Alberto Fuguet agudiza sus capacidades de director en Música campesina, la historia de un chileno que llega a Nashville, la capital de la música country, en busca del sueño americano.
Los personajes del escritor y cineasta chileno Alberto Fuguet suelen estar en tránsito. Pero no en el sentido on the road de asumir que ponerse en el camino es en sí mismo haber llegado a la meta. Se mueven, más bien, por la carretera de su carnet vital, hacia un lugar, un estado emotivo o un momento, más reposado, menos agudo o doloroso, en el que pueden realmente estar. Donde encuentran el aire necesario para conciliar lo que quisieron ser y lo que son verdaderamente. Y lo que quizás puedan llegar a ser, si son capaces de no traicionarse a sí mismos, de librarse de esas miradas ajenas que opinan, los condicionan o hieren.
Simón, el protagonista del relato y novela gráfica Road Story, da pistas de ello cuando entiende que su momento (ése del que se ocupa la narración) es un paréntesis en su vida. Que él y su circunstancia se encuentran dentro y que si bien se abrió de alguna forma controlada o no, al final ese paréntesis terminará por cerrarse. O eso espera. Tiene que ser así. Porque hacia ese punto es donde encamina sus pasos.
A partir de ello, o sea de la observación y el encuadre, de la creación y el plasmado de paréntesis, es como puede conectarse mejor con la obra de Fuguet. El método, por ejemplo, funciona para entrar en sintonía y desglose de Música campesina (Country Music, una coproducción entre Cinépata y la Universidad de Vanderbilt), el tercer largometraje que escribe y dirige, estrenado el 27 de octubre de 2011 en Chile y desde entonces dándose en diversos países latinoamericanos.
Música campesina, filmada en Nashville, Tennesse, durante 2010, resultó ganadora de los premios Mejor Película Nacional y Movie City en el Festival Internacional de Cine de Valdivia en 2011. Para el 16 de marzo de 2012 estaba anunciado su estreno en la capital mexicana, en la Casa del Cine de la Ciudad de México, pero por un desacierto en la programación al final no fue exhibida. Al parecer sí se presentó en ese mismo mes en el Cecut en Tijuana, y estará próximamente en la Cineteca Nacional y en el Canal del Congreso, además de ser reprogramada por la Casa del Cine.
En el paréntesis que encuadra Country Music, Alejandro Tazo, chileno treintañero, común pero buena onda, arriba en Greyhound a Nashville, la tierra de la música country, procedente de la Costa Oeste. Tazo lleva el corazón quebrado y, ante la vergüenza de regresar a Chile derrotado, acaso con el sueño húmedo americano más bien reseco, se le romperá más y ya no sólo por amor, mientras intenta infructuosamente integrarse a una comunidad que más bien lo ignora, cuando no lo desprecia. En el afiche de la película se lee una pregunta esencial: “Alejandro Tazo ama América. ¿América lo ama a él?”
Alejandro Tazo podría parecer el familiar provinciano de Gastón Fernández y Ariel Roth, protagonistas de los dos largometrajes anteriores de Fuguet (Se arrienda, 2005, Velódromo, 2011), con un lazo que involucra el miedo al fracaso vital y a no inscribirse en el exitismo de quienes los rodean, ante la necesidad insobornable de ser quienes desean ser y no lo que otros esperarían de ellos. Pero el desarraigo y la soledad presentes en Fernández y Roth, en Alejandro Tazo parece punzar más en un país ajeno, con un idioma que apenas si balbucea, con una cultura que fuera de Johnny Cash, el gusto por la música country y una que otra película que ha visto de Clint Eastwood, le resulta indescifrable. Loca. Ajena. Como los hmong son ajenos para Walt Kowalski en Gran Torino.
Fuguet al dirigir no busca el virtuosismo técnico ni la espectacularidad estética de la imagen o discursiva. Hace algo más complejo, nacido de una inocultable querencia por sus personajes, sin por ello sobreprotegerlos: sus encuadres, sus enfoques, sus intenciones, parecen estar ahí para acompañar a Alejandro Tazo.
Alejandro Tazo no se da a entender. O muy poco. Tampoco entiende. O quizás todo lo contrario: llega al punto en que comprende que no será entendido y que además eso a nadie le importa. No es una tragedia para los demás. Y ni siquiera la suya. Lo que sí le hace irse para adentro es que las expectativas que tenía no corresponden a la realidad. Aunque creía tener cierto mundo, el mundo le supera, como a buena parte de los inmigrantes que creyeron saber a lo que tiraban cuando se marcharon de sus lugares de origen, aunque ahí vuelvan personal o virtualmente para contar cuentos de lo bien que les va, de lo súper que la pasan, de cómo han conquistado aquellas tierras idealizadas.
Alejandro Tazo, interpretado introspectiva y camaleónicamente por Pablo Cerda, se topa con los clichés que le impone Fuguet desde el guión, como ejemplo de que a veces eso es lo único que se conoce de lo que no es el ámbito propio. Lugares comunes que de cualquier manera descontrolan cuando se está frente a ellos.
Por eso hay en Música campesina escenas que son freaks: arrendadores cool y artistillas pero junkies y dealers. O que rozan la comedia: empleados estereotipados que niegan en Tazo lo que ellos mismos son; Tazo criticando la fast-food, la única capaz de pedir con su poco inglés. O que desencadenan una genuina simpatía y comprensión del personaje: Tazo contándole sus penas a una mesera desconocida que a todo asiente con la cabeza, sin cachar una; Tazo en una lavandería pormenorizando su vida a una argentina que escucha, pero no es menos desconocida; Tazo confesando que al final su novia lo botó en Estados Unidos porque tiene una vida más intelectual y académica, llena de amigos con doctorados, metas de éxito y futuros prometedores; Tazo haciendo números para saber si alcanza a pagar el precio de uno u otro hotel; Tazo librándose de gays en busca de batalla; Tazo semidesnudo en su cama, comiendo hielos, la tele transmitiendo en inglés; Tazo recibiendo negativas laborales o de aventón a su barrio; Tazo cantando una canción chilena cuando en su mente ha reencontrado el rumbo.
Fuguet agudiza sus capacidades de director en Música campesina, la primera que realiza en un lugar fuera de Chile, y lo logra en complicidad con la fotografía de Ashley Zeigler, justamente porque logra captar la extranjería, el vacío, el no lugar que rodea a Tazo: freeways donde los vehículos cumplen sus destinos, indiferentes, imparables. Gente reunida en bares, bailando, bebiendo, ajena a lo exterior de su grupo, en medio de la noche. Cuartos de hoteles que subrayan la falta de lazos y raíces con el huésped, estridentes desde los letreros de neón que anuncian sus ofertas. Silencios descriptivos y emocionales que parecería que alivian. Diálogos que ocultan sentimientos, pero desnudan situaciones.
Fuguet al dirigir no busca el virtuosismo técnico ni la espectacularidad estética de la imagen o discursiva. Hace algo más complejo, nacido de una inocultable querencia por sus personajes, sin por ello sobreprotegerlos: sus encuadres, sus enfoques, sus intenciones, parecen estar ahí para acompañar a Alejandro Tazo. Para que pueda comunicarse con el espectador más allá de los idiomas. Para que, aunque a veces parezca perdido o a la deriva en una trama que por poco se diluye, como tanta gente en su propia vida, después de todo logre abrir y, sobre todo, cerrar el paréntesis. ®