Así funciona la memoria. A veces construye un andamio para edificar el futuro y otras remueve escombros, dejando al descubierto cadáveres que no deberían ser olvidados.
No recuerdo cuándo fue la última vez que leí algo que me provocara lo que sentí mientras leía Los andamiajes del miedo (Universidad Veracruzana, 2016). Pedro de Isla (Monterrey, 1966) nos entrega una novela inspirada en un crimen real, cruda e incómoda, pero escrita extraordinariamente, con una prosa y un ritmo que te atrapan página tras página.
La novela tiene como tema central un crimen real cometido en enero de 1977 en Monterrey, cuando dos hermanas fueron secuestradas y violentadas, y una de ellas asesinada, por un hombre que se ofreció a llevarlas a su departamento tras haberse conocido en una discoteca. El hombre, de nombre Édgar, creyó haber asesinado a las dos hermanas, pero una de ellas sobrevivió, convirtiéndose en la única testigo del crimen.
El autor logra esquivar el morbo generado por este caso, que en su momento fue muy mediático, y se enfoca en la psique de sus personajes, tanto en la del asesino como en la de la sociedad.
En este libro De Isla aborda la historia desde tres puntos de vista: el de Édgar/Gonzalo, el asesino, quien años después de haber cometido el crimen y tras haber cambiado su identidad ve cómo surge de nuevo en un diario la nota sobre el asesinato. El de Édgar —a quien llamaremos “el otro Édgar”)— un aspirante a escritor sin talento que encuentra en la sección de clasificados una novela a la venta, que resulta ser la historia del crimen de las hermanas. Y el del asesino, narrado en segunda persona emulando a su conciencia, antes y durante los hechos criminales.
A pesar de que este hecho es el eje central de la novela, no es lo más destacable de ella. El autor logra esquivar el morbo generado por este caso, que en su momento fue muy mediático, y se enfoca en la psique de sus personajes, tanto en la del asesino como en la de la sociedad. En el primer caso vemos las dos caras de la moneda en Édgar como victimario y Gonzalo como víctima. Y no víctima como lo fueron las hermanas, sino víctima de su propia paranoia, pues, a pesar de sus acciones, nunca muestra arrepentimiento. Para Gonzalo es más importante aquello que se diga de él que el mismo peso de la ley. Lo cual nos lleva a lo segundo: la psique colectiva. A pesar de que la novela ocurre muchos años después de cuando se cometió el ataque, el autor dibuja cómo era el pensamiento de la sociedad regiomontana —y no sólo en este lugar— en la década de los setenta. El control de la información y la manipulación de los hechos por parte de los medios, el tráfico de influencias reflejado en la breve condena del asesino, la xenofobia y la misoginia con la revictimización de las hermanas, son solamente algunos de los ejemplos de cómo una sociedad puede hacer de todo, incluso minimizar un crimen mayor, para proteger su status quo.
El otro Édgar, en cambio, se convierte en una encarnación de la memoria. Tras ir por la novela publicada en el periódico encuentra una historia y se obsesiona con ella. Investiga a fondo, incluso envuelve a otros, como a su novia Griselda y a Daniel, un periodista retirado y alcohólico que ventila cada tanto los secretos de su profesión. A tal punto llega la obsesión del otro Édgar con la historia que termina repercutiendo en su vida personal. Así funciona la memoria. A veces construye un andamio para edificar el futuro y otras remueve escombros, dejando al descubierto cadáveres que no deberían ser olvidados.
Esta fantástica novela no te deja con un buen sabor de boca. Te toma de las entrañas y las exprime hasta que terminas de leer. Te incomoda, te asquea y te indigna. Te hace cuestionarte sobre la moral y lo rápido que olvidamos las cosas. Pero, sin duda, debajo de todo eso, hay una metanarrativa tejida de manera magistral, en la que cada palabra erige un trozo de historia, tanto literaria como de vida real, reconstruyendo el pasado y cimentando el futuro. ®