Miguel García estudió largo tiempo a la familia que lo contrató hasta que decidió entrar a su casa para robarles joyas, dinero, una pistola. Cada vez hay más casos como éste, dice la policía.
Miguel esperaba a que el auto rojo saliera de la casa, los había vigilado unas horas esa mañana, muchas más durante meses. Vio pasar el Nissan Versa a unos metros de él, ninguna de las dos personas que viajaban dentro se dieron cuenta de que estuvo ahí, a unos metros de ellos. Cuando el vehículo se perdió en las calles del condominio se puso de pie frente a la propiedad. La recorrió a lo ancho, un último vistazo antes de entrar.
No había dónde ocultarse, de todas formas no le hacía falta porque conocía bien dónde estaba. Escondido a simple vista. En ese momento poco importaba la demanda que ya ha había en su contra o que la policía lo buscara, era un tipo casi invisible que revisaba el interior por las cuatro ventanas.
Estaban por dar las doce del día en el Club de Golf Santa Anita; en ese barrio residencial no hay edificios altos ni esquinas o callejones donde esperar a cubierto. A Miguel García le daba el sol en la cabeza igual que a las personas que pasean a sus perros o salen a correr a esa hora. Seguramente alguien más pasó cerca de él sin prestarle atención. Encontró sombra hasta que llegó al sitio que escogió para entrar a la casa. Cuando estaba seguro de que no había nadie.
Se metió por un espacio de treinta centímetros. En la pared del lado norte hay una ventanita corrediza de setenta centímetros de largo por sesenta de ancho. No la rompió, desmontó el mosquitero, quitó el seguro y deslizó la hoja de vidrio a la derecha. Ese orificio en el muro lleva al baño de la recámara principal, en las paredes blancas alrededor de la taza quedaron huellas negras de pies y manos. Si hubiera sido un robo tan discreto como lo planeó, la única evidencia obvia habrían sido los rastros oscuros junto al sanitario. Las marcas de un ladrón muy hábil, silencioso.
Cuando los agentes de la fiscalía fueron a la casa esa misma noche notaron que nada estaba fuera de lugar, las señales de donde pasaron sus manos fueron reveladas por polvo bicromático y luz morada. Miguel sabía lo que buscaba, lo más importante fue la pistola, que estaba guardada en un cajón de un ropero a unos cinco metros de la ventana por la que se metió. El arma le pertenecía a Marco, el señor que lo contrató medio año antes.
Miguel sabía lo que buscaba, lo más importante fue la pistola, que estaba guardada en un cajón de un ropero a unos cinco metros de la ventana por la que se metió. El arma le pertenecía a Marco, el señor que lo contrató medio año antes.
Guardó la Mauser HSc en sus pantalones junto con unas joyas de Daniela, la esposa de Marco. Una de las alhajas que ya no están en su cajita fue el anillo de compromiso que le dio su marido a bordo de una trajinera en Xochimilco hace veintinueve años. Al salir de la recámara principal fue por un rifle de aire comprimido que estaba en la habitación contigua. Hasta la fecha nadie está seguro de si Miguel sabía que se trataba de un fusil de tiro deportivo, si buscaba armas en específico o los objetos de valor.
Ana estaba en su recámara. Su profesor canceló la clase de ese día y se quedó ahí en lugar de ir a la universidad. Su puerta estaba abierta. Veía la pantalla de su celular cuando oyó los pasos. Su hermano se había ido junto con su novia hacía menos de treinta minutos, por lo general sale y no regresa en varias horas. La chica se levantó, dejó el móvil en la cama. Miguel debió de escuchar el volumen alto de los videos, su risa que se detuvo de repente; ella, a alguien que caminaba adentro. Los dos se conocían, se habían visto muchas veces, ninguno tenía por qué estar ahí ese día. No tenían que encontrarse.
Marco conoció a Miguel a mediados del año pasado, lo contrató para labores de albañilería en un negocio que tiene junto con su esposa en Tlajomulco de Zúñiga. Una de las trabajadoras del lugar lo recomendó. Hasta la fecha no recuerda cuál de ellas le hizo el favor de sugerirle al hombre que no lo dejaría en paz a él ni a su familia.
Sabía hacer un poco de todo con algunas herramientas. Daniela cuenta que en una ocasión subió veinte metros al segundo piso por fuera de las instalaciones sin usar una escalera ni una cuerda. Se sostuvo de una ventana entreabierta con una mano y recubrió unos cables con la otra. Se trataba de un tipo fuerte, no como un fisicoculturista, más bien alguien delgado que mide un metro con ochenta centímetros. Sin hombros abultados ni ningún otro músculo que le estorbara demasiado, tenía la piel pegada a los huesos, como un atleta de peso ligero.
Hacía bien su trabajo, no hablaba mucho, eso bastó para que en junio de 2023 Marco le pidiera hacer unas reparaciones en su casa. Miguel cambió los marcos de las ventanas que luego revisó antes de entrar sin invitación al domicilio. Durante ese tiempo conoció a Ana y a Rubén, el que conducía el Nissan rojo. Ninguna de las cuatro personas de esa familia dice haber notado conducta sospechosa del trabajador.
Después de todo lo ocurrido Rubén recordó un día en el que se quedó sólo en la casa con él. Dejó de escuchar el sonido del taladro que usaba para instalar unas canaletas, se levantó del sillón de la sala. Encontró a Miguel afuera de su cuarto, lo miraba desde fuera en silencio. Cuando se dio cuenta de que había alguien más ahí se volteó sin decir nada, se levantó la camiseta, tenía un San Judas Tadeo tatuado a lo largo del costado, igual a la figura que estaba sobre el buró junto a la cama de la habitación del chico.
Sus padres y su hermana hablan de esos días como un periodo en el que fueron observados, estudiados. Algo parecido a cuando alguien descubre una infidelidad y repasa todo el tiempo que pasó con esa persona.
Al joven de veinticuatro años le parece que es una de esas memorias que reaparecen después de darse cuenta de cuando uno descubre un tipo de engaño, una traición. Sus padres y su hermana hablan de esos días como un periodo en el que fueron observados, estudiados. Algo parecido a cuando alguien descubre una infidelidad y repasa todo el tiempo que pasó con esa persona. Engaños, a fin de cuentas.
En diciembre de ese año Daniela se dio cuenta de que faltaba dinero, los ahorros que cada uno guardaba en algún cajón de su cuarto. Miguel era el único que iba a esa casa fuera de la familia. Marco lo despidió al día siguiente, el trabajador no negó haberlo hecho. “¿Según usted cuánto le robé?”, fue lo último que dijo antes de que le pidieran irse.
A finales de enero de 2024 Miguel les marcó por teléfono a Marco y Daniela varias veces, ninguno le contestó ni le dieron importancia. Cinco llamadas perdidas a cada uno. La primera semana de febrero fue a verlos a su negocio, entró sin decir nada en la puerta ni en la recepción. Caminó por un lugar del que fue asiduo. Entró a la oficina que comparte el matrimonio.
Quería dinero. A Marco se le nota en sus ojos sumidos, en cómo se contraen sus cejas cuando se indigna o enoja. No entendió cómo estaba ahí para pedirle efectivo después de haberse llevado el de su casa, y se lo dijo. Miguel sólo respondió que no con un movimiento de su cabeza hacia los lados sin decir nada. Antes de que pudiera añadir otra cosa Daniela sacó su celular para grabar el encuentro. Volteó a la cámara, se fue sin más, la mujer lo siguió unos pasos hasta que salió por la puerta.
La mañana del dieciocho de ese mes Daniela se quiso lavar las manos, pero nada salió de la llave de su oficina. La bomba de agua ya no estaba, revisaron las cámaras de seguridad.
La próxima vez que lo vieron fue a mediados de marzo en una pantalla. La mañana del dieciocho de ese mes Daniela se quiso lavar las manos, pero nada salió de la llave de su oficina. La bomba de agua ya no estaba, revisaron las cámaras de seguridad. En la madrugada Miguel subió por la reja de nueve metros con un morral rojo lleno de herramientas en la espalda. Se llevó la pieza hidroneumática que él mismo instaló un tiempo atrás.
Escaló la reja de nuevo para dejar la bomba en la calle junto a su bicicleta. La sostuvo con el brazo izquierdo, trepó con el derecho. Luego regresó al interior para meterse en el complejo. No forzó la única entrada, se sabe porque está en el campo de visión de la cámara de seguridad. Desapareció del cuadro, entró al lugar por alguna parte del muro que había subido muchas veces. En esa ocasión se llevó dinero que Marco y Daniela guardaban en su oficina.
Levantaron una denuncia en la Fiscalía de Tlajomulco de Zúñiga ese mismo día. Entregaron el video como evidencia junto con copias de su identificación; ni un policía fue al negocio. El robo se persigue de oficio, una patrulla fue a buscarlo a su casa en San Agustín esa tarde, ya no estaba. Los oficiales se encontraron con su madre y su hermana.
Miguel volvió a llamar a Marco y a Daniela a sus teléfonos el día después de que la policía fuera a su casa. Tampoco contestaron esta vez, cada uno se quedó con ocho llamadas perdidas en su celular. No era la primera vez que los robaban; al igual que las otras veces las autoridades tomaron la declaración, luego no se supo nada más. Sólo querían dejar un precedente legal, estar tranquilos, faltaban unos días para Semana Santa.
Cuando la joven de veintiún años se dio cuenta de que la persona que caminaba por el interior no era su hermano ni sus padres corrió a un baño. Cerró la puerta con seguro, pero dejó el celular en su cama.
No volvieron a pensar en el tipo que trabajó para ellos hasta el quince de abril, el día en que Ana no tenía que estar en la casa. Cuando la joven de veintiún años se dio cuenta de que la persona que caminaba por el interior no era su hermano ni sus padres corrió a un baño. Cerró la puerta con seguro, pero dejó el celular en su cama.
Para este punto Miguel ya tenía la pistola consigo. Golpeó la puerta un par de veces, le ordenó a la chica que saliera. Ana escuchó unos porrazos más a la puerta que pudieron haber sido con la mano o la pierna. Sólo esperaba que el tipo no fuera a ver el celular que dejó en otro lado. El tipo dejó la puerta en paz para decirle que iba a matarla a ella y a su familia. Después hubo silencio, se quedó encerrada un rato más.
Cuando sus padres y su hermano regresaron a la casa vieron la puerta. Es vieja, porosa, de las que se hinchan con la humedad de verano; tumbarla de una patada habría sido sencillo, sobre todo para alguien con la fuerza de ese albañil. Los miembros de esa familia están convencidos de que a Ana no le pasó nada ese día porque el tipo no quiso hacerle daño. Es otra cosa en la que piensan, además del tiempo en que observó sus vidas.
Miguel salió de la casa por una ventana que da al jardín, en una mano llevaba el rifle de aire dentro de su estuche negro, en la otra una cubeta pequeña con algunas de las joyas de Daniela. Poco antes de dar el primer paso en la acera se encontró con Javier, el jardinero que regaba la casa de al lado. Le preguntó si Marco lo había contratado de nuevo, los que cortan el pasto y riegan las plantas se saben la vida de todos. Corrió en lugar de decirle que sí.
Javier fue tras de él, luego admitió que no tenía idea de qué pasaba, pero que desconfía de quien sea que vaya con cosas que no son suyas en las manos. El jardinero había visto a Marco salir de su casa con el estuche del rifle colgado del hombro muchas veces. Corrieron al otro lado de la calle, Miguel se metió al jardín de la casa que está frente de la que había entrado a robar hacía unos momentos.
Soltó el estuche del rifle para poder trepar un muro de ocho metros sin escalera, el que separa al Club de Golf Santa Anita del resto de Tlajomulco. Cuando dio el salto para subir se le cayeron unas joyas de la cubeta que llevaba en una mano. Javier regresó a ver si había alguien en la casa. Ana salió del baño cuando escuchó que alguien tocó la puerta.
Esa misma noche los agentes de la fiscalía que fueron a la casa encontraron sangre de Miguel en la ventanita, se cortó al entrar. Les dijeron a Marco y a Daniela que, con la evidencia biológica, el video de seguridad del condominio y el testimonio de Javier tenían suficientes pruebas para vincularlo al crimen. Lo único que faltaba era encontrarlo.
Cuando dio el salto para subir se le cayeron unas joyas de la cubeta que llevaba en una mano. Javier regresó a ver si había alguien en la casa. Ana salió del baño cuando escuchó que alguien tocó la puerta.
Antes de que los agentes se fueran Daniela les preguntó había otra cosa qué hacer para acelerar el caso. Toda la familia moría por escuchar lo que el policía investigador tenía que decir. El oficial le dijo que lo único que debían hacer era darle seguimiento a la denuncia y que tuvieron mucha suerte. No se sentían muy afortunados.
Les contó de un caso parecido que ocurrió en Zapopan, en donde unos tipos entraron a una casa que pensaron estaba vacía, sólo que dentro estaba una chica un poco menor que Ana. La golpearon, la amarraron y la aterrorizaron con amenazas durante dos horas. Esto no tranquilizó a nadie en lo más mínimo. Antes de irse el agente pronunció la misma maldita frase que se dice en estas ocasiones: “Estos casos son comunes por aquí, desafortunadamente cada vez son más frecuentes”.
La familia recién había salido de un engaño en el que estaban cómodos, en el que nadie los observaba, nadie estudiaba su espacio, nadie se aprendía su rutina. Esa noche trataron de adoptar otro engaño que no los reconfortaba tanto como el anterior, uno en el que la policía va a encontrar al ladrón, uno en el que están seguros en su propia casa, uno en el que Miguel García no va a regresar, uno en el que todo va a estar bien. ®