Una crónica de frontera

Estábamos en el paso Ollagüe, un punto fronterizo para entrar a Bolivia desde Chile. Era un complejo blanco y azul de alrededor de doscientos metros cuadrados donde revisaban documentos y el equipaje. Cuando entramos noté cómo los guardias del lugar vieron a Logan, escuché que le decían joto entre risitas.

El pueblo de Ollagüe, Chile. Fotografía de Diego Delso/Wikipedia.

Nunca he pisado Marte, tampoco la Luna, pero sospecho que no hay demasiadas diferencias entre sus superficies y la de los desiertos que recorrimos. Los que marcaron el final de nuestro viaje juntos. Era un escenario tan hermoso que por poco olvido que a uno de mis amigos lo amenazaron con pasar unas noches en la pequeña cárcel de ese punto fronterizo. Llegamos hasta ahí porque queríamos conocer, entender, experimentar, ver. Queríamos explorar.

Arturo y yo tomamos un avión con Logan, un gringo que se hizo amigo nuestro, desde Montevideo hasta Calama. Antes del vuelo trazamos una ruta desértica–montañosa que comenzó en Chile, luego pasaba por Bolivia y terminaría en Perú. El paisaje uruguayo que habíamos visto durante meses nos orilló a eso. Es un relieve plano de llanuras, campos ganaderos hasta la frontera con Brasil o al final del horizonte, donde cualquiera podría volverse loco.

Noté eso en un trayecto que tomé de la capital a la costa de Rocha. Por horas lo único que vi desde mi ventanilla fueron kilómetros de pastizales en el mismo tono de verde, grupos de vacas cafés que aparecían y desaparecían del panorama, el cielo siempre despejado. Azul perfecto. Sentía el movimiento del autobús sin que nada cambiara, como si todo ese tiempo hubiera ido sentado junto a una fotografía en lugar del cristal de la ventana. De no ser por el movimiento del sol en el cielo hubiera sido imposible saber si habían pasado minutos u horas.

Era hora de irse…

* * *

Logan no dejaba de reírse de mí, no entendía por qué estaba nervioso. Hasta la fecha no me gustan las aduanas, son de esos lugares donde algún fulano detrás de un escritorio puede joderte el día o hacerte pagar un impuesto, multa o soborno sólo porque sí. Él ignoraba aquello, y con razón, nunca había experimentado algún rechazo por la información de su pasaporte.

Estábamos en el paso Ollagüe, un punto fronterizo para entrar a Bolivia desde Chile. Era un complejo blanco y azul de alrededor de doscientos metros cuadrados donde revisaban documentos y el equipaje. Cuando entramos noté cómo los guardias del lugar vieron a Logan, escuché que le decían joto entre risitas. Nos separaron. Arturo y yo pasamos rápidamente por la fila de latinoamericanos, sellaron nuestros pasaportes sin leerlos, abrieron nuestras maletas.

Mi maleta no le hizo tanta gracia, no había lavado la ropa que usé en los paseos desérticos. Olía a culo. Su sonrisa terminó de desaparecer cuando se dio cuenta de que bajo mis calzones sólo estaban los veinte libros que compré en Montevideo y Buenos Aires.

Mi amigo llevaba consigo dos botellas de grappamiel que quería darle a sus padres al volver a México. El agente que hacía la inspección las sostuvo del cuello, se las mostró a un tipo detrás de un escritorio. No sabía si sus ojos muy abiertos o su sonrisita mal disimulada eran de emoción, felicidad o satisfacción, de lo que sí estaba seguro era que no era la expresión de alguien que encuentra drogas o una bomba. Se las confiscó, dijo que la etiqueta con código de barras, ingredientes y un sello del gobierno uruguayo parecía sospechosa.

Después fue mi turno. Mi maleta no le hizo tanta gracia, no había lavado la ropa que usé en los paseos desérticos. Olía a culo. Su sonrisa terminó de desaparecer cuando se dio cuenta de que bajo mis calzones sólo estaban los veinte libros que compré en Montevideo y Buenos Aires. Nos dejó ir, regresamos al autobús. Pasaron diez minutos, luego veinte, después media hora sin que Logan saliera de la aduana, el chofer anunció que ya era hora de irnos. Nos levantamos para decirle que faltaba un pasajero, volvimos al complejo, Logan estaba parado frente a un escritorio. La felicidad se escapó de su rostro, ya no sonreía como lo había hecho desde que pisamos el desierto de Chile.

* * *

Unas semanas antes llegamos de noche a San Pedro de Atacama, como la ciudad más cercana está a cien kilómetros no había luces de casas o edificios que chocaran con las del cielo. No podía ver una piedra a dos metros de mí, pero eso no era importante, había tantas estrellas que me sentía dentro de un domo que proyectaba un espectáculo luminiscente en el que se podía apreciar la curvatura de la tierra.

Al día siguiente subimos una de las colinas rayadas alrededor de la comuna donde nos alojábamos. Pudimos ver cómo la arena y las piedras que eran rojas de cerca se hacían naranjas a la distancia. Los demás colores estaban en los cerros que tenían rayas blancas que parecían pintura escurrida sobre los minerales. Fui feliz en ese momento, vi que mis amigos también.

Arturo, que gritaba desde la cima fascinado por su propio eco, viajó conmigo desde México, era su primera vez fuera del país. Tenía veintitrés, la misma edad que yo, el cabello muy lacio, la piel morena, era bajito, no llegaba al metro con setenta centímetros. Logan era gringo, nació en Misisipi, uno de los últimos lugares en Estados Unidos en abolir la segregación racial y uno de los más violentos contra la comunidad LGBT. De los sitios favoritos del ejército confederado y del Ku Klux Klan.

“Me conociste en un momento muy feliz de mi vida, no era así en mi puto pueblo vacuno”, me contó años después de ese viaje. Era menor que nosotros, había cumplido veinte años unos meses antes, pero medía dos metros, parecía un tótem con cara de niño junto a nosotros. Esos días usaba un sombrero vaquero, lentes oscuros de armazón rosa, un pañuelo morado amarrado al cuello y unos shorts a la mitad de los muslos.

* * *

Volvimos al complejo aduanero, Logan era el único pasajero que no había regresado al autobús, ya habían encendido el motor. Seguía en la oficina, cuando vio que entré me pidió que le tradujera lo que platicaban los agentes, cosa que me sorprendió, el español de ese yanqui era mejor que el de muchos mexicanos. Cuando les puse atención me di cuenta de que conversaban en quechua o aymara, me importaba poco el nombre de su lengua indígena por los nervios. Ellos reían igual que los de la entrada.

El sitio web de la embajada decía que el documento costaba ciento sesenta dólares, los fulanos detrás del escritorio pidieron doscientos. Noté que algo iba a salir de la boca de Logan, una queja, a lo mejor un insulto. Se detuvo después de darle una ojeada a su alrededor.

Los gringos necesitaban una visa para entrar a Bolivia, el gobierno de ese país lo decretó como medida de trato recíproco en 2015. No lo sabíamos, debimos revisar ese detalle antes del viaje, aunque no habría hecho ninguna diferencia porque sólo se podía tramitar en el aeropuerto o en los puntos fronterizos. El sitio web de la embajada decía que el documento costaba ciento sesenta dólares, los fulanos detrás del escritorio pidieron doscientos. Noté que algo iba a salir de la boca de Logan, una queja, a lo mejor un insulto. Se detuvo después de darle una ojeada a su alrededor. En medio de esa nada, que parecía un cementerio ferroviario la máxima y única autoridad eran esos agentes aduanales.

Empecé a caminar en un surco, estaba nervioso. Se me acercó otro uniformado, me tocó el hombro para explicarme que tenían una celda en la parte de atrás para narcotraficantes y gente sin visa. Pasaron a otra oficina a hacer el trámite, mientras ellos hacían eso corrí al autobús a avisarle al conductor que tardaríamos unos minutos más ahí. En realidad no tenía idea de cuánto tardaban estas cosas, ellos tampoco, el resto de los pasajeros eran chilenos y bolivianos. Pasó otra eternidad en veinte minutos, el chofer me dijo que si tardaba más iba a dejarnos ahí. “¡Ya vámonos! ¡Deje al gringo!”, gritó alguien detrás de mí, otras voces más bajas estuvieron de acuerdo.

* * *

En la madrugada tomamos un autobús que se dirigía a Uyuni, el desierto de sal de Bolivia. Antes de eso vimos un último atardecer chileno. Otra de las razones por las que se construyeron observatorios astronómicos bajo el cielo de San Pedro de Atacama (Atacama Large Millimeter/submillimeter Array, Observatorio Paranal, Observatorio de la Silla, Observatorio Interamericano de Cerro Tololo y el Observatorio Gemini Sur) es porque no hay una sola nube. En 2022, cuando estuvimos ahí, no había llovido en cuatro años, estaba tan seco que mi bigote se sentía como agujas clavadas arriba de mis labios.

Salimos a las cinco y media de la mañana. Cuando empezó a salir el sol poco a poco la superficie pasó de color rojo a blanco. El suelo boliviano está lleno de minerales como el litio, halita —sal de mesa—, ulexita, potasio y magnesio, tanto que el relieve parece estar lleno de nieve seca con piedras en tonos de gris. Le da un aspecto lunar al paisaje.

El punto fronterizo al que nos dirigíamos también era ferroviario, en el camino vimos trenes que tenían volcanes y cumbres nevadas al fondo. En algunos puntos había vagones oxidados abandonados en las vías. Cuando no veía eso mi mirada se iba a la parte delantera del autobús, el chofer llevaba consigo a un chico que no hacía nada más que ir sentado sobre el tablero, al lado derecho del volante. El único otro lugar donde había visto eso era en el transporte público de la Ciudad de México. Era un trayecto de quince horas, en la quinta llegamos al complejo fronterizo de Ollagüe, íbamos a entrar a Bolivia.

* * *

Más pasajeros se unieron al que sugirió dejar al gringo ahí. Tuve que mentirles. Les dije que estaba muy apenado con ellos y que mi amigo volvería al autobús en cuestión de minutos. Bajé de nuevo a ver cómo iban las cosas, su maleta estaba lista, Logan no. Le pidieron llenar unos formularios migratorios en línea sin darle acceso a internet, lo hacían con el teléfono de Arturo, tenía media barra de señal.

Necesitaba ganar tiempo. Regresé al camión, les pedí que abrieran el maletero con el pretexto de no perder ni un segundo una vez terminado el trámite. Saqué la valija de Arturo y la llevé al sitio donde había dejado la otra. Cuando volví a subir una mujer que apenas me llegaba a las clavículas se plantó frente a mí para contarme que ya iba muy tarde a dejar unas cosas a su pueblo y que no iba a poder descansar como era debido antes de irse de nuevo a San Pedro de Atacama. Su tono de voz era alto, casi eran gritos y no dejaba de apuntarme con su índice regordete.

Me parece que viajar es un ejercicio de tolerancia, donde uno aprende a escuchar, convivir con realidades distintas a la propia y aceptar el hecho de ser un invitado en otro país. Por eso no le respondí que sus cosas, su madre, su pueblo y el Estado Plurinacional de Bolivia me importaban tan poco como lo que me acababa de mencionar. Nadie saldría de ahí sin mis amigos.

Seguían rodeados de las risitas, conversaciones en lenguas que no eran español y algún insulto homofóbico que pude distinguir en el fondo. Joto, loca, mariposo, marica, puto. Dejé que el muchacho se llevara la valija que, se suponía, era demasiado pesada para mí.

Ofrecí otra disculpa falsa y le pedí al chico que iba junto al conductor que me ayudara con las maletas que faltaban por subir, la de Logan y la que había sacado hace un rato, mi excusa fue que no podía cargar las dos. Caminamos juntos al complejo, iba tan lento como podía. Le pregunté su nombre, de dónde era, si tenía familia, de sus lugares favoritos en Bolivia y sus planes a futuro. No escuché una sola de sus respuestas, pero sí logré hacer más lento su paso. Me adelanté cuando ya estábamos cerca del equipaje, sostuve las correas de los dos bultos para que ese tipo no regresara al camión antes que yo. Sabía que podían abandonarnos a nosotros, a él no.

Les faltaba poco para salir de ahí, sólo faltaba cargar una foto del gringo al sitio web de la embajada. Mis nervios se redujeron. Seguían rodeados de las risitas, conversaciones en lenguas que no eran español y algún insulto homofóbico que pude distinguir en el fondo. Joto, loca, mariposo, marica, puto. Dejé que el muchacho se llevara la valija que, se suponía, era demasiado pesada para mí. Fui detrás suyo, despacio, como si la gente que nos esperaba no hubiera tenido ganas de dejarnos en ese desierto de arena blanca.

Subí triunfador, casi eufórico, le avisé a todos que ya venían en camino. En cuanto terminé mi anuncio sentí una mano en mi hombro, era Arturo. “Cabrón, quieren veinte dólares”, dijo agitado. Lo último que necesitaba Logan para entrar a Bolivia era su visa en físico, imprimirla no debía de costar más de un dólar, pero le pidieron más.

En Uruguay me sugirieron llevar dólares en caso de una emergencia. Cuando hice el retiro en Western Union imaginé que usaría ese dinero para pagar más noches en un hostal o para comprar cerveza, no pensé que fuera para sobornar a un agente aduanal. Traía ese dinero en un saquito amarrado alrededor del resorte de mis calzones, colgaba a la altura de mi pubis. Los pasajeros que me vieron desabrochar mi cinturón y meter la mano en mis pantalones para sacar un billete fruncieron el ceño. Se lo di a Arturo, corrió de nuevo.

Unos segundos después dos pasajeros se levantaron de sus asientos, parecían estar furiosos. El que se me acercó más puso su frente muy cerca de mi cara. Me dijo que el “el puto gringo” había jugado con el tiempo de todos, no recuerdo el resto de los insultos que me gruñó. Sentía su aliento en mi barbilla, tenía que ver hacia arriba para hablarme, Bolivia es de los pocos países donde soy al menos ocho centímetros más alto que el hombre promedio.

Ya no sabía qué más hacer, tenía mucho miedo, estaba seguro de que iba a golpearme. Cuando las ideas se me terminaron vi al yanqui y a Arturo por la ventana, corrían hacia el autobús. Los señalé, grité que ya habían salido. Cuando subieron nos gritaron toda clase de cosas, también escuché chiflidos, uno de los que se paró unos momentos antes nos amenazó con hacernos no sé qué cosa al llegar a Uyuni.

Todo se detuvo cuando Logan estalló en llanto, no dejaron de vernos con odio en los ojos, pero hubo silencio. Sus veinte años recién cumplidos se hicieron evidentes. De repente ya no parecía mayor que nosotros, a pesar de su estatura, tenía la cara y las lágrimas de alguien que había dejado de ser un adolescente hacía poco tiempo. Me senté junto a él en silencio, puse mi mano en su muslo, me concentré en ver el paisaje por la ventana. Aún faltaban diez horas de camino. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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