Toronto en azul

El cerdo y la torre

Viñetas cotidianas a la vera del lago Ontario. Un risueño chef que presume de tener el mejor trabajo del mundo después de asar un cerdo de catorce kilos, y un pescador que piensa en la mujer que trabaja en la ciudad que se yergue enfrente. Una torre de 533 metros atestigua la vida que corre a sus pies.

I

El chef Scott y el cerdo de catorce kilos. © Hugo Roca.

El chef Scott y el cerdo de catorce kilos. © Hugo Roca.

En las calles de Kensington, al sur de Toronto, marchamos con un cerdo muerto amarrado a un palo de hockey. El hocico aún sangra y el cuerpo, que mide más de un metro y pesa catorce kilos, está rígido; las manos han sido cercenadas pero la cola cuelga y el viento tibio la agita juguetonamente.

El Chef Scott guía al grupo y parece el hombre más feliz del mundo. Cuando era niño su familia era tan pobre que ver un cerdo muerto era la mejor noticia, él se abalanzaba y durante ocho horas hacía experimentos con la carne.

El hocico aún sangra y el cuerpo, que mide más de un metro y pesa catorce kilos, está rígido; las manos han sido cercenadas pero la cola cuelga y el viento tibio la agita juguetonamente.

Dos cargan el palo de hockey y los demás escoltamos el cadáver. “¡Salvajes!”, grita una mujer joven cuando cruzamos frente a un puesto de fruta del mercado. Cerca de ahí, en el área de pescados, un hombre muy viejo celebra extático: “¡Los ojos bien fritos son la parte más suculenta de todas las bestias!”

El Chef Scott ríe estruendosamente y su risa se mezcla a la algarabía de motores, niños jugando y charlatanes; en marzo abrió Culinary Adventure, compañía que difunde el turismo en la ciudad a través de la comida. “¿No tengo el trabajo perfecto?, hago las cosas que más amo: compro comida con mis clientes por rincones misteriosos, después cocino y luego como.”

Kensington no forma parte de ningún recorrido turístico tradicional, es el barrio del grafito y la cerveza barata. Por acuerdo vecinal, los edificios están a disposición de artistas callejeros y éstos compiten por establecer una figura representativa que se repita a lo largo del panorama.

Un pájaro amarillo y regordete, sin pelo y con forma de arco es el ganador de esta primavera; su autor, el pintor canadiense de origen alemán Über, lo ha trazado 163 veces en la zona y puede verse de humores diversos: comiendo un chocolate, cantando rap o vestido como pandillero en semáforos, banquetas, balcones, coches y tiendas.

El escenario urbano de pájaros de aerosol se complementa con casas de ladrillo y cortinas de plástico en cuyos techos de lámina es común que los residentes se tiendan en traje de baño a tomar el sol; también con bares ocultos, sin letreros, instalados al fondos de casas viejas, a los que sólo puedes entrar si te invita un vecino, porque en Kensington el alcohol es sinónimo de amistad y la fiesta debe ser íntima y local.

El Chef Scott nos lleva por un estrecho pasillo de tiendas de ropa árabe hasta un patio decorado con voluptuosas mujeres de aerosol y mesas repletas de jarras de cerveza artesanal, de seis dólares, oscura y densa, con 9.5 grados y sabor inclinado hacia las frutas ácidas, como el limón y la cereza.

“No hay alegría más grande para un torontoniano que ponerse borracho en Kensington después de haber devorado un cerdo con un montón de amigos nuevos; en el fondo, aunque no lo parezca, estamos en una ciudad romántica”.

Al cerdo lo ponen sobre un tablón. La sangre se le secó en la boca y su cuerpo está frío y luce pálido; se diría que ahora es más chiquito. El Chef Scott explica que un cerdo así tarda ocho horas en ser cocinado, por lo que lo guarda en su almacén y nos reparte el que cocinó para nosotros ayer, con salsa de nuez y relleno de manzana. En un platito aparte coloca la lengua, gruesa y encarnada, rodeada por los ojos fritos.

El Chef Scott bebe, se come un ojo de un bocado, mira con nostalgia el plato vacío donde estuvo el cerdo, bebe de nuevo, se come el otro ojo y levanta la vista al cielo crepuscular; la luz es naranja, el viento fresco y este hombre de más de 120 kilos sonríe con pueril terneza y dice: “No hay alegría más grande para un torontoniano que ponerse borracho en Kensington después de haber devorado un cerdo con un montón de amigos nuevos; en el fondo, aunque no lo parezca, estamos en una ciudad romántica”.

II

Desde su barco Richard Edwardson ha visto cómo amanece en Toronto durante 23 años. Antes del alba apaga el motor y espera al sol en medio del lago Ontario.

El lago Ontario © Hugo Roca.

El lago Ontario © Hugo Roca.

Sus mañanas favoritas son las de verano, los salmones despiertan con hambre y las primeras luces son azules y húmedas, como si Monet las hubiera pintado.

Sobre la tierra, los habitantes son rápidos y están ocupados; cumplen ritmos laborales frenéticos, la preocupación frecuenta su ánimo y sus cabezas se esfuerzan por evadir dificultades y encontrar prácticas salidas.

En sus ratos libres, si quieren divertirse, van a un bar; beben, cantan y duermen alegres. Pero cuando se trata de amor acuden al agua.

Richard, cuando se enamoró de Elisa, nueve años más grande, la invitó a su barco; era 1973, él tenía diecisiete años y frente a ellos se estaba construyendo la torre más alta del mundo.

Mientras tanto, en la costa, se levantaba la CN Tower. La vieron subir metro a metro hasta completar sus 553.33 y cómo a los tres cuartos de su esbelto cuerpo le añadieron una estructura oval que le daba el curioso aspecto de un ovni atravesado por un palillo.

Ya entonces pescaba y en lo que alguna trucha mordía la carnada que cubría el anzuelo Richard le decía a Elisa que todo el tiempo pensaba en ella y que deseaba cuidarla e intercambiar los secretos de su alma.

Mientras tanto, en la costa, se levantaba la CN Tower. La vieron subir metro a metro hasta completar sus 553.33 y cómo a los tres cuartos de su esbelto cuerpo le añadieron una estructura oval que le daba el curioso aspecto de un ovni atravesado por un palillo.

Richard recuerda que a los 26 años Elisa estaba confundida. Apenas había terminado la carrera de publicidad y ansiaba triunfar; al mismo tiempo quería tener el tiempo de cultivar un amor paciente y profundo.

“A ella le atraía mi calma porque contrastaba con su naturaleza impaciente; un pescador complementaba su necesidad de siempre estar ocupada”, dice Richard.

Su aventura duró tres años. En octubre de 1976, cuando la CN Tower estuvo lista, para ambos fue evidente que se querían pero tenían necesidades incompatibles.

La torre se convirtió inmediatamente en un icono canadiense, aunque para Richard es un símbolo de su ruptura.

Richard y Elisa. Elisa y Richard. La torre está ahí para los dos, al sur de Toronto, visible desde todos los rincones de la ciudad, pero recibe de cada uno cosas muy distintas.

Durante todos estos años Elisa ha visto la torre en la tierra, desde su oficina cuando trabaja nueve horas diarias en nuevas ideas publicitarias y mientras la rodea sobre las calles yendo de un lado hacia otro para mantener amigos, buscar parejas, construir relaciones útiles y colaborar al crecimiento económico de su ciudad.

En cambio Richard ha visto la torre desde el mar, fijo en su barco, donde se ha ido haciendo viejo pescando y la pesca lo ha hecho un soltero preciso, imaginativo y calmoso, que es feliz luchando en solitud contra los peces.

La CN Tower, en Ontario © Hugo Roca.

La CN Tower, en Ontario © Hugo Roca.

A las cuatro de la tarde, tras la jornada de pesca, Richard ofrece recorridos en su barco por el lago Ontario a turistas deseosos de salir del saturado y festivo modo urbano y conocer a Toronto en sus aires románticos, de pescadores y silencios acuáticos.

Cuando se comienza a hacer de noche los clientes suelen preguntar a Richard, “¿Qué son esas luces que se juntan en el lago?”

“Son barcos. En Toronto la tierra es para el trabajo, la ambición y el dinero, y el agua para los besos y el consuelo”.

Cuando responde de esta manera, Richard recrea en su imaginación fragmentos de conversaciones que tuvo con Elisa y cómo ella, cuando reía, solía cerrar sus ojos azules y estiraba hacia delante las manos, pero los recuerdos lo van entristeciendo paulatinamente hasta que agrega: “El agua también es para las rupturas”.

Luego Richard deja a los turistas en la orilla, los navíos anclan y el lago Ontario pierde sus luces. Entonces, asustado ante el agua desaparecida, se pregunta, con la mirada en la luz más alta de la torre, dónde está Elisa, si hay alguien a su lado que siempre la quiera, e invariablemente, desde su barco, adormilado, antes de la noche absoluta, duda, “¡Ay, Dios mío!, ¿me habré equivocado?” ®

Una primera versión editada de esta crónica se publicó el 17 de junio de 2012 en el periódico Reforma.

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Mayo 2013

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