Mutaciones es el ejercicio de un antropólogo que se toma a sí mismo como objeto de estudio, o de un historiador que busca documentos antiguos para reconstruir una historia. Esa actitud del científico, del profesional de la historia o de la antropología volcada a uno mismo es una peculiaridad interesante.
Sin duda, y desde hace muchos años, Roger Bartra es uno de los más destacados científicos sociales e intelectuales del país, en una trayectoria de más de sesenta años que es muy diversa y compleja, en la que los cambios drásticos de sus temas de estudio han sido una constante.
Esa trayectoria intelectual y académica en la antropología, pero no sólo en ella, también ha sido ampliamente enriquecida por intensas experiencias políticas desde la izquierda que van desde la militancia en el radicalismo revolucionario hasta el reformismo socialdemócrata.
Esos aspectos, también vinculados con algunas vivencias personales, familiares, son los que relata Roger Bartra en su libro Mutaciones. Autobiografía intelectual (Debate, 2022), una suerte de memorias por las que no sólo podemos profundizar en su obra, sino también conocer partes importantes de los ámbitos cultural, académico y político de nuestro país de los últimos sesenta años.
Acerca de estas memorias, Bartra escribe que “son una invitación a leer mis obras, a entenderlas y a criticarlas. La invitación, desde luego, va dirigida a los posibles lectores, pero también fue una manera de convidarme a mí mismo a descifrar las conexiones que unen lo que he escrito y los quiebres que separan mis textos unos de otros. Se trata de un proyecto fundamentalmente intelectual”.
Acerca de ese ejercicio mnemotécnico conversamos con Bartra (Ciudad de México, 1942), quien es doctor en Sociología por la Universidad de La Sorbona París III y ha sido profesor en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y en Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, y profesor visitante en universidades como las de Stanford, Pompeu Fabra de Barcelona, Johns Hopkins y de Wisconsin. Es investigador emérito tanto del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM como del Sistema Nacional de Investigadores, además de miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua. Autor de más de treinta libros, entre los premios que ha recibido se cuentan el Universidad Nacional (1996), a la Trayectoria en Investigación Histórica sobre el México Contemporáneo Daniel Cosío Villegas (2009) y el Nacional de Ciencias y Artes (2013).
—¿Por qué hoy un libro como el suyo, esta suerte de memorias de las que usted dice que son una especie de exploración de los misterios de la identidad individual, pero que también sirven para observar el desarrollo intelectual de una época? Hacia el final del libro también dice que fue para divertirse, aunque no explica claramente los motivos.
—Cuando digo que no tengo claros los motivos es cierto, pero hay uno evidente, que es la vanidad; digamos, el orgullo de haber escrito una obra que creo que merece la atención. Ese es un motivo bastante evidente, y creo que cualquiera que escribe una autobiografía responde a eso.
Tal vez otro impulso viene de que estaba intrigado por estos saltos que llamo “mutaciones” desde la época en que era antropólogo hasta estos momentos en que me he dedicado a cuestiones neurológicas. La intriga es si había alguna coherencia en todo esto o si eran mutaciones desordenadas.
Dejo al lector la respuesta; creo que hay un hilo, desde luego, y me parece que lo he mostrado, pero no lo hago demasiado explícito. Pienso que sí descubrí que había un hilo que conecta mis diferentes obras y que no es un batiburrillo de saltos al azar.
El libro es el ejercicio de un antropólogo que se toma a sí mismo como objeto de estudio, o de un historiador que busca documentos antiguos para reconstruir una historia. Esa actitud del científico, del profesional de la historia o de la antropología volcada a uno mismo es una peculiaridad interesante del libro, y por eso se basa mucho en cartas y en entrevistas.
No es el ejercicio de una introspección ni de la memoria de lo que yo recuerdo; mucho de ello sí, pero principalmente es un ejercicio de autoinvestigación, con algunos ingredientes de objetividad, porque sí traigo una entrevista o una carta que muestran lo que dije en esa época, no lo estoy inventando. Eso dije, y si fue una tontería, está escrita: ahí queda claro. Me parece interesante destacar este ingrediente.
—Su relación con México ha sido muy compleja: usted recuerda una anécdota de muy niño con su madre, en el Ángel de la Independencia, a la que le decía que no quería estar aquí. Dice que se sentía un poco ajeno, una persona rara, y en otras partes llega a hablar de huidas de México, como cuando se fue a Venezuela y después a Europa y Estados Unidos. ¿Cómo ha sido su relación con México?
—Yo no creo que sea algo extraño: los hijos de emigrantes (y mis padres lo fueron por razones políticas) siempre son un poco extranjeros en el lugar donde han nacido, de todas maneras.
En mi caso, además, como mi lengua materna no era el español, eso acentuaba la sensación de ser un extraño en el lugar donde había nacido. En México la relación entre los mexicanos y los extranjeros es compleja porque es una relación de amor y de odio muy complicada.
No es el ejercicio de una introspección ni de la memoria de lo que yo recuerdo; mucho de ello sí, pero principalmente es un ejercicio de autoinvestigación, con algunos ingredientes de objetividad, porque sí traigo una entrevista o una carta que muestran lo que dije en esa época, no lo estoy inventando. Eso dije, y si fue una tontería, está escrita
De pequeño era un niño con toda la apariencia de alguien extranjero, que hablaba una lengua extraña y que tenía una apariencia física alejada del estereotipo. Al principio yo me sentí incómodo con ello, hasta que al fin lo digerí y ahora hasta estoy muy contento de esa extranjeridad con que vivo en México.
Cuando he vivido en Cataluña, que es mi otra nación, mi otro espacio, de donde llegaron mis padres, igualmente me siento extranjero. Sí, soy europeo y soy latinoamericano al mismo tiempo: soy catalán y soy chilango.
Esa ambivalencia y años de vivir en el extranjero, en Francia, en Inglaterra, en Estados Unidos, en Sudamérica, me han generado esta condición de exiliado permanente. Creo que he aprendido a sacarle ventaja, a apoyarme en esa extranjeridad porque da una perspectiva muy especial.
—Al principio usted habla de tres hilos que han guiado su trayectoria intelectual; uno de ellos es la verdad, de la que su madre y usted decían que era una “quinta dimensión”. ¿Cómo le ha ayudado esa búsqueda de la verdad en su prolongada lucha contra el dogmatismo, la que aparece muchas veces en su libro?
—El dogmatismo con el que me inicié como militante en la izquierda mexicana era esa ligazón con el marxismo en sus expresiones más atrasadas, como los manuales soviéticos. Al mismo tiempo, ese dogmatismo fue también formativo en el sentido de que implicaba una disciplina intelectual.
Estar sujeto a dogmas no es del todo malo; desde luego, yo luché por librarme de ellos porque, con el tiempo, me di cuenta de que eso implicaba cierta disciplina intelectual, que es necesaria justamente para, como científico, como antropólogo, buscar la verdad, no la que ya está inscrita previamente en los dogmas, sino la que uno busca como investigador recopilando información para entender la realidad.
Yo sufrí el dogmatismo, pero al mismo tiempo reconozco su valor, que tiene elementos positivos que yo, afortunadamente, supe aprovechar.
—Otro asunto que recorre el libro es la intolerancia que ha habido en la vida intelectual mexicana. Usted menciona que en los años sesenta era muy difícil ser un intelectual de izquierda, que había muy pocos espacios. ¿Cómo vivió esa etapa?
—Mi experiencia es que crecí en un medio intelectual porque mi madre era escritora, novelista, y mi padre era poeta. En ese medio circulaban grandes autores mexicanos, como Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Octavio Paz y Alfonso Reyes. Era un ambiente muy rico, pero la vertiente intelectual era, al mismo tiempo, un espacio de caudillos culturales, de capillas bastante cerradas, empapado del nacionalismo revolucionario que imponía el gobierno autoritario.
Eso generaba un espacio difícil de transitar; aunque crecí en él, lo conocía, sabía cómo operaba, de todas maneras era complicado. En la medida en que fui militando vi que había una actitud de rechazo a mis posiciones, en buena medida por el ambiente político general del país, que era de un autoritarismo muy fuerte, no había democracia y sí persecución de las ideas. Entonces, para un militante como yo, un intelectual en ciernes, era difícil encontrar trabajo.
En la medida en que fui militando vi que había una actitud de rechazo a mis posiciones, en buena medida por el ambiente político general del país, que era de un autoritarismo muy fuerte, no había democracia y sí persecución de las ideas.
Había una paradoja: a esa intelectualidad que estaba agrupada le llamaban “la mafia”, lo que era una exageración, desde luego, porque no lo era el grupo de Fuentes y Paz, además de que es un término despectivo que no me parece adecuado, aunque sí era una capilla relativamente cerrada y no era fácil entrar en ese espacio.
Yo, de todas maneras, no funcionaba: no era novelista ni poeta, sino estudiaba Antropología, así que iba por otros caminos que me dieron bastante libertad. Entonces era un ambiente en el que predominaba o influía mucho el autoritarismo reinante.
Otros mundos
—Otra parte que me llamó la atención es la de la visita que a inicios de los años sesenta hizo a Arcelia, Guerrero, como activista para promover un levantamiento armado. Aquello dio lugar a un interesante intercambio con su padre, quien, dice usted, terminó argumentándole de acuerdo con sus inclinaciones humanistas y liberales. ¿Qué lección le dejó aquella experiencia?
—Yo tenía menos de veinte años en aquella época, y la experiencia en Arcelia fue un impulso juvenil muy influido por la Revolución cubana, por el ambiente de los años sesenta, de esa década revolucionaria, revoltosa, etcétera. Eso fue el impulso de ir con el grupo jaramillista a Arcelia a promover un alzamiento armado.
Fue una cosa realmente loca, imprudente, absurda; no conocíamos, además, el terreno. Por suerte no nos atraparon ni la Policía ni el Ejército, y salimos librados.
Yo relaté eso por carta a mis padres, y aunque edulcoré la cosa y no les dije que habíamos ido a impulsar el alzamiento armado, mi padre lo intuyó perfectamente. Él era un liberal de posiciones humanistas, claramente de izquierda, desde luego, como buen republicano español, pero no estaba afiliado a ninguna corriente política de las que dominaron durante la Guerra Civil española, y en México no se metía en política.
Entonces él sintió esa tensión y tratamos el asunto; en el libro cito la correspondencia. Me ayudó mucho a que mi lado literario, de ensayista, más imaginativo, me impidiese caer completamente en el dogmatismo que imperaba por el otro lado.
Reconozco en mi padre y en mi madre, que era una persona muy abierta y también de izquierda, un impulso muy fuerte para darle importancia a esa dimensión humanista, ensayística, literaria que siempre creí que debía impregnar de alguna manera, aun en los estudios más áridos de carácter científico.
—Ése es otro punto interesante: ¿cómo le ayudó la creatividad literaria a escapar del dogmatismo e, incluso, de cierto academicismo? Usted dice que su escritura ha estado muy enfocada en el ensayo, que ha abordado problemas desde el Apocalipsis y el Tarot en Las redes imaginarias del poder político, y también desde el juego y la ironía. En ocasiones eso no ha sido bien visto por gente como Michel Gutelman o un revisor de editorial Anagrama, como recuerda en el libro.
—Siempre me topé con personas en los medios académicos que, con un exceso de solemnidad, no veían bien ese jugueteo con las ideas, esas exploraciones en dimensiones extrañas como el Apocalipsis o el juego adivinatorio del Tarot, todo eso que yo introducía, siempre con una intención irónica porque ese es un hilo que a veces no es tan perceptible. Es muy obvio que en mi obra hay un hilo irónico, que se refleja justamente en estas audacias de meter en un estudio sobre la cuestión agraria a Sancho Panza, en un estudio politológico el Apocalipsis, etcétera.
Eso ha continuado a lo largo de mi obra: el hecho de descubrir melancólicos y salvajes en la identidad mexicana fue una diversión, fue un juego y, además, el principio de la exploración de esas dos líneas de reflexión, que dieron fruto en obras con esa mirada irónica y juguetona para definir esa caracterización de lo mexicano.
—¿Cómo contribuyó en su formación intelectual su trabajo en la edición, especialmente en tres publicaciones: Historia y Sociedad, El Machete y La Jornada Semanal?
—Ésa ha sido una parte que a mí me ha dado mucho porque es muy rico el trabajo periodístico. No es normal que un doctor en Antropología formado en Francia se dedicase al periodismo. Inicialmente vino de un impulso político: la revista Historia y Sociedad, respaldada por los soviéticos a través del Partido Comunista Mexicano, a la que me pidieron que apoyase; así, fui al principio jefe de redacción y más tarde codirector. Esa experiencia, que viene de la militancia y de lo que era el ambiente periodístico, me gustó muchísimo, porque no sólo era escribir para diarios (lo que yo hacía: he tenido columnas en unomásuno, en La Jornada, etcétera), sino también la factura, el trabajo propiamente de dirigir revistas, el oficio periodístico. Eso realmente me entusiasmó.
Ahora existe una versión facsimilar de los quince números que salieron de El Machete y se ve que desde el diseño hasta muchos de los artículos están empapados de esa ironía, de ese juego, como cuando inventamos que Borges se había afiliado al Partido Comunista Argentino.
Tuve una experiencia muy importante en El Machete, desde luego, porque allí apliqué al periodismo y a la política de izquierda las ideas juguetonas e irónicas que ya caracterizaban mi obra. Ahora existe una versión facsimilar de los quince números que salieron de El Machete y se ve que desde el diseño hasta muchos de los artículos están empapados de esa ironía, de ese juego, como cuando inventamos que Borges se había afiliado al Partido Comunista Argentino.
Después la experiencia de dirigir una revista de más de sesenta páginas cada semana, La Jornada Semanal, fue muy rica. Por suerte en México la academia es muy tolerante, la UNAM sobre todo, que está atravesada por todas las corrientes políticas, culturales e intelectuales del país y del mundo. Hay desorden y, hasta diría, caos, pero que le lleva a tolerar que los investigadores, los profesores podamos hacer incursiones en el periodismo libremente.
Eso fue para mí una experiencia muy importante; por eso yo digo que sí soy antropólogo, desde luego, pero también soy periodista. En estos momentos no estoy ejerciendo porque ya estoy grande y ya me jubilé del periodismo, pero le tengo mucho respeto al trabajo editorial.
—También me pareció muy interesante la parte donde relata su viaje y estancia en Venezuela, y después su viaje a Europa. ¿Cómo cambió su perspectiva política e incluso su militancia con esos viajes? Cuenta que en Venezuela por fin vio una democracia representativa funcionando, con todos sus problemas, y dice que ya la hubiéramos querido en México en aquellos años, a finales de los años sesenta. Después fue a Alemania Oriental, y cuenta que se decepcionó de aquello.
—Como a fin de cuentas era la criatura del viaje de mis padres huyendo del fascismo y del franquismo en Europa, desde muy pequeño tenía inscrita la idea de que había que salir, había que viajar. Tardé un poco en hacerlo, pero para mí viajar no era ir unos pocos días y conocer un museo, sino mucho más que eso: implicaba una vivencia.
Decidí escapar de México en 1967 debido al ambiente político tan difícil; yo tenía trabajo, desde luego, en la Comisión del Río Balsas con el expresidente Lázaro Cárdenas, pero no tenía ninguna perspectiva: no había ningún futuro para gente como yo.
Ésa fue una experiencia que me marcó profundamente porque descubrí que aquél era un país democrático, con un campesinado y sectores de clase trabajadora empobrecidos, una burguesía muy ostentosa, un típico país capitalista que dependía completamente del imperialismo.
Entonces aproveché una invitación que me hizo un amigo y decidí viajar a Venezuela como profesor y quedarme allí contratado en la zona andina, fronteriza con Colombia, en la Universidad de las Andes. Ésa fue una experiencia que me marcó profundamente porque descubrí que aquél era un país democrático, con un campesinado y sectores de clase trabajadora empobrecidos, una burguesía muy ostentosa, un típico país capitalista que dependía completamente del imperialismo (como decíamos en esa época), porque un país petrolero dependía de las grandes compañías extranjeras.
Allí habían tirado la dictadura de Pérez Jiménez y habían construido una democracia. El dogmático que era yo en aquella época pensaba que en un contexto capitalista no podía haber democracia pues eso era algo formal y no era la verdadera en la que pensábamos. No lo sabíamos muy bien todavía en aquella época, aunque empezábamos a intuir que esa verdadera democracia en los países socialistas era una dictadura horrorosa.
En Venezuela descubrí esa situación: un país dependiente, pobre, atrasado, capitalista, pero que gozaba de un sistema democrático realmente atractivo, con libertades políticas e intelectuales y pluralidad en la prensa. Eso me influyó enormemente: allí comencé a entender y a madurar lentamente la importancia de la democracia.
Mientras yo estaba en Venezuela ocurrió la represión de Tlatelolco en 1968. Hice una visita a México y regresé a Venezuela, y un año después me fui directamente a Europa, donde encontré democracias desarrolladas en Inglaterra y Francia, los países donde viví. Allí acabé de entender que la democracia era un objetivo en sí mismo muy valioso y que los marxistas la habíamos despreciado por aplicar ideas dogmáticas.
Así que fueron los viajes los que me metieron en el cerebro la idea de la democracia para comprender su enorme valor. Desde aquellas experiencias empecé a convertirme en un reformista, en un revisionista, que entonces eran términos bastante peyorativos en la izquierda porque rechazaba la noción de revolución y anteponía la de la democracia y la vía electoral.
Esa apertura hacia el exterior, conocer otros mundos fue realmente fundamental.
El lado odioso de la política
—¿Qué le dejó la militancia política? Cuenta que desde muy joven, cuando estaba en la escuela de arqueología, ingresó usted en el Partido Comunista, al que comenzó a dejar por los años ochenta después del congreso en 1981, con el enfrentamiento entre los “renos” y los “dinos” y cuando fue cambiado el poder obrero por el poder democrático.
—El Partido Comunista Mexicano era un partido muy extraño. Hacia 1960 había mutado, como lo hacían muchos partidos comunistas cuando en la Unión Soviética hubo lo que se llamó “el deshielo”. Llegó Nikita Kruzhov y dio una nueva orientación: criticó el culto a la personalidad y hubo cierta apertura.
El PCM había estado en manos de dirigentes completamente estalinistas, pero en 1960, poco antes de que yo entrase en el partido (1961), había habido un cambio con la llegada a la dirección de Arnoldo Martínez Verdugo, muy abierto, muy sensible, muy inteligente y muy democrático en la medida en que el marxismo–leninismo que dominaba las estructuras mentales de los militantes lo permitía.
Fue creciendo esa tendencia democrática dentro del partido y se fue extendiendo hasta que las corrientes reformistas logramos quitar de los estatutos del partido y del programa la idea de la dictadura del proletariado. Hubo una confrontación entre un ala reformista y otra obrerista proletarista que tenía muchas influencias del viejo estalinismo.
En esa ocasión yo quedé muy comprometido porque yo hacía en esa época la revista El Machete, que era una publicación que buscaba nuevos caminos y que rechazaba tajantemente el dogmatismo imperante. Fue muy mal vista por amplios sectores del partido que, a fin de cuentas, acabaron liquidándola porque bloquearon el financiamiento y la revista tuvo que cerrar.
—Por supuesto, se puede ver su fascinación por la política, pese a que hay partes, especialmente de su juventud, en las que llegó a manifestar cierta aversión por ella.
—Hay que darse cuenta de que si yo nací en México fue por causas políticas: mi padre fue soldado del Ejército republicano, derrotado por el franquismo, por el fascismo, y mi madre era una republicana militante y tuvieron que huir, primero a Francia y luego, después de muchos problemas y después de pasar por Cuba y la República Dominicana, llegaron a México.
Yo nací en México de padres extranjeros debido a la política. Así que la política siempre estuvo en la casa por el hecho mismo de haber nacido en México; eso, sin duda, me marcó. Mis padres eran republicanos, liberales más bien, pero no eran radicales como yo, que lo fui porque me acerqué a la política en los años sesenta, los de la Revolución cubana, de la lucha guerrillera, de toda una revolución cultural, y, por lo tanto, me atrajo el lado más radical, primero el jaramillismo y después el Partido Comunista, el marxismo.
Pero muy desde el comienzo yo me di cuenta de que la política era una trampa, de que yo no era un político sino un intelectual con muchas inclinaciones literarias abiertas. En los años sesenta la política era muy importante, como también la influencia de la Revolución cubana, pero más importante era la revolución contracultural que fue simbolizada por el rocanrol (Little Richard, Elvis Presley, etcétera).
Muy desde el comienzo yo me di cuenta de que la política era una trampa, de que yo no era un político sino un intelectual con muchas inclinaciones literarias abiertas. En los años sesenta la política era muy importante, como también la influencia de la Revolución cubana, pero más importante era la revolución contracultural.
Ese lado de la contracultura en los años sesenta sí se enfrentaba con el dogmatismo propio del marxismo–leninismo de las izquierdas, de tal manera que ya desde ese momento sentía una gran atracción, una fascinación pero también un desprecio por la política, porque bien podía haber entre los compañeros, los camaradas —como se decía— gente muy atrasada, muy obtusa. No todos, desde luego, porque había gente brillante y abierta.
Pero el gusanito de la política lo tengo desde que nací, y milité en la extrema izquierda comunista durante un cuarto de siglo. Desde entonces me quedó un fuerte interés político, aunque al mismo tiempo sé que también hay un espacio lleno de corrupción, de traiciones, de lo que soy perfectamente consciente. Lo he experimentado: he sufrido la política cuando me he metido más, como la padezco hoy en día cuando emito una opinión y el presidente de la República me insulta. Ahí está ese lado extremadamente odioso de la política.
—¿Cómo ha observado el desarrollo de la intelectualidad de izquierda? Usted habla en el libro, por ejemplo, del rompimiento con su primo Armando desde su juventud, y hasta lo más reciente, en Regreso a la jaula, con el paseo de Enrique Semo con López Obrador en Palacio Nacional hablando de usted. Hay algunos casos que usted señala que se convirtieron en intelectuales orgánicos, que se integraron en el gobierno y que ahora les gusta mucho el nacionalismo, el populismo y la “pobretología”, por ejemplo.
—Durante muchos años, prácticamente durante todo el siglo XX, fue relativamente marginal porque hubo grandes intelectuales de izquierda muy famosos, como lo fue Siqueiros. Otro que fue claramente muy de izquierda y después más matizado fue Octavio Paz, y hay que agregar allí a Carlos Fuentes.
Ése era el ambiente en México: del grueso de la intelectualidad más creativa en México la mayoría se inclinaba a la izquierda. El centro aceptaba las reglas del juego autoritario con el gobierno de la Revolución mexicana y se adaptaba, pero no era de derecha, sino tendencialmente era de izquierda. Había un sector marginal, pequeño, que eran las izquierdas militantes, en las que yo estaba, y allí había de todo: estaba la izquierda maoísta, por ejemplo.
En aquella época se inició un peligroso conflicto chino–soviético, y después sobrevino la época de la Revolución cultural, cuando en China empezaron a perseguir intelectuales de manera masiva, lo que yo no podía apoyar. Ése fue el motivo del rompimiento con mi primo, quien se volvió un militante recalcitrante del maoísmo durante muchos años, lo que incluso se prolongó con el apoyo a los zapatistas, que, como se sabe, tienen origen maoísta.
Dentro de la izquierda militante del Partido Comunista también había dos grandes tendencias: una obrerista y otra reformista. Yo pertenecía a esta última, que encabezaba Martínez Verdugo, que tuvo que enfrentarse a un movimiento interno del partido encabezado por Enrique Semo, que había sido muy amigo mío, y que representaba esas posiciones obreristas, que no aceptó la democratización ni la eliminación de la idea de la dictadura del proletariado del programa del partido.
Así como con mi primo Armando, terminó mi amistad con Enrique, sobre todo cuando dirigí la revista El Machete, que fue muy heterodoxa, muy reformista, muy crítica y que no fue tolerada por muchos. Esto es parte de las intrigas y de las tensiones de la política que son desagradables en la medida en que llegan a erosionar amistades.
Pero así es la política: tiene un lado venenoso, tóxico, sin duda, y quien se mete en política tiene que saberlo bien y hay que aceptarlo. A esas toxinas le llaman “necesidad de tragar sapos”, y los políticos tragan muchos y envenenados.
Eso repercutió en los intelectuales mexicanos, que se dividieron, por razones en parte políticas y por envidias personales, en pequeños agrupamientos con intereses. Es complicado porque la intelectualidad es laberíntica; en México se fue fracturando más hasta llegar a nuestros días, que es de muchos grupos y corrientes, lo que no tiene nada que ver con lo que era cuando yo era joven.
Así es la política: tiene un lado venenoso, tóxico, sin duda, y quien se mete en política tiene que saberlo bien y hay que aceptarlo. A esas toxinas le llaman “necesidad de tragar sapos”, y los políticos tragan muchos y envenenados.
—Al referirse a los años noventa y el proceso democratizador en México dice usted que entre los intelectuales había poco entusiasmo por la democracia. ¿Qué pasó entonces con los intelectuales?, ¿cómo cambiaron esas expectativas?
—Se dio una situación paradójica porque los intelectuales habíamos alojado e impulsado la tradición del movimiento estudiantil de 1968, que era la democrática que habían impulsado los estudiantes, y la habíamos ido afinando para eliminar sus aspectos un poco caducos.
Paradójicamente, hacia el final del siglo la intelectualidad enfrentó una situación: había sido fundado el IFE y, a partir de la reforma electoral de 1996, en las elecciones intermedias del sexenio de Ernesto Zedillo el PRI perdió la mayoría por primera vez y se inició la transición, pero era claro que la democracia estaba llegando por la derecha y no por la izquierda, y la intelectualidad estaba más inclinada hacia esta última. En realidad, en México no existe realmente una intelectualidad de derecha, pero sí una tendencia política muy fuerte, que es el PAN.
Al llegar la democracia por la derecha, muchos intelectuales quedaron pasmados porque no es lo que esperaban; ellos deseaban que la encabezase Cuauhtémoc Cárdenas y no Vicente Fox.
Entonces hubo cierta frustración, la que recortó el entusiasmo que debería haber habido, el orgullo de haber logrado la transición democrática, como ocurrió en España, donde sí lo había. Allá la democracia tampoco llegó claramente por la izquierda, aunque ésta participó mucho y muy activamente, especialmente los partidos Comunista y Socialista, pero también hubo sectores de derecha franquista y otros ligados al Opus Dei que propiciaron la transición democrática.
No obstante, en España sí se generó una transición de la dictadura a la democracia, y en México todo el tránsito del autoritarismo dictatorial despótico del PRI a la democracia no le generó orgullo a mucha gente. Los políticos fueron, en parte, culpables de eso, porque tenían pocas conexiones con la intelectualidad. Hubo un malentendido y eso fue bastante lamentable.
Dos mundos separados
—También hay muchos recuerdos de su paso por la academia no sólo en la UNAM, sino también en Venezuela y Estados Unidos, por ejemplo.
—La academia en México para mí ha sido, por un lado, un espacio que me ha permitido trabajar libremente y también sobrevivir porque he vivido del salario como académico durante los últimos cincuenta años o más.
Por otro lado, la academia tiene muchas rigideces, muchos dogmatismos, normas cerradas. No se suele ver con buenos ojos que gente como yo esté cambiando tanto de tema. El típico académico hace su tesis de doctorado sobre un asunto y después se dedica más o menos a eso; el antropólogo también escoge uno, pero los académicos no suelen estar mutando como yo. En ese sentido fui excepcional, lo que me generó algunos problemas, algunos fáciles de solucionar porque cuando hice una mutación y cambié de la situación agraria y me interesó la identidad nacional del mexicano, ¿qué es lo que hice? Pues no se lo dije a nadie en México, pedí una beca Guggenheim, me fui a Estados Unidos y allí terminé mi libro La jaula de la melancolía, regresé y lo publiqué. Al hacerlo se dieron cuenta de que había cambiado. Entonces, eso tampoco me provocó demasiados problemas.
Como hay mucha libertad —muy importantes las de cátedra y de investigación que están inscritas en la UNAM— y además cierto desorden y caos porque es una universidad enorme, masiva, nunca acepté entrar en la academia norteamericana, aunque he hecho incursiones y he pasado tiempo en sus universidades, que son campos de concentración académica que no me gustaron nada como para quedarme allí toda la vida, a pesar de que tuve invitaciones para ello. Allá hay menos libertad, aunque hay muchos recursos.
Entonces me mantuve en la UNAM con gran libertad de movimiento y de pensamiento, lo cual ha sido realmente de agradecer.
—En la parte dedicada a la elaboración del libro al que hace referencia escribió: “Los mexicanos, pensé, están atrapados en la jaula de la melancolía, viviendo en una sociedad ni enteramente moderna ni propiamente democrática”. Más de treinta años después de aquel libro, ¿cómo estamos al respecto?
—En una época yo pensé que, después de ver la transición, mi libro La jaula de la melancolía ya no tenía razón de ser porque había llegado la democracia. Lo hizo con problemas, pero la modernización llegó por la derecha en forma tecnocrática, apoyada por el Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos impulsado por Salinas de Gortari.
Llegó la democracia, hubo alternancia con el PAN, el PRI regresó y los sectores tecnocráticos parecían querer seguir con la modernización, pero había mucha oposición. Todo iba a trompicones, pero continuó, lo que quiere decir concretamente el desarrollo de una economía capitalista conectada con el mundo.
Es una importante modernización, pero muy complicada y no completa. Llegó la democracia, hubo alternancia con el PAN, el PRI regresó y los sectores tecnocráticos parecían querer seguir con la modernización, pero había mucha oposición. Todo iba a trompicones, pero continuó, lo que quiere decir concretamente el desarrollo de una economía capitalista conectada con el mundo, globalizada, neoliberal, lo cual presentaba muchos problemas.
Eso por un lado, y, por otro, una democracia representativa. Todo eso parecía caminar, aunque demasiado lentamente para mi gusto, hasta que llegó el 2018 y el proceso se paró porque llegó un populista al gobierno y deshizo buena parte de los elementos modernizadores. El símbolo fue la destrucción del aeropuerto de Texcoco, que mandó la señal muy clara: modernización, no. Un tren turístico simpático, sí; una refinería, que es algo del pasado, sí, pero nada más, y una deriva autoritaria muy importante.
Eso es lo que ocurrió en 2018 y así estamos ahora, todavía en situación democrática aunque bajo fuertes amenazas y con resistencia de la sociedad.
La modernización no está siendo impulsada por el gobierno: se ha paralizado. Lo que se modernizó más o menos quedó allí, pero se ha detenido el ímpetu de la inversión extranjera porque el populismo de López Obrador tiene una mezcla rara de posiciones: lo que tiene el pobre dentro de la cabeza es algo completamente confuso, lo que genera caos en el entorno porque, por un lado, evidentemente es un gobierno que impulsa algunas medidas neoliberales y, por otro lado, tiene un discurso vagamente anticapitalista, nacionalista, de retorno al pasado.
Entonces estamos metidos en esa confusión en estos momentos. Vamos a ver cómo salimos.
—Después de La jaula de la melancolía se fue a Estados Unidos. Es entonces cuando usted dice que hay dos Bartra: el posmoderno y el posmexicano. El primero se dedica a la melancolía, al salvaje, al cerebro, y el otro es el que está muy interesado en la cuestión política. ¿Cómo ha logrado armonizar esas dos facetas tan distintas?
—Yo no creo que las haya logrado armonizar, pero están todas dentro de mí. Están inscritas en mi cerebro o coexisten, no sé si armónicamente porque por momentos, por ejemplo, cuando escribí el libro Regreso a la jaula, era el intelectual posmexicano que reaccionaba ante la situación política creada por el gobierno populista. Pero, al mismo tiempo, he seguido trabajando en mis temas posmodernos, como les llamo. Todo eso es un poco una broma.
Lo que he procurado es que no se contaminen entre sí, sobre todo que el lado político posmexicano no infecte el lado del estudio de las mitologías, que es mi principal interés como antropólogo. Claro que hay vasos comunicantes, desde luego: en mi libro El mito del hombre lobo hago la historia de un mito que representa el mal, el que está relacionado, de alguna manera, con la política, y en él hay una referencia a Putin y un poco más. Pero la idea de que hay mal en la sociedad y está ubicado allí, en la política, me conecta con lo otro.
Pero son dos mundos que mantengo bastante separados.
—Casi al final del libro usted dice: “Toda mi vida intelectual está enmarcada en amistades sin las cuales no habría podido avanzar”. ¿Cuáles son las principales que ha tenido?
—Quiero mencionar a dos porque son amigos desde la época en que éramos militantes del Partido Comunista y que hemos continuado siéndolo hasta hoy. El primero es Christopher Domínguez, que ahora está en Letras Libres encargado de la edición de la revista, y el otro es Francisco Valdés Ugalde.
Ellos han sido muy importantes para mí, y los destaco por la continuidad: compartimos ideales cuando éramos más o menos dogmáticos, y nuestra amistad se ha mantenido. Es algo muy destacable y muy importante.
He tenido muchísimos amigos; algunos han muerto, otros han dejado de serlo. La pérdida de amistad es muy natural, muy obvia: había razones políticas tan evidentes que impedía que siguiese, y al final su cese fue una especie de liberación de un ancla que me ataba a una época antigua. Pero pelearse con alguien por razones políticas nunca es agradable. ®