Enanos, contorsionistas, tragaespadas, osos, equilibristas. La magia del circo ocurre dentro de la carpa, pero también afuera, en la rutina diaria de sus protagonistas, retratados prodigiosamente en esta galería.
Siempre hemos tenido la sospecha, sobre todo ya de adultos, y hay que recordar que sólo hasta el pasado siglo se incluyeron programas infantiles en el circo, que bajo la nariz roja y la gran sonrisa pintada del payaso se encuentran personas sumamente tristes, que conviven con una nostalgia casi palpable, la mayoría de las veces presa de un extrañamiento de la vida, aparentemente normal, que llevan los ciudadanos de las muchas localidades que visitan y abandonan sin cesar, que conforman su público ordenado y nuclearmente familiar, rutinario, previsible en sus movimientos, en sus estudiadas reacciones ante los estímulos que ellos, los artistas, manejan con inusitada destreza y siempre sorprendente creatividad.
Y es que muchas veces, los artistas de circo no conocen otra vida que la de la disciplina diaria de ensayar sus números, inventar otros, partirse el alma en improvisados gimnasios, flotando desde el trapecio o tratando de ser uno con su animal, al que a base de entrenar también hacen artista. Un mundo ensimismado de fantasía y folclor genuino, ajeno a las modas que imponen los medios, esos que precisamente subyugan la fantasía del espectador, que llenan de falsos deseos que se pueden comprar, y que son en definitiva el sepulturero mediocre de un espectáculo ya secular.
Quizás hablar de la nostalgia devenga un estereotipo heredado de la época de las películas en blanco y negro, en la que nos muestran la carpa, la casa vacía después de la fiesta. Pero más allá de la tristeza que suponemos a quienes se encargan de producir alegría en el público, mayoritariamente compuesto por niños acompañados, de manera metódica, profesional, se halla la nostalgia del viajero, de quien recorre muchos caminos, de quien llega a innumerables pueblos y ciudades, del nómada por vocación que se la pasa desplegando y recogiendo bártulos, algo de ropa, una cafetera, la foto de un amor perdido en la juventud, un hatajo de cartas convertidas en única memoria…
En blanco y negro también son estos retratos que ha tomado la fotógrafa Laura Silleras después de mucho merodear circos en varias ciudades, de mucho insistir, de recibir tanto negativas como evasivas, los vuelve mañana, y mañana no están… hasta ganarse la confianza de los artistas, de meterse su corazón blindado en el bolsillo y poder estar junto a ellos sin la tensión de la pista. Y en esas situaciones de complicidad disparar su cámara de medio formato para registrar estos bellos e inquietantes momentos que son un ensayo de psicología aplicada al arte de la fotografía, donde la fotógrafa logra captar la esencia de quienes viven por y para el espectáculo, y para quienes no hay recodo en el mundo que no sea escenario, ya sea en una azotea, en una calle frente al letrero luminoso de un bar o sobre un piano de cola.
Por algún motivo el circo siempre causa cierta desazón… me refiero a las horas en las que no hay función. Es como una metáfora de la vida, llegan, invaden una plaza o un predio, despliegan sus guirnaldas y los artistas se exhiben en trajes de colores con muchos brillos y luces… el mago, la tragasables, el domador, la acróbata, los trapecistas, el malabarista, los enanos… y toda la fauna de animales que los acompañan, la mayor parte de las veces integrados a las familias como un miembro más, los osos, monos, caballos y tigres… y luego se van. Siempre se van.
Estar en todos los lugares es al mismo tiempo no estar en ninguno. En eso los artistas de circo se parecen a los ejecutivos, aunque los ejecutivos viajan siempre solos y los artistas de circo lo hacen en familia. Unos consanguíneos, generalmente los dueños de los circos, y otros de circunstancia, pero con el paso de los años, unidos por lazos irrompibles al compartir cenas y desayunos, aplausos y fracasos, rutinas, amores y desamores, todos parte de una extraña familia en la que también aplauden los osos.
Una familia elegida de manera voluntaria al fin y al cabo. Una familia que siempre se muda al completo a alguna otra parte cuando termina la última función. ®
jacaranda correa
que buenas fotos y tu texto maravilloso rubén… laura silleras es la autora de aquella serie «chimuelos»??
willebvaldoherrera
Buen artìculo y desde luego maravillosas fotografìas de lo insòlito entrañado al misterio de la naturaleza humana y animal. Los ùltimos nòmadas que se atreven todavìa a enseñar los colmillos a los bienpensantes sedentarios de cafès y universidades y pequeñoburgueses huevones que babean frente a la televisiòn mexicana.
Por algo Nietzsche lloraba tras la partida del circo, allà en su natal y frìa Rocken. Pues vivir justamente en medio de un cementerio y una parroquia protestante debiò haber sido para èl de la chingada.
Saludos, desde Tlaxcala, la horrible.
María Esther Gómez Arreola
«… y luego se van. Siempre se van.»
Es recoger lo sembrado, curiosamente, sin haber sembrado en una sola tierra…