Siendo un pueblo tan mancillado, doctorado como pocos en los bajos fondos de la derrota deportiva y filosófica, resulta natural que hayamos aprendido a hacer del dolor y la amargura el argumento principal de nuestras fiestas y reuniones, sobre todo si se trata de momentos tan importantes como la Independencia y la Revolución.
El patriotismo es el último refugio de los canallas.
—Samuel Johnson

© Héctor Villarreal
Con toda seguridad Jorge Ibargüengoitia ya habría armado un borlote, lúcido y a la cabeza como acostumbraba, en la línea de Los pasos de López o Los relámpagos de agosto. Luego de haber revelado con finísima ironía los entretelones de las gestas que nos dieron Independencia y Revolución —dos palabras monumentalmente representadas por un ángel con chichis y el cascarón de una cúpula que debió enseñorear un Palacio Legislativo que jamás se construyó— podría suponerse que al llegar el momento cúspide, la efeméride de efemérides, nuestro más grande desmitificador nos recordaría las veleidades secretas de los héroes insurgentes, susurrándonos al oído, a cien años de la gesta revolucionaria, “Discúlpeme, mi general, pero no se haga usted pendejo, que no hay nada que celebrar”.
En opinión de Sergio Pitol la dinámica de Ibargüengoitia es la de “un movimiento de desacralización que convierte al fin a los grandes en caricaturas, en fantoches grotescos, en cuadrúpedos, y nos permite palparlos en su íntima y colosal inepcia”; una inepcia que, comparada con los imbéciles, criminales y grisáceos mequetrefes que ahora nos gobiernan —incluyendo al narco— nos hacen suspirar por las faldas de doña Josefa, los sentimientos de Morelos y los huevos de Pancho Villa. Es un hecho irrebatible: hasta para ser objeto de burla hay que estar calificado.
Si de algo podemos estar seguros es que, a semejanza de los mexicanos de antaño, seguimos estando jodidísimos, con la diferencia de que hogaño ya no contamos con un horizonte palpable y real de mejoría (del hoyo en el que estamos no nos salva ni Juan Diego).
En algún momento de su vida Kafka, ese mexicano honorario, describió muy bien un rasgo de nuestra ontología: existe la esperanza… pero no para nosotros.
Celebrar el infortunio
Viviendo en un país tan botado a la chingada, resulta ridículo gastar lo que no se tiene en una efeméride de oropel —México sigue siendo una sociedad de castas en la que mucha gente vive en condiciones tan o más pauperizadas que las que imperaban en 1910— bajo principios con los que no se comulga.
En algún momento de su vida Kafka, ese mexicano honorario, describió muy bien un rasgo de nuestra ontología: existe la esperanza… pero no para nosotros.
Siendo un pueblo tan mancillado, doctorado como pocos en los bajos fondos de la derrota deportiva y filosófica (una de las herencias más temibles de Huitzilopochtli), resulta natural que hayamos aprendido a hacer del dolor y la amargura el argumento principal de nuestras fiestas y reuniones, sobre todo si se trata de momentos tan importantes y simbólicos como la Independencia y la Revolución. En el caso mexicano perder, más que una manda, es un destino manifiesto. Por eso se bebe la vida. Por eso vivimos rumiando (el corazón de nuestro pueblo, a no dudarlo, tiene forma de piñata).
Aunado a este turbio rasgo psicológico, es sabido que un mexicano nunca bebe ni llora en solitario: para que la romería tome visos apocalípticos y legendarios es necesario hacerlo en compañía, de preferencia diluido entre muchedumbres afanosas y embriagadas por el ruido y el color de los cohetes. Nuestra identidad nacional, en el mejor de los casos, es un fuego de artificio y algunos versos de Velarde. Nuestro laberinto, irresuelto y solitario, es una bella filigrana de papel cortado que, no obstante, encuentra alguna solución en la comunidad del pueblo. El pueblo mexicano es un pueblo solidario.
Nuestra identidad nacional, en el mejor de los casos, es un fuego de artificio y algunos versos de Velarde.
¿Qué cosa, por Maximiliano de Habsburgo, podemos celebrar en un país que está por llegar a los 30 mil muertos en lo que va del sexenio debido al crimen organizado y la estupidez supina de los gobernantes? ¿Cómo abatir el gen nacional que impele a la corrupción, la dejadez y los cochupos? ¿Por qué confiar en cualquiera de nuestras maltrechas instituciones, rameras horrorosas incapaces de valerse por sí mismas? ¿Qué hacer ante el abuso, la FLAGRANTE IMPUNIDAD y la infame distribución de la riqueza? ¿A dónde exiliar a la clase política de este país, que tanto lo han sangrado por generaciones y más habrán de empobrecerlo todavía? ¿Para qué motivar el criterio ciudadano en un país donde 50% de la población en edad de trabajar se encuentra sin empleo? ¿Cómo despertar de nuevo a una realidad en la que, por decir algo (por decir alguien), 72 migrantes son asesinados por un narcotráfico omnipotente? ¿Qué honestidad pedirle a una comunidad intelectual oportunista, mojigata e infatuada con el fulgor de su propio reflejo? ¿Cómo ser mexicano, abiertamente chillón y deprimido, y no morir en el intento? Vivir en México, pese a lo que sostengan la iglesia, el presidente y los cretinos de la Iniciativa México, es habitar temerariamente un universo minado y paralelo en el que todo lo alevoso, criminal e inverosímil tienen un lugar privilegiado y desparraman sus vejaciones e inmundicias (si alguien lo duda bien puede preguntar en sus rezos a las muertas de Juárez o a las cuadrillas enteras de periodistas asesinados).
Nunca he tenido temperamento de aguafiestas; por el contrario, si algo consigue molestarme desde mi más tierna mocedad es la actitud del infeliz que llega tarde al convivio, le pega al festejado, agarra las nalgas a las primas y se lleva aguinaldo para sus hermanos, primos y hasta pastel para la abuela. México es un país ultrajado que, como tantos otros, encuentra en la romería y el desmadre un aliciente emocional para resistir y recordar aquella línea del credo nopalero: valemos madre muy gacho pero al menos estamos vivos.
Aunado a esto, es necesario no perder de vista —bajo ninguna circunstancia— el carácter ritual del Grito de Independencia, su fuerza popular y aglutinadora: la destemplanza como manera de ser en el mundo. Para algunos pueblos, como para algunas personas, desgarrar la voz y las palabras es la única manera de habitar y poseer la realidad.
Tal es nuestro caso.
Estas fechas, en su flanco más amable, deberían haber sido el pretexto para hacernos las preguntas incómodas; para interiorizar el racismo, el clasismo y la ignorancia que nos devoran; para organizar una raquítica sociedad civil que descree de su poder porque nunca se ha querido mirar de cuerpo entero; para poner sobre la mesa los conflictos históricos, políticos y simbólicos que arrastramos porque no hemos metabolizado una verdad categórica: este país, altamente fragmentado debido a su riqueza cultural, se encuentra roto, atenazado y agonizante debido a siglos de abusos y de crímenes; de cínicos y marrulleros; de hipócritas y toda clase de hijos de puta que —para nuestra malhadada condición— tuvieron la fortuna de prosperar y establecerse (la mayoría de las veces al amparo de nuestra desidia o conveniencias particulares). De todo lo que podría haberse pensado con la coyuntura del Bicentenario nada quedará sino una cruda estrepitosa entre las calles sucias, con los calzones en las rodillas y una desesperanza crónica que sólo encontrará sosiego en la extinción de todos y cada uno de los mexicanos.
Para acabarla de chingar, el patrioterismo turbado y folclórico que nos distingue en el mundo entero se quedará sin el paisaje de su mejor retratista: aquella amarga sonrisa de Ibargüengoitia en la que, pese a todo, aún había lugar a la esperanza.
¡¡¡QUE VIVA (MIENTRAS PUEDA) LO QUE QUEDA DE MÉXICO CABRONES!!! ®