea así, confío más en la teoría del eminente doctor Patxi Arrugatelarrabieta (Santursi, 1932) según la cual Tuíter es un invento madrileño destinado a manipular escrupulosamente la imbecilidad y el propio término “imbécil” con el fin de sembrar duda de identidad en el extranjero (Catalunya, Euskadi, etc.), desequilibrar a Europa con el ariete de la duda y arrastrar en ello a los Estados Unidos, Japón y China, de modo que la humanidad entera sea reducida a meros vasallos de la crueldad de un imperio cuyos próceres manifiestos son un oso y un madroño.
Con todo, no descarto la tercera teoría fundamentada que he podido estudiar: Tuíter es un instrumento para que ninis, freelanceros y desempleados nos entretengamos dirimiendo el asunto, en vez de andar poniendo nuestra cara de imbéciles ante posibles proveedores de empleos que ya no existen, que en realidad desaparecieron, fueron sustituidos por botargas y ahora están metidos en Tuíter, muertos de risa de la gente que dice tener empleo sin darse cuenta de lo imbécil que se ve en su inconsciencia de que sólo es temporal, en lo que se acaba el mundo y nos quedamos —todos sin excepción— como muestra, con esta cara de imbécil que —al menos a mí— me devuelve el espejo.
No obstante, como dijo Goethe, “La teoría es gris, y verde el árbol de la vida”. Ninguna de las elucubraciones citadas nos salvan del peligro latente de —como consecuencia de nuestro afán en ser Imbecillis Alpha— encumbrarnos como El Perfecto Imbécil o —si nuestro espíritu es temerario— vivir con la duda, ese horror. ®
Libelula
Me encanta leerte <3 . <3 Salimos??????
José
Hola.
Conocí la revista Replicante por un twitter. ¿También es un imbécil el que lo publicó?