Un general venezolano en la Revolución francesa

Francisco de Miranda, un militar antimilitarista

“Hemos excedido la medida de todos los crímenes y de todas las desgracias que nos han trasmitido los anales del mundo, y esto se ha verificado precisamente porque la Convención se arrogó una plenitud de poder mayor que la disfrutada jamás por tirano alguno”.

El pintor venezolano Arturo Michelena representó el cautiverio del precursor en el
célebre lienzo Miranda en La Carraca (1896), la cárcel española en que falleció.

Miremos al Arco del Triunfo de París. Entre héroes como Lafayette, Pichegru o Bernadotte aparece Francisco de Miranda (1750–1816). ¿Cómo es posible que un venezolano, desertor del ejército español, acabara convirtiéndose en protagonista de la Revolución francesa? Sólo por eso su vida ya resulta bastante novelesca. Lo recordamos, sin embargo, por ser el precursor por excelencia de la independencia latinoamericana. En plena era de las revoluciones atlánticas nadie más llegó a combatir en todas.

Miranda simpatizaba de forma natural con los ideales igualitarios de 1789. Hijo de un comerciante, sufrió en carne propia la discriminación por razones sociales. En un episodio que lo marcó a fuego su padre se vio obligado a renunciar a su empleo militar presionado por los aristócratas de Caracas. Para ellos resultaba inconcebible que un mercader, oficio innoble por definición, ejerciera la función castrense de la nobleza. Ante la evidencia de que en su tierra natal le aguardaba un futuro mediocre, el joven Francisco se embarcó hacia España, donde inició su carrera militar. Estaba muy seguro de su propia capacidad y ansiaba demostrarla.

Por esas fechas nos encontramos en plena de guerra de independencia norteamericana. La España de Carlos III, al ver en apuros a Inglaterra, su secular enemiga, no duda en apoyar a los rebeldes de las trece colonias. Sin pensar en que ese respaldo pueda tener un efecto boomerang, al legitimar la secesión de las colonias hispanas. En esos momentos, sin embargo, nadie se acuerda del largo plazo. Sobre todo porque se consigue una gran victoria, la toma de Pensacola, en Florida. Miranda se distinguirá en ese y otros escenarios. Hasta el punto de que nos recuerda a James Bond por su delicada misión en Jamaica, a la búsqueda de información que facilitara un futuro desembarco.

Sus diarios dan cuenta de su curiosidad insaciable: anota mil detalles, ya se trate de obras de arte o sobre sus devaneos sexuales. La historiografía patriótica ha cubierto con un púdico velo su libido insaciable, pero sus propios escritos delatan cómo no pierde ocasión de solazarse con prostitutas.

Aunque es el hombre de confianza del gobernador de Cuba, graves acusaciones lo colocan en una situación comprometida. Se le implicaba en un caso de contrabando, lo que no es imposible, al tiempo que se le culpaba de que un general británico tuviera acceso a información sensible sobre fortificaciones. En esto último su inocencia sí parece clara. Para eludir a la justicia escapará primero a Estados Unidos y más tarde recorrerá toda Europa, en su particular versión del “Grand Tour”, el célebre viaje formativo. Será el primer latinoamericano en hacerlo. Sus diarios dan cuenta de su curiosidad insaciable: anota mil detalles, ya se trate de obras de arte o sobre sus devaneos sexuales. La historiografía patriótica ha cubierto con un púdico velo su libido insaciable, pero sus propios escritos delatan cómo no pierde ocasión de solazarse con prostitutas.

Lo importante, sin embargo, es que en este periodo, de 1783 a 1790, madura su aspiración de convertirse en el George Washington de América Latina. Así, tienta a William Pitt, con promesas económicas a cambio de barcos y soldados. El primer ministro inglés, siempre astuto, sabe manipularse sin comprometerse a nada. Es entonces cuando el venezolano, decepcionado, se encamina hacia una Francia que acaba de rebelarse contra el absolutismo.

La revolución busca un general

En París la afinidad política le facilitó la amistad con destacados girondinos. Como de costumbre, oportunas cartas de recomendación le llevan de un personaje a otro. Así conoce al diputado Brissot de Warville, al alcalde de París, Géröme Pétion, o al general Dumouriez. Quiere averiguar si los franceses, tal como él supone, proyectan revolucionar la América española. Intenta convencerlos de que es al otro lado del Atlántico donde deben concentrar sus esfuerzos y no, como ellos piensan, en derribar el absolutismo más allá de los Pirineos. La suerte parece acompañarlo: los dirigentes galos le prometen que no tomaran decisiones al respecto sin informarle. Mientras tanto, emplea sus amplias dotes mundanas en los salones de moda que proliferan en la capital.

En agosto de 1792 el ministro de la Guerra, Servan, le ofrece un puesto de general. El gobierno buscaba desesperadamente mandos para sus tropas, ante el exilio masivo de los partidarios del Antiguo Régimen. Miranda, además de garantías políticas, cuenta con buena preparación técnica por haber servido en el ejército español y por sus conocimientos teóricos. Servan sólo tiene una duda, ¿resulta adecuado nombrar a un extranjero, por grande que sea su patriotismo y talento? Entonces interviene el alcalde de París, Pétion, para convencerlo de que en este caso la nacionalidad no cuenta. La salvación de Francia depende de que Austria y Prusia sean derrotadas.

El venezolano acepta la oferta bajo condiciones muy claras. Reclama, en primer lugar, la graduación y el sueldo de Mariscal de Campo. Así, cuando finalice la contienda, tendrá un cargo que le permitirá “vivir honestamente”. Exige, además, que se le conceda preferencia sobre los militares franceses porque en esos momentos la abnegación de un extranjero resulta más meritoria. Y, por supuesto, pide la ayuda para que los pueblos de América del Sur consigan su libertad. Ésta es su razón principal, explica en una carta de la época: “Lo que más fuertemente me ha inducido es la esperanza de ser útil a mi pobre patria, a la que yo no puedo abandonar”.

Ante tantas peticiones los franceses dudaron. Miranda estuvo tentado de coger su pasaporte y regresar a Inglaterra, pero finalmente vio satisfechas sus pretensiones. Encargó entonces un uniforme, hizo testamento y se preparó unirse al ejército del Norte. Tiene como inmediato superior a Dumouriez, quien al principio será todo cordialidad y simpatía, con frases de este tenor: “Su amistad, mi querido Miranda, es mi más preciosa recompensa”, o “su sublime filosofía es lo que nos une”.

El camino de la victoria

Nuestro hombre debía detener el avance enemigo sobre París. Sus soldados le parecen hombres honrados y sencillos, llenos de civismo y odio a la monarquía, por los que vale la pena ir al fin del mundo. Pronto tiene la oportunidad de entrar en acción y evidencia dotes de mando al lograr un pequeño triunfo contra austriacos y franceses en Briquenay. Poco después interviene en la mítica batalla de Valmy, la victoria francesa que según Goethe marcó el inicio de una nueva era. Se ha dicho que aquí demostró cualidades de jefe y prestó una contribución decisiva. En realidad, nada se sabe sobre su actuación particular.

Durante cinco meses, hasta marzo de 1793, se sucederán sus éxitos por ciudades cuyas defensas ha estudiado años atrás durante sus viajes. Las victorias no le evitarán dificultades con sus colegas y subordinados franceses, molestos por la rápida ascensión de un extranjero que les irrita con su altivez.

En la invasión de los Países Bajos, Dumouirez le encomienda la conquista de Amberes, en sustitución del incompetente La Bourdonnaye. Ante lo deplorable de la situación tiene que emplear toda su mano dura para restaurar la disciplina. Con resultados inmediatos, tal como reconocen los oficiales de ingenieros, “la llegada del general Miranda y la actividad que puso en apresurar la ejecución de las baterías han acelerado muy ciertamente la rendición de la ciudad”.

Mientras asediaba la ciudad belga su nombre sonó fuerte entre los candidatos para el puesto de gobernador de Santo Domingo. Brissot lo propuso convencido de que sabría acabar con las disputas internas de la colonia, confundir a Pitt y asustar a España. No cabía duda: debía partir inmediatamente a bordo de la “Capricieuse”. Con su talento y prestigio el éxito estaba asegurado. Diez o doce mil soldados, junto a unos cuantos miles de mulatos que se reclutarían fácilmente, no tendrían problemas en llevar la libertad al imperio hispano.

Brissot sólo veía un inconveniente, que Dumouirez no quisiera desprenderse de colaborador tan valioso. En realidad, a Miranda el proyecto no le entusiasmaba lo más mínimo. Para escabullirse, alegó su desconocimiento de las islas francesas. Objetó que su partida alarmaría a las Cortes de Londres y Madrid. En realidad, su actitud fría se explica por el temor a que América Latina se viera contagiada de ideas revolucionarias que generen el caos.

Demasiadas cosas le parecían inaceptables, sobre todo la ejecución de Luis XVI, una catástrofe con la que Francia se había ganado la enemistad de toda Europa. Partidario de una monarquía constitucional, trató de restaurarla a través de un golpe de Estado. Luis XVII, el joven hijo del soberano difunto, dejaría de pudrirse en la prisión del Temple para acceder al trono.

A la hora de la verdad, el asunto no pasó de simple idea. Miranda resultaba más útil en los Países Bajos, donde inició el cerco de Maastricht. Cuando tomara la ciudad su ejército se uniría al de Dumouriez y juntos ocuparían la provincia de Utrecht. Sus expectativas, por desgracia, se fueron al traste. El comandante en jefe se vio frenado en Dordrecht, mientras Maastricht resistía más de lo previsto. El venezolano, así las cosas, tuvo que desistir.

Su relación con Dumouriez, entre tanto, se había enfriado por divergencias políticas. Para el galo la mitad de los miembros de la Asamblea eran imbéciles y la otra mitad bandidos. Demasiadas cosas le parecían inaceptables, sobre todo la ejecución de Luis XVI, una catástrofe con la que Francia se había ganado la enemistad de toda Europa. Partidario de una monarquía constitucional, trató de restaurarla a través de un golpe de Estado. Luis XVII, el joven hijo del soberano difunto, dejaría de pudrirse en la prisión del Temple para acceder al trono.

Miranda captó atentamente la evolución de su superior cuando afirmó que éste había traído de Holanda “una nueva doctrina que le parecía lo menos conforme a la igualdad y al republicanismo”. También observó que su carácter, ahora más agrio, traducía una creciente exasperación contra la Convención nacional. En adelante, sus caminos serán completamente divergentes. Mientras uno permanecerá fiel a la República, el otro la traicionará pasándose al enemigo. 

Cuando el general en jefe pregunta a los soldados su opinión respecto a la proscripción dictada contra él por los jacobinos, Miranda procura hacerle comprender que la cuestión está fuera de lugar. Delante de las tropas no debe tratarse un tema así. Esta reacción irritó a un Dumouriez que responde con brusquedad:

—¿Cree usted, general, en la igualdad de que hablan los facciosos?
—Creo en ella —afirma el venezolano con aplomo.

Dumouriez nada dijo, pero desde entonces trató a su ya antiguo amigo con una desconfianza que no cesó de aumentar. Su relación, fría, se volvió gélida tras la tremenda derrota en Neerwinden el 18 de marzo de 1793. Cerca de 40 mil hombres, la mayoría voluntarios desorganizados y sin disciplina, no estaban en condiciones para enfrentarse a 52 mil veteranos austriacos.

Durante el combate el venezolano mandó el ala izquierda, el general Valence la derecha y el duque de Chartres el centro. Al formar un trío mal avenido, su coordinación estaría lejos de lo óptimo. Al parecer, entre Miranda y Valence existía cierta incompatibilidad, tal vez motivada por sus distintos orígenes: el primero, criollo de clase media; el segundo, conde de Timbrune. Por su parte, Chartres, futuro rey Luis Felipe, no apreciaba los talentos militares de nuestro protagonista. Admitía la amplitud de su preparación teórica, pero le consideraba indeciso y carente de experiencia sobre el terreno. Una cosa era dedicarse a la estrategia sobre un mapa, otra muy distinta afrontar peligro real.

Fue a Miranda a quien le tocó la parte más ingrata del combate. Su función, de acuerdo con Michelet, el historiador decimonónico, consistía simple y llanamente en dejarse aplastar. Dumouriez lo había colocado frente a fuerzas mucho más numerosas, dirigidas por el archiduque Carlos en persona. Y un príncipe se situaba siempre en la posición más ventajosa, aquella con más posibilidades de garantizar el triunfo.

Sobre Miranda caía la responsabilidad, por su falta de coraje en los momentos decisivos. Además, su carácter altivo no resultaba el más idóneo para mandar: “Este general era de carácter extraño, altanero y severo, causa de que se le detestara universalmente. No sabía cómo tratar a los soldados franceses, que siempre deben ser conducidos con alegría y confianza”.

Sufrió, como era de prever, importantes pérdidas. Sus hombres emprendieron la retirada sin orden ni concierto. La desbandada empeoró las cosas, lo que no hizo sino agravar el desastre. La derrota no admitía paliativos, pero… ¿Quién tenía la culpa? Las opiniones no podían ser más opuestas. Según el comandante en jefe, el ala derecha había cumplido. De no haberse desplomado el ala izquierda, incapaz de resistir hasta la llegada de refuerzos, la victoria se habría decantado del lado francés. Sobre Miranda caía la responsabilidad, por su falta de coraje en los momentos decisivos. Además, su carácter altivo no resultaba el más idóneo para mandar: “Este general era de carácter extraño, altanero y severo, causa de que se le detestara universalmente. No sabía cómo tratar a los soldados franceses, que siempre deben ser conducidos con alegría y confianza”.

En cambio, un experto en la historia militar de la Revolución, el barón de Jomini, creía que el venezolano había actuado correctamente, sobre todo teniendo cuenta su inferioridad numérica. Era Dumouriez el equivocado al colocar a su ala izquierda en excesiva desventaja, demasiado alejada del grueso del ejército para recibir ayuda a tiempo.

Por su parte, Jean–Pierre Bois, biógrafo de Dumouriez, considera que Miranda cometió una negligencia al no informar de su retirada a su superior, por lo que éste habría creído que todo iba bien.

Sucedieran los hechos como sucedieran, el venezolano no admitió responsabilidades. Afirmó que se había limitado a obedecer órdenes absurdas, con la disciplina del buen militar. Lamentaba que las operaciones se hubieran planteado sin contar con su parecer, porque el orgullo de Dumouriez le impedía aceptar consejos sensatos. Por eso lanzó a un ataque frontal en inferioridad de condiciones: El enemigo no solamente disponía de más hombres, y mejor situados sobre el terreno; contaba además con una temible artillería.

Cuando se conozca la noticia de la derrota muchos dedos acusadores se levantarán contra nuestro hombre en un alarde de xenofobia. Muchos ven en él a un militar incompetente y a un peligroso contrarrevolucionario, partidario de la restauración monárquica. El jacobino Marat, por ejemplo, lo denunciará por traidor. En ese ambiente enrarecido son los generales extranjeros quienes han de pagar por los desastres. “Aquí, es Miranda, un español; allí, un alemán; más allá, un polaco”. Incluso se propondrá un decreto para que sólo los franceses ostenten el mando. Como señaló Parra–Pérez, a Miranda, en su calidad de foráneo, “se le podía echar encima la responsabilidad de todas las faltas de que se hicieran culpables los demás generales”.

Varios factores contribuyen a alimentar las sospechas: ¿Acaso Miranda no ha vivido en Inglaterra, el país enemigo? No es ningún secreto que admira su sistema político, ni que mantiene relaciones con algunas de sus personalidades más relevantes.

El 24 de marzo la Convención lo llama para que se defienda de las acusaciones de negligencia militar. Se presenta ante el tribunal seguro de sí mismo. El juicio tendrá lugar dentro de un escrupuloso respeto hacia las formas legales; a petición suya, le son entregados todos los papeles que requiere para defenderse. Cuenta, además, con un letrado de excepción, Claude François Chaveau de Lagarde, el mismo que defenderá a la reina María Antonieta. Durante tres largos días, veintidós testigos de cargo y treinta y seis de descargo se suceden ante el jurado.

Se le acusa de haber deseado la derrota por sus ansias de obtener el mando, pero él recuerda que el general Valence tenía prioridad a la hora de sustituir a Dumouriez. Su papel en todo el embrollo se había reducido a cumplir órdenes.

En teoría, lo que se discute es una cuestión de aptitud o ineptitud militar, incluso una posible traición. Con gran astucia Miranda desvía la cuestión y la lleva al terreno de sus ideas políticas. Sus amigos están allí para dar cuenta de su fidelidad ejemplar hacia la República y de su amor por la libertad. Uno de ellos, el poeta estadounidense Jean Barlow, lo presenta como un “guerrero filósofo”, un personaje incomparable dedicado a la noble tarea de derribar tronos y liberar a su tierra natal. Por su parte, Cochelet, agente del gobierno para la fabricación de armas, lo elogia por su “acendrado patriotismo”, hasta el punto de considerarlo el “general más patriota del ejército”. 

Todos estos testimonios, dice el historiador Tomás Polanco, estaban orientados a demostrar “que un republicano virtuoso y de tan sólidos principios no podía ser un criminal que traicionara a la República”.

Su abogado, en un alegato elocuente, lo presentará como un héroe al que toda Europa conoce como uno de los más celosos partidarios de la libertad. Un hombre perseguido por las garras del despotismo, precisamente por esta causa. En cuanto a los aspectos militares del asunto el letrado insiste en que su cliente se había limitado a intentar cumplir órdenes imposibles. Las de un Dumouriez apresurado, negligente al planear la batalla de Neerwinden “sin reconocimiento alguno de los lugares” y “contra las reglas del arte”.

Al borde del abismo

El acusado, finalmente, verá reconocida su inocencia.  Según el periódico Le Moniteur “el pueblo aplaudió la sentencia concerniente a Miranda, […] lo abrazaron, lo llevaron en triunfo”. De nuevo en libertad, se instala en una casa de campo, en las proximidades de París, donde disfruta del lujo y el confort: vajilla de plata y de porcelana, pinturas… Si una debilidad se refleja en las paredes de su nueva residencia, ésa es el amor a la lectura. En su enorme biblioteca reúne desde literatura a temas científicos, sin olvidar las joyas de bibliófilo.

Por desgracia, sus problemas no han terminado. Francia vivía momentos de gran tensión en medio de los enfrentamientos entre jacobinos y girondinos. Éstos, sintiéndose acorralados, evitaban dormir en su domicilio por miedo al asesinato. Uno de sus líderes, Brissot, estaba convencido de que sus enemigos preparaban una matanza.

Robespierre, el líder jacobino, ve en Miranda a un extranjero traidor, cómplice de Dumouriez, así que no duda en atacarlo sin piedad. El país, mientras tanto, se precipita en una vorágine de conspiraciones y paranoias, de manera que se hace difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Lo mismo se afirma que nuestro venezolano es un agente inglés que se rumorea sobre su presunto monarquismo, como si no fueran teorías excluyentes. ¿Qué hay dentro de la multitud de cajas que recibe en su domicilio? Libros, pero cierto vecino imagina un cargamento de armas y municiones, así que presenta una denuncia. Pronto se demostrará el error, pero no habrá tanta suerte cuando le imputen el envío de “mensajeros sospechosos” a Burdeos. Tras una inspección, acaba encarcelado en la prisión de la Force el 9 de julio de 1793. Allí, sin perder su elitismo, se queja de que ni siquiera le permiten recibir a su criado.

Las prisiones comenzaron a vaciarse, aunque él continuó entre rejas pese a sus demandas de libertad. En octubre de 1794 recordó que había sido absuelto por un tribunal revolucionario y que su conducta patriótica y militar no dejaba lugar a la más mínima duda. Asimismo, dirigió un escrito a la Convención en el que solicitaba la libertad o, al menos, que se le permitiera defender su honor en juicio.

Decidido a no morir en el cadalso, se procura una dosis de veneno. El estudio de las ciencias y la Historia ocupa las interminables horas muertas, que intenta sobrellevar imaginándose en un largo viaje, “sin calcular si el buque debía perecer en el mar o llegar felizmente al puerto”. De cuando en cuando aprovechaba para lanzar invectivas contra Robespierre y otros revolucionarios, de los que no podía hablar sin un estallido de indignación. Y si alguien defendía algunas decisiones del gobierno, lo fustigaba tratándole de “satélite” de la tiranía” y “esclavo”.

Tres días antes de su juicio la caída de Robespierre le salvó de una más que probable cita con la guillotina. Las prisiones comenzaron a vaciarse, aunque él continuó entre rejas pese a sus demandas de libertad. En octubre de 1794 recordó que había sido absuelto por un tribunal revolucionario y que su conducta patriótica y militar no dejaba lugar a la más mínima duda. Asimismo, dirigió un escrito a la Convención en el que solicitaba la libertad o, al menos, que se le permitiera defender su honor en juicio. Para reforzar su postura cita el artículo 34 de la Declaración de Derechos del Hombre: “Hay opresión contra el cuerpo social cuando uno solo de sus miembros se halla oprimido”.

Un militar contra el militarismo

La excarcelación no llegó hasta 1795. Más dispuesto que nunca a intervenir en los asuntos franceses, Miranda publicó una obra con sus remedios para los males públicos. Derivados, a su juicio, de una excesiva concentración del poder. Lo demostraba la historia reciente, ese periodo de amarga memoria: “Hemos excedido la medida de todos los crímenes y de todas las desgracias que nos han trasmitido los anales del mundo, y esto se ha verificado precisamente porque la Convención se arrogó una plenitud de poder mayor que la disfrutada jamás por tirano alguno”.

Para inspirar confianza a los países extranjeros la Revolución debía renunciar a la expansión militar. La “gloria de las conquistas” no le convenía a una república basada en la razón y los derechos del hombre, en un espíritu de libertad incompatible totalmente con la agresión a otros pueblos. El país, por ello, tenía que recuperar sus antiguas fronteras, limitarse a conservar algunas plazas que garantizaran su seguridad fronteriza. Por las mismas razones, el expolio de obras de arte debía concluir. Porque la cultura representaba algo sagrado que cualquier pueblo civilizado mantendría al margen “de los derechos de la guerra y de la victoria”.

Entre las interminables turbulencias políticas, su mensaje no será escuchado. En octubre, la Convención deja paso al Directorio, con lo que se renuevan las amenazas contra Miranda, que regresa a las catacumbas convencido de que la libertad de Francia ha recibido un golpe mortal. ®

Referencias

Lucena Giraldo, Manuel. Francisco de Miranda, la aventura de la política. Madrid: Edaf, 2011.
Martínez Hoyos, Francisco. Francisco de Miranda, el eterno revolucionario. Barcelona: Arpegio, 2012.
Parra Pérez, Caracciolo. Miranda y la Revolución francesa, 2 vols. Madrid: Ediciones Culturales del Banco del Caribe, 1966.
Racine, Karen. Francisco de Miranda. A Transatlantic Life in the Age of Revolutions. Wilmington: SR Books, 2003.

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Publicado en: Política y sociedad

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