De la llegada inminente del invierno y las pastorelas, de un migrante que fabrica flores de palma y de Sufjan Stevens e Interpol, esenciales al rock contemporáneo, trata esta entrega del arquitecto Juan Palomar.
Atmosféricas. Da la vuelta la temporada y leves fríos anuncian la instalación del benévolo invierno tapatío. El cielo nocturno se vuelve más profundo y un manto de estrellas, en ratos, se alcanza a ver entre la habitual bruma que levanta la ciudad. El jardín extraña a su maestro que tan bien sabe de podas y correcciones de guías desbalagadas. Volverá más entero que nunca, listo para realizar con ejemplar fortaleza sus labores espléndidas. Por mientras, las recientes nochebuenas —que alguna vez la gente llamaba catarinas— emiten su inigualable destello rojo desde los umbrales agradecidos y dispuestos.
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Aparecen también las pastorelas. Reunión de lejanas trayectorias, imborrables recuerdos de la primera infancia, reconocimiento de los ámbitos que cada año daban abrigo, cobijo y gusto a una celebración centenaria. Una amable señora, desde todo lo alto de su edad, imparte con amable humor su larga sabiduría, su imbatible entusiasmo. Y así, guía la inefable representación. Cuatro generaciones, entonces, rodean el prodigio, enderezan sus particulares agradecimientos, se reconocen y vuelven al remoto país de sus primeros años. Caras largamente conocidas, en las que el tiempo ha sabido dejar sus huellas, son otra vez aquéllas que trajeron los párvulos recuerdos de la vida. El antiguo misterio, ése que envolvía a la celebración toda, y también el que, formado por las figuras de los peregrinos de Belén, imparte su invisible bendición sobre la concurrencia alborozada.
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Migrante con flores. Mediana edad y muy delgado. El viaje ha sido duro, incierto y arduo en su muy largo transcurso. Sin embargo, con incombustible confianza, habla de seguir su camino, de llegar por fin al otro lado. No lo dice, pero en sus gestos y su cara se reúnen cada una de las privaciones y quebrantos que ha tenido su trayecto. Noches a la cruel intemperie a lomos de un ferrocarril que se llama La Bestia, largo animal que las destrezas del emigrante han sabido domar, o por lo menos volver asequible al viaje. Porque a veces transitan en grupos reconocibles y solidarios, y otras nomás la soledad acompaña su camino. El migrante aparece como por ensalmo en cualquier esquina, habla con cantarín y lejano acento, carga con orgullo su mercancía. Se trata de unas cuantas flores de palma, hechas con paciencia y largos cuidados. Quien pasa, la mayor parte de las veces, mira con indiferencia tales hechuras. Otros, de plano, son incapaces de reparar en el esfuerzo que esa artesanía de la esperanza representa. Hasta que alguien, finalmente, comprende la hondura de la lucha, la trascendencia de ayudar al migrante para cumplir su azaroso destino. Éste sonríe, agradece como un generoso regalo unas cuantas monedas. Y sigue su camino.
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Sufjan Stevens es un artista singular. Sus raíces provienen de un rock destilado, como debe ser, de una inextricable mixtura de blues, de folk, de un jazz refinado y vital. Y, por supuesto, de cierta música clásica. Tal es el caso de Untitled (Piano solo), una inesperada entrega del artista. Stevens se ha propuesto una muy amplia empresa: peregrinar por cada estado de los Estados Unidos, empaparse de su realidad y talante, y entregar después discos tan inesperados como deslumbrantes.
Es, naturalmente, un proyecto a largos años del que ya ha realizado algunas piezas completas. Sufjan Stevens es considerado uno de los músicos más originales y dotados de su generación. Las composiciones como “Chicago” muestran en cambio un rock ácidamente melodioso e imbuido de múltiples influencias que refuerzan el carácter sabiamente ecléctico del autor y artista de Detroit.
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Desde los años noventa Interpol ha sido una de las bandas de rock más influyentes e interesantes del rock contemporáneo. La justeza de sus composiciones, la precisión de sus ejecuciones, el impecable tempo de su batería, la discreta brillantez de las guitarras son algunas de sus cualidades.
Junto con la aguda resonancia de las letras. A continuación una muy libre traducción de un fragmento de “Enciendan los reflectores”:
Ni siquiera la cárcel. Dejaré mis anteojos
yaceré en casas
Si las cosas resucitan
Robaré panes por onzas
Y sí, comenzaré a pintar casas
Si las cosas resucitan
Prometo no ser violento
ni físicamente ni de ningún modo
si las cosas resucitan
lo diré ahora
Oh, lo diré ahora
porque lo quiero ahora
Cuando cada quién sea piel de cicatrices
Viajaremos rumbo al sur
puedo ser sutil como una jaula de leones…
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Continuada lamentación por una torre perdida. Fue hace mucho tiempo y otras torres ya se levantan. Sin embargo, nada impide el recuerdo de un impulso al que el poderoso cielo imantaba. Porque una torre es la reunión de ingenios terrenos y racionales con impulsos a veces desconocidos y misteriosos. Una torre siempre es un reto y una pregunta abierta al horizonte. Una invitación al vértigo y a la serenidad que abraza a todos los ámbitos. Desde las alturas el mundo, la ciudad, son más anchos y lejanos, y al mismo tiempo se aproximan, son accesibles al examen y al abrazo de la vista. Dicen algunos que la hora que, junto con el sol que cada torre señala, jamás es la misma. Porque el perfil de la edificación tendrá siempre, para realmente ser una torre, un carácter definitivo, resuelto en su propia corporeidad. Las torres saludan al día antes que toda cosa en la ciudad. Así lo hacía, particularmente, la torre ingenua y airosa ahora para siempre desaparecida. ®