En su discurso ofrecido en abril de 1982 al recibir la Medalla Nacional de Literatura, John Cheever afirmó: “Una página de buena prosa es aquella donde uno puede oír la lluvia. Una página de buena prosa es aquella donde escuchamos el rugido de una batalla. Una página de buena prosa tiene el poder de hacernos reír. Una página de buena prosa me parece el diálogo más serio que pueden llegar a tener las personas bien informadas e inteligentes a la hora de mantener, ardiendo pacíficamente, los fuegos de este planeta”.
Cada uno de estos atributos delineados por el Chejov de los suburbios, como también se le conocía a Cheever, suelen ser constantes entre tantas y tantas propuestas literarias. El problema es que estas características no siempre están juntas en una sola obra. De modo que aquel texto que nos asombra no suele hacernos reír. En cambio, lo que nos prodiga carcajadas no suele tener pasajes con terror, odio o tristeza. Asimismo, las descripciones de escenas o paisajes parecen sacados de un mismo molde, serio, cuadrado y ceremonioso. Pero, por fortuna, esta apreciación no se puede generalizar.
Desde hace años el periodismo ha parido notables plumas de la literatura. Es frecuente toparse con textos periodísticos cuyo quilataje suele ser más alto que muchas obras “literarias”. Como es bien sabido, quien hace periodismo literalmente vive en amasiato con las historias y, por ende, con las palabras. Ambas concubinas pueden llevar a una cosa: a escribir. Y parafraseando a Raymond Chandler, si el producto posee un alto nivel artístico, es literatura.
Pero este mundo no es justo. No todos los escritores han sido reporteros ni todos los reporteros terminan siendo escritores. Es más, hay reporteros que nunca aprenderán a escribir su nombre y hay escritores que nunca escribirán algo. Desafortunadamente, son estos los que abundan.
Hablar de Alejandro Almazán, hasta hace unos meses, era para referirse a uno de los mejores reporteros del país. En sus reportajes y crónicas era frecuente toparse con pasajes netamente literarios. Con rigurosas investigaciones. Con datos producto del olfato reporteril. Tengo un recuerdo nítido de sus crónicas sobre el escenario antes de la histórica elección estatal de 2005, cuando entrevistó a Torreblanca y a Astudillo (ambos candidatos a la gubernatura de Guerrero en ese año). Tampoco olvidaré su reportaje sobre Gumaro de Dios, el caníbal. El cual, a la postre, terminó convirtiéndose, de manera más que justa, en un libro.
Con tales características no era difícil imaginarse que Almazán, tarde o temprano, terminaría en la literatura formal (si es que existe tal cosa). Así llega Entre perros (Mondadori, 2009).
He visto decenas de reseñas de esta novela y todas se quedan cortas. El texto de la cuarta de forros no es la excepción. Es más, en varias entrevistas Almazán ha repetido la trama. Y para mi gusto, también se ha quedado corto. Incluso esto que escribo no logrará explicar la complejidad de esta obra.
Hay que leerla. No explicarla.
Pero vamos a intentarlo.
Entre perros es una novela. Una novela policiaca. Y para ser más específicos, una novela de narcos.
Para los detractores del género, citaré a Faulkner cuando le preguntaron si estaba obsesionado con la violencia: “Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con su martillo. La violencia es simplemente una de las herramientas del carpintero. El escritor, al igual que el carpintero, no puede construir con una sola herramienta”.
La estructura de Entre perros la vislumbro así: es un espeso cauce de 365 páginas que arrastra toda clase de perlas de la vida mexicana. Políticos corruptos, matones infalibles, droga a manos llenas, dinero a borbotones, muertos a diestra y siniestra, militares comprados, enamorados sin futuro, armas de todo tipo, jueces vendidos, y todo eso con lo que vivimos desde hace años. De este afluente se van separando pequeños riachuelos en los que Almazán aprovecha para darnos santo y seña de cada uno de los personajes que desfilan por la trama.
Si uso el adjetivo espeso no lo digo porque la lectura sea pesada. No. Lo digo por la primera acepción de la palabra, que se refiere a algo con mucha densidad. Porque Almazán entrevera episodios y anécdotas con una facilidad asombrosa. En dos líneas cuenta el destino de algún personaje o un sitio.
Con una técnica que abreva en el cine y en la comedia negra narra la historia de Diego, un reportero diabético que traiciona a destajo y va echando a este río una historia, junto con sus recuerdos y sus taras emocionales. El Bendito es un matón sin alma, sin pasado y aficionado a los Marlboro Ligth. Y el Rayo es un exitoso promotor de box a punto de casarse.
Los tres amigos se juntan en Culiacán por un macabro hallazgo: en el puente negro de esa ciudad encuentran a un hombre colgado; en vez de testa tiene una cabeza de San Bernardo.
A medida que la trama se aprieta con una guerra entre cárteles Diego cuenta su pasado en Diosmío, un pueblo de Sinaloa. Su fracaso amoroso con Abril. Su amistad con el Bendito y con el Rayo. Al final, todo este río narrativo desemboca y explota.
Un rasgo que me parece destacable de esta obra es que Almazán nunca pierde el humor. Aunque el Bendito vea el cadáver de su madre, violada y apuñalada. Aunque Diego vea morir a un tipo sólo porque se negó a mover su camioneta. Aunque el Marlín esté frente a los protagonistas, a punto de vaciarles una carga de AK-47.
El humor está ahí. Pese a la crudeza y crueldad de sus páginas. Ese rasgo, creo, le otorga al texto el calificativo descrito por Cheever con respecto a la buena prosa.
El maestro del género policiaco, Raymond Chandler, quien por cierto, también fue reportero, escribió lo siguiente: “La novela policial debe tener una estructura lo esencialmente simple como para que ésta pueda explicarse con facilidad, si se llega el caso. El desenlace ideal es aquel en que todo se hace claro en un fugaz relámpago de acción. Ideas tan buenas como para conseguir esto son siempre raras, y el escritor que es capaz de lograrlo una sola vez, merece nuestra felicitación”.
Las referencias que sugiere Almazán son muchísimas. A vuelo de pájaro puedo mencionar a los cineastas Tacashi Miike, a Chan-Wook Park, a Bong Joon-ho, y por supuesto a Tarantino y Guy Ritchie. En el plano literario hay huella desde Frank Harris a Norman Mailer; de Dashiell Hammett a Hunter Thompson; de Ernest Hemingway a Cormac McCarthy.
Si Entre perros incluyera una banda sonora estaría estupendo. De Beto Quintanilla, el mero león del corrido, a Pink Floyd. De Valentín Elizalde a Kings of Leon.
Ahora bien, habrá quienes opinen que la narconovela es una alegoría de la delincuencia. Un mal ejemplo para los jóvenes. Una deificación a mafiosos sin escrúpulos o el trabajo de una bola de admiradores del narco. Creo que bien viene a colación recordar que esto que leerán es ficción.
Naturalmente, debido a la formación de Almazán, no dudo que en estas páginas haya pasajes totalmente reales. Pero dejemos que la sociedad y sus autoridades hagan su trabajo con el narcotráfico, mientras tanto, nosotros disfrutemos del placer de la literatura.
Pues como bien decía Cheever: “La literatura es el único sitio donde podemos refrescar nuestro sentido de posibilidad y nobleza. […] es el único registro continuo de nuestra lucha por ser ilustres, un monumento de aspiraciones, un vasto peregrinaje. La literatura, tal vez, pueda salvar al planeta”. ®
El Gus
La he visto en las librerías, pero no la he comprado porque está cara. Sin embargo, leer esta reseña me anima a hacer el esfuerzo.