El verano que se queda, Mogwai y los amigos de la noche, Beirut y las postales de Italia, Houellebecq, la arquitectura y el arte contemporáneo, la listas de los presentes y de los ausentes y, finalmente, un poema de Paz. De esto se escribe hoy.
Atmosféricas. El “veranito”, como le dice la gente del campo a los periodos del tiempo de aguas en los que las lluvias se ausentan, dura ya varios días. La columna de mercurio así da también cuenta. El jardín guarda todavía las bondades de las tormentas pasadas, pero manda preguntar, por múltiples señales, que cuándo saldará el verano las deudas pendientes. Estoico y generoso, el jazmín prodiga sus blancas pirotecnias y esparce, avieso, el relente que solivianta memoriosos desvelos y proyectos hechos del puro aire. El maestro jardinero, por ejemplo, en uno de esos designios, desde muy temprano dispuso la factura, en un llanito, de un tapete de flores de preciso diseño, digno del reposo de un sultán. Ni lastrado de saturaciones sobrecargadas ni avaramente ralo: el tejido preciso para, desde la distancia, sorprender al ojo con la aérea alfombra floreada, liviana y tan pasajera. Ante el asombro que oye, el jardinero deja caer algún lacónico comentario que explica, en sus ceñidos términos, su voluntad de celebrar mediante su gesto la belleza de las flores, su olor incomparable. En lo muy hondo, el jardinero sabe que es exactamente así como la mano del hombre, sus más vivos instintos, sus intuiciones esenciales, logran esa difícil colaboración —esa elaboración— que deviene en los más altos y refinados jardines.
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Hay cosas que imparten una no por discreta y callada menos potente dicha: abrir una ventana, por ejemplo. Una ventana que siempre se abre sobre otra cosa: el aire irrepetible y generoso de un día nuevo, las luces que —fijándose un poco— componen otra cara del mundo; si hay suerte, la canción múltiple y alegre de ciertos pájaros que proclaman humildemente la marcha del universo. O, ya en noche cerrada, el guiño de una precisa estrella cuyo trazo ignoramos, pero que allí, en nuestro cielo, comparece para dar razón de las vastedades siderales, para recordar la minucia de los afanes humanos, pero también para señalar la hermandad de todo lo que el cosmos transporta rumbo a lo inefable, lo numinoso, lo absoluto.
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Beirut en la sinfonola. La aleatoria sucesión de proposiciones auditivas que la máquina entrega hacen que la visión de una particular rama del guayabo se distorsione, se acerque, cobre insólita nitidez o se disuelva contra el muro azul. Es cuando cavila el que pasa sobre el misterioso poderío de la música, sus tan sutiles como múltiples maneras de asaltar el ánima. Puede ser Bártok o Mahler, Neil Young o Gounod, Kraftwerk o Charlotte Gainsbourg o Scarlatti… o Beirut. Nada, una voz grave y un trasfondo sólido y original, los metales de rigor, la sabida influencia de las bandas oaxaqueñas, una actitud combativa y extrañamente amable. Hay, volviendo al recuerdo, una composición que se llama “Postales de Italia”. Una música que, para quien haya estado allí, se enredará para siempre en los caminos umbríos de la Toscana, en las voces inconfundibles de todas las calles, en el mar tan azul que apenas deja ver la costa de las islas. Una muchacha de niebla baila interminablemente. Es en este punto cuando el que pasa intenta regresar: es ya muy tarde y, por lo que dure el reverbero de la canción, se habitará el día con una cierta extrañeza, con un sabor áspero y dulce en los pensamientos que, sin embargo, atenderán de alguna manera los afanes de la jornada, los teñirán de los tonos de un jardín lejano. El guayabo sabe de todo esto: manda sus postales desde Italia, desde aquí.
Mogwai: banda de rock. La misma sinfonola de repente inicia con otra anomalía. Consiste en una banda que produce un sonido a la vez macizo y delicado. Gusta de empezar sus composiciones construyendo un silencio al que poco a poco van asaltando ciertos instrumentos. Un piano insomne, dos o tres guitarras, rato después los otros teclados, una batería que parece ir siempre a la zaga (¿o a la delantera?) un tiempo o dos. No hay palabras, no surge para nada la necesidad; el nombre de la pieza es suficiente: una pista falsa o extrañamente certera: “Friend of the night”,
por ejemplo. Sube y baja la marea, la construcción de otros silencios aparece, un sonido diáfano o ruidos blancos se alternan con enigmática eficacia. Mogwai llega lejos, y lleva lejos. Además son escoceses, celtas.
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Michel Houellebecq es uno de los escritores franceses contemporáneos más incisivos, quizá más interesantes para quien soporte la absoluta incorrección política y aun moral, la permanente insolencia. Mordaz y dueño de un cinismo cortante, despiadado, despliega una notable inteligencia para exponer obsesiones y fobias, reticentes afinidades. Puede ser a la vez divertido y de repente plúmbeo. Su crítica a la civilización occidental es radical, salida de la misma víscera pero también de una reflexión lúcida y original, expresada a través de una escritura glacial y precisa. En sus diversas novelas hace la disección, el escarnio y la parodia de algunos de los fenómenos contemporáneos: ese sucedáneo del nomadismo tribal que es el turismo de masas, los enigmas y posibilidades de las manipulaciones genéticas, el sexo y la pornografía, las manifestaciones religiosas emanadas de cierto “new age”, o que pueden también derivar de arcaicas nociones. En una recolección de ensayos, artículos y entrevistas, titulada Intervenciones, Houellebecq hace precisamente eso: intervenir —más o menos brutalmente— con su voz y sus pareceres en la discusión de distintos ámbitos. Otra de sus obsesiones: la arquitectura. Va una acostumbradamente irónica parrafada:
La arquitectura contemporánea es funcional; hace mucho tiempo que la fórmula “Lo que es funcional es obligatoriamente bello” erradicó las cuestiones estéticas que tienen que ver con la arquitectura. Una idea preconcebida sorprendente, que el espectáculo de la naturaleza no deja de contradecir, incitando a ver la belleza más bien como una revancha contra la razón. A menudo, la vista se complace en las formas de la naturaleza precisamente porque no sirven para nada, porque no responden a ningún criterio perceptible de eficacia.
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Un comentario de Houellebecq sobre el arte “evitable” y la tiranía de la omnipresente arquitectura:
Ya se sabe que al gran público no le gusta el arte contemporáneo. Esta afirmación trivial abarca, en realidad, dos actitudes opuestas. Si cruza por casualidad un lugar donde se exponen obras de pintura o escultura contemporáneas, el transeúnte normal se detiene ante ellas, aunque sólo sea para burlarse. Su actitud oscila entre la ironía divertida y la risa socarrona; en cualquier caso, es sensible a cierta dimensión de burla; la insignificancia misma de lo que tiene delante es, para él, una tranquilizadora prueba de inocuidad; sí, ha perdido el tiempo; pero, en el fondo, no de una manera tan desagradable.
Ese mismo transeúnte, en una arquitectura contemporánea, tendrá mucho menos ganas de reírse. En condiciones favorables (a altas horas de la noche, o con un fondo de sirenas de policías) se observa un fenómeno claramente caracterizado por la angustia, con aceleración de todas las secreciones orgánicas. En cualquier caso, las revoluciones del motor funcional constituido por los órganos de la visión y los miembros locomotores aumentan rápidamente.
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Revisando por azar la lista de los corresponsales cibernéticos, que sigue su curso, se sucede el implacable, feroz conteo. Tres, cuatro, cinco muertos ya, de un contingente que apenas pareciera ayer estaba completo. Inútilmente se repetirá que es así, exactamente, como funciona la guadaña. Su filo implacable seguirá su tarea hasta que esa nómina, todas las nóminas, sean raleadas, diezmadas, disueltas. Pero, mientras gobiernan mis días —diría Góngora— he aquí, entre la infinitud de posibles listas, la lista de los presentes. Y de los ausentes: el alarife que supo leer en el Mediterráneo, o en las alturas de la Alhambra, la hondísima poesía que vertió luego en, ay, tan pocas edificaciones; un arquitecto de heroica talla y vastas enseñanzas; otro refinado arquitecto, sutilísimo vidente del arte, gentil maestro; un poeta tan lúcido en sus sagradas alucinaciones, tan cercano en su flama incombustible al más alto espíritu del siglo; un amigo distante —en el espacio, no en el corazón— que gustaba del mar, del vuelo y de las carreteras nocturnas. Algo dice que estos, en apariencia, inútiles envíos, algo les significarán todavía a los que se fueron. Sobre todo si se mantiene —a pesar de los pesares— la no tan peregrina idea de la capacidad de comunicación y videncia de los moradores del Cielo. Sobre todo si se guarda la certeza de la memoria y el homenaje. Así que, por lo que venga, duren las cibernéticas señales cruzando todos los aires, llegando a quienes bondadosamente las atiendan. Y dando cuenta de los avatares de un jardín, de algunas músicas y determinados paisajes, de lecturas azarosas y versos de incendio o de consolamiento, de trayectos y de estancias y tentativas, de los desvaríos de unos renglones que, como la proverbial y prodigiosa botella al mar, nunca serán del todo náufragos.
El presente es perpetuo
Llueve sobre mi infancia
llueve sobre el jardín de la fiebre
flores de sílex árboles de humo
En una hoja de higuera tú navegas
por mi frente
—Octavio Paz ®