“Lloré hasta que conocí a Carmen. La amé en picada, sin detenerme, porque en ese tiempo detenerse era de cobardes. La amé sin pararme a pensar en el horrible pecado que eso significaba.”
Pasan los días. Me muero por Carmen. Es como tomarse un vaso de fuego.
—Ana María del Río
¿Podríamos hacernos una idea de cómo es algo que nunca hemos sentido? Más allá de la poesía, ¿podremos saber cómo se siente beber un vaso con fuego? O todas aquellas imágenes líricas que nos hacen sentir especiales: las agujas que nos atraviesan, sentir que morimos, caer por un precipicio… ¿No pecamos acaso de un exceso de dramatismo para tratar de demostrar que somos capaces de sentir algo único, algo nuevo, algo que sea sólo nuestro? Nos arrojamos al exceso con tal de describir lo que sentimos. Pero en realidad no podemos. No podríamos describir cómo es beber un vaso de fuego porque jamás lo hemos tomado antes, ni lo haremos alguna vez. Pero de eso van los amores imposibles. De la ilusión de saber lo que estamos haciendo. Lo que estamos viviendo. De creer que tiene algún sentido enamorarse de un pariente y esperar que todos reaccionen con la mayor naturalidad posible. Creer que lo dominamos todo, aunque no tengamos ni idea de lo que estamos hablando.
La chilena Ana María del Río consigue, a lo largo de las 66 páginas que componen Óxido de Carmen (Ediciones del Bronce, 1998), enfrentarnos contra aquella moral hipócrita que usualmente impera sobre nuestras relaciones personales. Con la incertidumbre del primer amor. De la primera pasión que nos hace sentir arder a llamaradas.
La brevedad de la novela no interfiere con la intensidad de los sentimientos plasmados en sus páginas; por el contrario, envuelve al lector en una ráfaga de angustia que acompaña en el idilio de Carmen y su medio hermano. De un amor que surge entre dos niños y que en poco tiempo se transforma en una pasión que explota en la pubertad.
“Lloré hasta que conocí a Carmen […] La amé en picada, sin detenerme, porque en ese tiempo detenerse era de cobardes. La amé sin pararme a pensar en el horrible pecado que eso significaba, como me aúlla tía Malva en el comedor con gestos de condenación.”
Ambos infantes viven juntos en la casa de su abuela paterna. Son hijos de diferente madre, y su papá se encuentra en las diligencias de la revolución chilena. En esa casa también habita, abandonada por su esposo, la tía Malva y su hijo, un niño mimado que asegura que llegará a ser presidente de la república. De esa continua interacción aislada —pues durante el desarrollo de la trama no se ve a otras personas con las que se relacionen estos personajes— surge un amor inocente que poco a poco se transforma en arrebato.
De las muchas lecturas que podemos encontrar en Óxido de Carmen destaca la perspectiva sobre la moral y el castigo. Como era de esperarse, al descubrir el pecado la condena cae sobre la niña. Desde el inicio de la historia la mitología acusa a la mujer como la causante de la entrada del mal en el mundo: la caja de Pandora, la manzana de Eva, el rapto de Helena. Como si la mujer no fuera un ser por sí mismo sino un objeto de pasión. Ni siquiera la infancia puede salvar a Carmen de vivir la penitencia.
¿Pero acaso dos niños pueden discernir entre el bien y el mal?
Existen pasiones que, cuando arden, consumen todo a su paso. Nos consumen. Y todo porque creímos saber qué estábamos haciendo, cuando en realidad no teníamos ni idea del lío en el que nos internábamos.
No importa cuántas veces lo vivamos. Nunca tendremos esa certeza de saber si estamos haciendo las cosas bien o si terminaremos incendiados por completo. ®