¡Una novela pederasta!

Elogio de la madrasta, de Mario Vargas Llosa

Vargas Llosa actualizó el conflicto del adulto que flaquea ante la candidez y el deseo, y jamás he sabido de reproches airados sobre la moralidad de este escritor.

Monica Bellucci en Vanity Fair, Italia, mayo de 2012.

Reseñar un texto publicado en 1988 definitivamente es pasè, y Vargas Llosa (Arequipa, 1936) ganó el Nobel hace siete años —aquél hubiera sido un buen momento—, pero las ganas de recomendar un texto granado dentro del erotismo me parece suficiente, y no sólo a mí, también a don Mario, a sus representantes y editores también les ha parecido un texto redituable. Tusquets, que tuvo la primicia en 1988, lo ha reeditado en tres de sus colecciones (Fábula 93, Andanzas 97, aprovechando la marejada y “para mayor satisfacción de su autor” en tapa dura, en 2010 de nuevo en La Sonrisa Vertical, y en 2011 en la colección Maxi Maxi), y como colofón diré que poseo dos ejemplares, uno editado por Alfaguara en 2008 y uno más de Grijalbo de 1998. Por lo menos siete ediciones en 27 años no están nada mal.

El Elogio de la madrastra está expresamente dedicado “con cariño y admiración” al artífice de La Sonrisa Vertical, la señera colección erótica del idioma español, Luis G. Berlanga, y apostaría lo que fuese a que fue escrito con la mira puesta en las tapas magenta de aquellos libros pues se inscribe perfectamente dentro de la tradición: es un texto excitante y transgresor. Vargas Llosa jugó al contrapunto capítulo a capítulo entre la sucesión de hechos en casa de don Rigoberto y algunos cuadros, seis pinturas para ser precisos (acá una académica disquisición sobre el tema), recorriendo un gran arco de las emociones carnales: don Rigoberto, un diletante de la piel y sus percepciones; su esposa, beneficiaria directa de sus apetencias, y ella misma sensual y dispuesta. Y dentro del viaje pictórico diversas muestras de sensaciones: filias como el voyerismo y el exhibicionismo del cuadro de Lucrecia, esposa de Candaules, rey de Lidia… pintada por Jacob Jordaens en 1648; las complicidades que anuncia la Diana después de su baño de François Boucher (1742); las inocentes emociones de una Anunciación como la de Fra Angélico (ca. 1437), o la podredumbre humana que lee, que narra, en el cuadro de Francis Bacon Cabeza I de 1948). Vargas Llosa discurre entre la evidente carga erótica de la pintura que retrata la grupa de la esposa de Candaules —contando cómo éste le ofrece a su ministro no sólo el espectáculo de su desnudez sino la maravilla de su actuación en la cama— hasta la repulsión que concita su recreación de la pintura de Bacon, en la que cifra toda, toda fealdad y contrahechura posible, y sin embargo conjura un “sexo intacto (que puede) hacer el amor a condición de que el mozalbete o la hembra que hace de partenaire me permita acomodarme de tal manera que mis forúnculos no rocen su cuerpo, pues, si revientan, mana de ellos el pus hediondo y padezco dolores atroces”.

Merecido elogio.

Vargas Llosa no sólo acaricia el lado voyerista de quien lee erotismo, sino concita al recuerdo la gama de sensaciones que puede regalarse uno mismo a través del cuerpo en los actos aparentemente rutinarios; su libro crece dentro de una narrativa sensual que da cuenta del placer que pueden causar las abluciones y el cuidado que sirva procurarse en la piel —así sea en la de las orejas—, y construye así un Rigoberto hedonista y oficiante del cuidado de su cuerpo —cómo no podría ser un amante dedicado. Y viajando entre sensación y sensación la novela se entreteje de una narrativa que apela a todos los sentidos, y no sólo al bajo vientre.

La hermosa y sensual Lucrecia —sí, su esposa se llama como la mujer de Cándulo—, felizmente casada con don Rigoberto, es la madrastra de Fonchito. La vida es ideal, don Rigoberto saborea a su mujer desde sus sentidas abluciones hasta los ejercicios carnales del tálamo y ella lo reconoce, disfruta y agradece, aunque la proximidad del niño cada vez mayor vendrá a hermanar la belleza y la contrahechura; lo torvo y lo inocente. Vargas Llosa nos hace cómplices de la seducción de Lucrecia.

A pesar del necesario y consecuente desenlace, hasta aquí es un texto erótico muy recomendable, sin embargo, la conversación se puede alargar con sólo cambiar el sexo de los involucrados… Fonchito es el Lolito de las novelas, y no es tan famoso ni provocó el mismo revuelo que en su momento la novela de Nabokov; llama la atención porque apenas los separan 33 años y no han cambiado en nada las normas —y las leyes— respecto de la interacción sexual entre adultos y menores de edad, aunque no conozco ningún ataque o persecución a esta obra de Vargas Llosa, y me parece que esto es porque el pánico moral tiene especial apego a criticar si el mayor de edad es de género masculino y, supongo, en el papel activo.

Luis González de Alba se lo preguntaba directa y honestamente: qué hacer cuando es un menor el que busca seducir a un adulto; mi amigo Pablo Santiago también se hizo cuestionamientos con respecto a las edades de consentimiento… Es un tema escamoteado en la discusión y dejado en el ámbito del dogma legal: cuál es la edad en que se debe dejar de penalizar el goce del cuerpo.

Vargas Llosa actualizó el conflicto del adulto que flaquea ante la candidez y el deseo, y jamás he sabido de reproches airados sobre la moralidad de este escritor, y ninguna de sus dos obras paidófilas —Elogio… y su secuela Los cuadernos de don Rigoberto (1997)— fueron vituperadas, como fue el caso de Memoria de mis putas tristes de García Márquez —venturosamente para la reputación del género y en detrimento de lo que sería una espléndida estrategia de marketing.

Y ahora que viene a cuento, debe destacarse que en muchos textos de entrepierna la imaginería del mozalbete y la señora es habitual, sobre todo en la tradición onanista victoriana —La perla reboza mozos de servicio y aristócratas dispuestas—, es muy usual la visión de un bello efebo y una mujer seductoramente mayor.

¿Por qué no escandalizó ni ha escandalizando? Porque si el adulto es del género femenino —y por “sentido común” la parte pasiva del ayuntamiento— no es punible; ¿si ella no lo penetra no hay espanto ante la corrupción de un menor?

¿Por qué no escandalizó ni ha escandalizando? Porque si el adulto es del género femenino —y por “sentido común” la parte pasiva del ayuntamiento— no es punible; ¿si ella no lo penetra no hay espanto ante la corrupción de un menor? Aunque últimamente ha habido casos de profesoras que se acuestan con algún alumno y por eso han llegado a prisión, aparentemente esos casos no crean en nosotros una idea tan abominable como cuando el adulto es del género masculino, sin importar el género de la víctima, aunque acentuado por la edad y la homosexualidad. No deja de llamar la atención que, en términos generales, si la mayor es una mujer hermosa y el menor es púber, los hombres lo pensamos con sorna y envidia y las mujeres no demuestran la misma indignación. Tal es el caso de la falta de señalamientos a nuestro Elogio, así que seré yo el que dé —un poco tarde— la voz de alarma: es un texto decididamente pederasta: ¡a la hoguera con él! Quién quita y tengo eco, se genere un escándalo, ocasione un segundo aire, buenas ventas y el peruano–español me mande una copia autografiada. ¡Ánimas! ®

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Publicado en: Libros y autores

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