Un gringo en la Coliseo

Nosotros los pobres y ustedes los ricos

Los ricos contra los pobres, los buenos contra los malos, los aliados contra el eje, fascistas contra comunistas, el Santo contra Blue Demon. Si el ring no ofrece una dicotomía suficiente para que la gente se identificara, entonces que el ring haga lo que quiera, que da igual, y de la polarización nos encargamos todos.

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La arena estaba de bote en bote, la gente loca de la emoción. En el ring, el Ídolo y el Divino se enfrentaban a Demonio Rojo y a Demonio Maya. En las gradas, los de abajo contra los de arriba.

Alex, un gringo de aventura por la Arena Coliseo de Guadalajara, veía incrédulo la escena desde la zona de arriba, la de los menos afortunados.

—Nunca había venido. ¿Por qué nadie del público ve la lucha? —me dijo en un español perfecto. No contesté. Sabía que la pregunta era retórica—. –Sólo se están gritando cosas entre ellos.

Antes, en los siempre mejores viejos tiempos, yo, por aquellos días un niñito de mamá con aspiraciones heroicas, saltaba emocionado en la cama esperando a que los técnicos me dieran el icónico triunfo de la justicia. Y vaya que lo pasaba mal siempre que ganaban los rudos. Ver a Atlantis y Octagón en la lona, aporreados, derrotados, mientras el Perro Aguayo, rudo de rudos, se pavoneaba triunfante por el cuadrilátero con esas horrorosas botas afelpadas y los índices al aire, me partía el corazón en dos pedazos que sin dudarlo hubiera regalado a los recién apaleados paladines de la justicia para su consuelo.

Hoy, esta dicotomía apenas si se siente en el ring. Uno supone que los técnicos son los que anuncian primero y que tienen nombres más benévolos y los rudos, pues los otros. Pero en las gradas la cosa era muy distinta. “¡Se les va el camión!”, era el grito de guerra de los de abajo, sentados en butacas de madera y con dinero suficiente para pagar el boleto al triple de precio. Los aludidos, los de arriba, parados sobre el graderío de duro y frío concreto, respondían al unísono: “¡Tu mamá me trajo!” Los dimes y diretes volaban de un lado a otro, de abajo a arriba y de regreso. Los ricos contra los pobres, los buenos contra los malos, los aliados contra el eje, fascistas contra comunistas, el Santo contra Blue Demon. Si el ring no ofrece una dicotomía suficiente para que la gente se identificara, entonces que el ring haga lo que quiera, que da igual, y de la polarización nos encargamos todos. “¡Tu mamá es mi chacha!” Como yo era de los de arriba, ésa le tocó también a mi madre.

La primera lucha terminó con la misma trascendencia con la que empezó: ninguna.

—Allá es muy diferente —y hace una pausa para escuchar un nuevo insulto grupal, esta vez cortesía de los de arriba.

Antes había escuchado cómo a dos mujeres que caminaban entre los espectadores una multitud de hombres les gritó “¡Vuelta! ¡Vuelta!” y, como no se mostraron prestas a realizar la pirueta, fueron juzgadas, con megafonía gutural y silbidos, como putas y apretadas. Así les dijeron, no es cosa mía.

Alex me explicó que en Estados Unidos la gente sí ve la lucha, que la diversión consiste en el espectáculo que se ofrece en el ring y no en el intercambio verbal entre dos sectores del público, como evidentemente sucede en la Coliseo. Los gringos han convertido la lucha libre en una especie de reality show. Si el jolgorio dura dos horas, serán como mucho 25 minutos efectivos de lucha, porque lo demás son declaraciones a grito de micrófono de un greñudo de cuerpo escultural y perfectamente aceitado a un calvo obeso que lo ve con cara de motociclista de cantina, pero sin la moto, y le escucha pacientemente hasta que llega su turno de tomar el micrófono. Acto seguido, tres cachetadas, un par de recargones de espaldas contra las cuerdas y ¡zaz!, una silla que clama que la generación espontánea sí existe aparece para terminar la faena. Mientras tanto, la gente, allá sí, enloquece de la emoción. Unos aplauden al greñudo que maneja la silla con la misma destreza que un samurai blande su espada y otros exigen justicia por la ilegalidad cuadrúpeda recién cometida al tiempo que animan al calvo enorme para que recupere la consciencia.

Era el turno de las amazonas. Así les dicen, no es cosa mía. Para llegar al ring tuvieron que pasar entre una valla humana de mujeres apenas vestidas y de curvas pronunciadas que dobletean trabajos entre la Arena Coliseo y los reputados centros nocturnos asentados en las cercanías de la Calzada Independencia, o al menos eso me aseguró el hombre tras la barra mientras me despachaba una cerveza. Vaya uno a saber si es cierto. Una tras otra, las luchadoras se iban apoderando del ring. Lo mejor para el final, dicen, y Goya Kong se apoderó no sólo del ring, sino de toda la Arena. Alex, el gringo, soltó una carcajada. Por primera vez todos estaban poniendo atención a lo que pasaba en el cuadrilátero. Goya Kong fue sin duda la favorita de la afición, pero ni aun así se salvó de la quema. “¡Hay que cagar! ¡El culo no es bodega!”, le gritaban para evidenciar sus kilos de más, que eran una barbaridad, y, también por primera vez, el coro era el mismo en las butacas de madera y en las gradas de concreto.

—Me sorprende el trato que le dan a la mujer.

Alex no se refería sólo a las intestinales alusiones al sobrepeso de Goya Kong. Antes había escuchado cómo a dos mujeres que caminaban entre los espectadores una multitud de hombres les gritó “¡Vuelta! ¡Vuelta!” y, como no se mostraron prestas a realizar la pirueta, fueron juzgadas, con megafonía gutural y silbidos, como putas y apretadas. Así les dijeron, no es cosa mía.

Las peleas se sucedieron una tras otra y la dinámica fue la misma. Más allá del éxito que sólo una fémina de unos 150 kilos y una agilidad inusitada para su complexión puede dar, los de abajo y los de arriba continuaron su batalla particular. Ni siquiera la lucha final, la estelar, tuvo con qué. Otra vez, los técnicos contra los rudos y ni yo ni nadie nos acordamos de cuál bando fue el vencedor, porque tanto así nos importó. Los de abajo veían a los de arriba, los de arriba a los de abajo, Alex veía a todos, yo veía a Alex y nadie veía el ring.

Era evidente que Alex se divertía, y, seré sincero, yo también. Quizá por esa necesaria capacidad que tenemos de reírnos de cosas que deberían indignarnos. Al final le pregunté qué fue lo que más disfrutó y su respuesta fue tan obvia como mi pregunta innecesaria. La guerra de porras se llevó las palmas y Alex se llevó la sensación de que ese martes de febrero conoció más de México y menos de lucha libre. ®

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Publicado en: agosto 2013, Apuntes y crónicas

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