Decía Gustavo Ott que la dramaturgia mexicana no necesita ficción. Lo suyo es hacer periodismo; con eso basta. El asesinato del hijo de Javier Sicilia lleva a nuestro columnista a reflexionar sobre una variedad de temas que brotan de la actual violencia en nuestro país.
Para Aixa.
Hablo desde el dolor y quizá también desde la indignación. Desde una profundidad oscura y arrebatada que no (me)conocía: el miedo.
La muerte del hijo del poeta Javier Sicilia, ampliamente comentada en medios de comunicación y redes sociales y que desembocó en una serie de manifestaciones públicas, no hace sino poner en evidencia, quizá de un modo altamente mediático, la imagen de la víctima como el último y acaso único reducto de expresión y negociación que tiene la sociedad mexicana. Ante la falta de justicia, la desacreditada aplicación de la ley, el continuo y absurdo manoteo político, la corrupción y la abulia de buena parte de la sociedad mexicana, nos queda la imagen triste del poeta que aparece en la escena pública para reivindicar el dolor como medio y mensaje.Sin el mínimo de empatía ante el dolor ajeno la devastación de la civilidad está garantizada. Tuvo que ser un poeta, padre de un hijo brutalmente asesinado, el que suplicara, también en la palestra de lo público y de un modo quizá elemental, que el narcotráfico regrese a sus códigos, que la mafia evite la muerte de civiles, que cese la sangre de inocentes. Y claro, también se pide responsabilidad al aparato político y judicial, que brilla por su ausencia, como siempre.
Hablo con la herida abierta, con el miedo apretando la quijada; la hace añicos. Hablo en primera persona, sin falsos oropeles, hablo desde el territorio de la angustia y el suplicio. Hablo con los ojos cerrados de porvenir, ciego e inmóvil de empeño.
Lo interesante de este fenómeno, el de la indignación y el dolor como parte de una catarsis que no se mantiene en la intimidad, en el sufrimiento de alcoba, sino que necesita del espacio público para poder expandirse y acaso realizarse, es la natural contraposición a la espectacularización de la tortura que en México ha alcanzado niveles delirantes.
Desde la perspectiva ritual del odio y la devastación del respeto a la dignidad, incluso en la guerra, destaca la significación de la tortura máxima como el único acceso para llamar la atención de la prensa y el sensacionalismo. La violencia cotidiana se convirtió en paisaje urbano. Ya no indigna, ya no perturba, no mueve a la aversión tanta desgracia. La violencia se espectacularizó; mutó en rito hostil, ceremonia de la ruina.
Sin el mínimo de empatía ante el dolor ajeno la devastación de la civilidad está garantizada. Tuvo que ser un poeta, padre de un hijo brutalmente asesinado, el que suplicara, también en la palestra de lo público y de un modo quizá elemental, que el narcotráfico regrese a sus códigos, que la mafia evite la muerte de civiles, que cese la sangre de inocentes.
Decía Gustavo Ott que la dramaturgia mexicana no necesita ficción. Lo suyo es hacer periodismo; con eso basta. Es cierto que el país tiene esos brotes de surrealismo y continuo desajuste del canon más o menos occidental de civilización; a veces cuesta entender, desde la perspectiva artística y científica, que no exista un componente casi biológico para tal cantidad de psicópatas, una suerte de gen recesivo de la mexicanidad violenta, una coreografía pesadillesca de la brutalidad como única forma de dominar el espacio común, una ficción perenne del sentido de pertenencia.
Si uno examina nuestro pasado prehispánico, la violencia, el dolor y la crueldad forman parte, en una amplia franja del mapa étnico, de la organización ritual y social, del pensamiento mágico imperante y de la estructura cultural que recorre Mesoamérica en tiempo y espacio hasta fundirse con el determinismo, la culpa y el miedo impuesto por la civilización judeocristiana. Seguimos pagando el resultado de no haber recibido colonizadores puritanos (que justamente huían de Inglaterra, “ese imperio que peligrosamente se movía al liberalismo”): el dolor no es moneda de cambio entre el rito religioso y la utilización del espacio público.
El poeta Robert Frost lo glosó de esta forma: “América es la oportunidad del comienzo de una nueva raza humana”. El problema en nuestro caso es que a los indígenas no se les vio como seres susceptibles de mejorar o de ampliar o crear una nueva “raza humana”. Sus ritos, sus plazas, sus ceremonias se trataron de esconder y al fundirse comenzó la celebración del dolor.
Me duele el miedo. Hablo desde su abrazo de fuego, desde su asfixiante certeza, desde su piel brillante y eriza. Hablo con el miedo en los costados, sufriendo al exhalar su aliento, su beso de malestar continuo. Hablo desde mí, que no soy nada, acaso un trozo de impotencia en un cuerpo repulsivo.
El catolicismo ocupó, en la sociedad colonial, una escala jerárquica única, aparentemente impenetrable, pero falsamente integradora. Al contrario del ahora país vecino, existió en nuestra colonia un solo grupo religioso, aunque al norte llegaron además calvinistas franceses, luteranos alemanes, congregacionalistas de Nueva Inglaterra, cuáqueros, bautistas, reformistas puritanos y holandeses. Existió una especie de silencioso pacto público: la tolerancia ceremonial en función del progreso mutuo.
Si uno examina nuestro pasado prehispánico, la violencia, el dolor y la crueldad forman parte, en una amplia franja del mapa étnico, de la organización ritual y social, del pensamiento mágico imperante y de la estructura cultural que recorre Mesoamérica en tiempo y espacio hasta fundirse con el determinismo, la culpa y el miedo impuesto por la civilización judeocristiana.
Al contrario, en lo que hoy es México, no existe un verdadero y efectivo pacto social, acaso sólo quedan las grietas y las ruinas de esa civilización arrebatada, hoy mestiza en exceso, que sigue festejando la muerte, el rito de sangre y la crueldad como medio y mensaje de poder para imponer su ceremonia y despertar el dolor ajeno. Del Jesucristo crucificado a los sacrificios de niños toltecas el país es casi el mismo, tal vez se han trazado mejor los mapas y se han instalado unas cuantas taquerías.
Ver a Sicilia exigir justicia, a mitad del llanto y la cólera por la desgraciada muerte de un hijo, es una muestra más del teatro del dolor humano que el público mexicano ha dejado de atender, que se muestra cotidiano y resignado, de otro modo no se entiende la pobre afluencia a la manifestación, más allá de la Ciudad de México (que no alcanzó los veinte mil exponentes), que provocó su arenga, a pesar de la solidaridad de intelectuales, artistas y comunicadores.
Quizá porque hablo también desde la angustia, de otro tipo, pero también devastadora y entiendo que el dolor y la pérdida es, además, la certeza del yerro borgiano: no todo le ha sido dado al escritor para trazar su obra. No todo. No.
Hablo para ser silencio y nada, pero hablo. ®