Un chango llamado Hemingway

Para soportar las altas temperaturas del averno de Tepic, la sesera sólo maquina la imagen escarchada de un tarro de chela o cualquier otro brebaje frío y enar­decedor que estimule el cerebro y contraponga la in­clemencia del sol colgado en el paisaje como lámpara chicharronera. Algún elíxir que resbale por la garganta, para deshacer el nudo seco que se atora en el gaznate, que ahoga la voz.

© Stephen Wilkes

Ando gerundio, sudando la cruda democracia, car­gando una cruz de doble filo. La ciudad arde bajo mis tenis; siento mis pies de chicle sobre el pavimento, alu­cino con borrar la distancia entre esta sed insaciable y el divino néctar de los magueyes.

Camino entre las calles heridas por los cirujanos del departamento de agua y alcantarillado, supero los obstá­culos, libro las barricadas involuntarias de las cuadrillas municipales en su desinteresado afán de obstruir las vías de navegación. Levanto mi rostro al infinito e imploro para que algún ser omnipotente se apiade y abra las ven­tanas del cosmos, me bendiga con alguna lluvia etílica o encienda el artefacto hacedor del viento, pero cero, no hay respuesta. Mi corazón invoca por la flor de su he­rida: ¡Oh Mayahuel bendita, rocíame con tu sangre de doncella, líbrame de este infierno que me quema!

Por fin, mis ruegos son escuchados y ante mis ojos de persiana se asoma la esperanza, descubro en el pai­saje polvoso del centro de Tepas el Bar Alica. Miro en la fachada un pizarrón clavado, con un anuncio escrito con gis de color naranja, el show del chef: “Fruta picada, sopa de pasta y carne asada”.

Llegué exactamente a las dos de la tarde, el bar es­taba infestado de parroquianos, siempre es así el día de quincena a la hora de la botana. Charly, uno de los meseros, muy a tiempo, antes de que yo desistiera y me largara, consiguió un lugar en la mesa donde bebían dos tipos extraños para la fauna que normalmente asiste a este templo de Baco. Se distinguían del resto de las fo­tografías colgadas en los muros y de los rostros, aunque borrosos, conocidos.

Estos batos chocaban sus vasos de brandy para sa­ludar e invocar al viejo Hemingway, lamentando que no estuviera presente. Yo había pedido de emergencia una chela de barril y un caballito de tequila para echar a jalar el motor que no carburaba a su ritmo cardiaco, así que, en un acto de solidaridad alcé mi derecho y con un chin­go de gusto también se lo dediqué al viejo Hemingway, pues me sentí en buena compañía y familiarizado con el personaje al cual le estaban ofrendando su borrache­ra. El tequila primero ardió en la panza, luego llegó a la sangre para empezar a lubricar la maquinaría del inser que habito.

Camino entre las calles heridas por los cirujanos del departamento de agua y alcantarillado, supero los obstá­culos, libro las barricadas involuntarias de las cuadrillas municipales en su desinteresado afán de obstruir las vías de navegación.

Después de un buen rato de chocar los tragos y beber a la salud de Hemingway, se rompió el hielo, uno de los tipos habló largo y tendido sobre su presencia en esta ciudad; dijo que eran trabajadores del circo de Capulina, que estaba de paso por Tepic, él era payaso y trapecista de origen brasileño, de nombre Mauro. Su acompañante resultó ser un tipo seco. Era ruso, de esos tanques de doscientos kilos, casi no hablaba y lo que decía no se le entendía muy bien, esto provocaba que Mauro se botara de risa. El payasete me comentó que el acorazado moscovita se había unido al grupo en Leningrado con su espectáculo de osos y otras fieras amaestradas. El tipo rojo intentaba por todos los medios darme a entender algo que después Mauro me explicó: en el circo ellos tenían un gorila, que no sólo era la atracción principal sino que era algo fuera de serie, y aunque su nombre artístico fuera el de King Kong, ellos lo habían bautizado con el de Hemingway, por la forma en que fuma la pipa. Me sorprendí, yo lo había asociado con el escritor y llegué a pensar que estos cabrones me estaban cabuleando. Desistí de esa idea y no, pensé (como ya estábamos medio ebrios y habían aceptado cambiar sus brandis por tequila, debido a mi invitación) que era una forma agradable de seguir el jolgorio. De todos modos, por las dudas y para no quedarme con la espina clavada, me puse de pie. Les grité que no les creía ni madres; el oso rojo se irritó, golpeó la mesa con el puño provocando que todo el pinche bar se estremeciera. El payaso se dejó caer al piso y reía a carcajadas debido a la confusión. Después del disturbio poético y serenados los ánimos, me propusieron ir a las instalaciones del circo para que lo conociera.

Salimos del congal para transitar por las ruinosas y desalumbradas calles nocturnas de Tepic; ahora el calor no importaba tanto, había conseguido volver a mi es­tado equilibrado. Cuando llegamos al sitio donde res­guardan a los animales, nos encontramos con un viejo catarrín que la hace de vigilante, nos saludó dejándonos pasar. Caminamos por los corredores de las jaulas hasta llegar a la del señor Hemingway. Quedé impresionado, la neta que sí, nunca había visto tan cerca a un chango de ese tamaño: se encontraba recargado en una mesa, la jaula estaba iluminada por una lámpara de escritorio y él chupaba su pipa, una cachucha cubría casi el total de su cabellera grisácea. Me miró a través de sus gafas, más bien nos quedamos observando el uno al otro, pa­recía una criatura sesuda analizándome. Después volvió su vista a una libreta que tenía sobre la mesa, comprendí que estábamos irrumpiendo su intimidad y nos exigía que lo dejáramos solo. Nos movimos los tres para lar­garnos, Mauro me comentó que nadie entiende lo que está pasando con el simio desde que le robó esa libreta y ese bolígrafo a un periodista, que vino hacer un reporta­je sobre la vida circense. “Tiene días queriendo escribir algo, pero sólo hace garabatos ilegibles, arruga la hoja haciéndola pelota y la deshecha”. En eso, voló un papel arrugado sobre nuestras cabezas. ®

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Publicado en: Narrativa, Octubre 2011

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