Estábamos sentados uno al lado del otro. Hacía calor, o eso me parecía a mí, o eso creo recordar. Ella tenía puesta una pollera tableada que formaba un círculo a su alrededor, ese círculo me tocaba. En un momento yo empecé a deslizar mi mano derecha por debajo de su pollera muy lentamente…
Conservar el cielo
Cuando somos niños nuestro paisaje de vida tiene el horizonte bajo, tenemos el cielo inmenso todo para nosotros, todo es vuelo, imaginación, futuro, libertad. Por eso creemos en cosas que los adultos dicen que son imposibles, como poner toda el agua del mar en un pocito en la arena, hacer entrar una nube en nuestra pieza, pensar que para hacerse invisible basta con cerrar los ojos, y otras cosas que se me han olvidado. Cuando somos niños todo nos rodea, todo está a 360 grados, vivimos en el centro del círculo, de la esfera. En el territorio del juego podemos cabalgar hacia nuestro próximo futuro siendo el jinete y el caballo al mismo tiempo azuzándonos a nosotros mismos para ir más rápido. Transformarnos en árbol o en pájaro o en ráfaga. Horizontal, vertical y aéreo. Después, de a poco, a medida que crecemos todo se va poniendo más plano, el horizonte sube y el cielo se achica, en un momento nos damos cuenta de que hay menos atmósfera, que el suelo se cuadricula, que las nubes pueden estar llenas de hielo. Una técnica para recuperar ese vértigo quieto de la infancia es dar vueltas muy rápido sobre un mismo eje, en sentido contrario a las agujas del reloj, girar girar girar. En un momento nos montamos en una espiral, una helicoide capaz de devolvernos la mirada sin velos. Me parece que lo que intento decir es que la pérdida de esa inocencia asombrada, que es uno de nuestros tesoros, nos produce una enorme tristeza, y que esa tristeza resignada ya no nos abandona nunca y pasa a formar parte del tejido que nos constituye como personas.
El cuartito del fondo
Cuando era niño tenía una vecina, en la casa de al lado vivía una chica flacucha, rubia y pecosa, se llamaba Susy. Jugábamos juntos a veces, yo dejaba de ir a jugar a la pelota para estar con ella, tomábamos la leche juntos, ella comía el pan con manteca poniéndole arriba un poco de sal en lugar de azúcar como hacíamos todos. Una vez nos metimos en una cucha que mi padre había hecho para el perro, una casita de madera con techo a dos aguas que nos podía albergar a los dos, ahí le pregunté si se había fijado que los perros se saludaban o reconocían oliéndose la cola. Ella se puso colorada pero no me contestó. Otro día nos subimos al techo para agarrar higos de la higuera del vecino, ya que le habían dicho que la leche de higo era buena para borrar las pecas y a ella no le gustaba tenerlas. Después recordé que quien le había comentado eso de los higos había sido yo, tal vez para llevarla al techo. A mí sus pecas me encantaban. Pero aun así me trepé al árbol y volví con un montón de higos. Se embadurnó la cara y estuvo un rato cubierta con esa sustancia blanca y espesa, después se la quitó con el pañuelo y se miró al espejo. Las pecas no se le habían ido y se puso a llorar sin decir nada, yo le pedí que no llorara, que las pecas le quedaban preciosas, entonces me miró y me dijo: No pasa nada, vos sos un amor. Una vez nos quedamos mucho rato en la pieza del fondo, sentados encima de una caja de madera pintada de verde donde mi padre guardaba sus herramientas. La habitación estaba en penumbras y nosotros mirábamos las sombras de las ramas que se movían en la ventana. Al principio hablábamos de cosas sueltas, no sé por qué lo hacíamos en voz muy baja, como si alguien nos pudiera oír. Después dejamos de hablar. Estábamos sentados uno al lado del otro. Hacía calor, o eso me parecía a mí, o eso creo recordar. Ella tenía puesta una pollera tableada que formaba un círculo a su alrededor, ese círculo me tocaba. En un momento yo empecé a deslizar mi mano derecha por debajo de su pollera muy lentamente, cada centímetro que avanzaba me parecía eterno, mientras mi mano reptaba hacia ella me parecía oír mi respiración y la de ella como amplificadas, estábamos lado a lado mirando hacia delante, yo pensaba si ella se daría cuenta de lo que yo estaba haciendo, si no se enojaría conmigo, mientras tanto la mano seguía avanzando debajo del género áspero de su pollera, apenas por detrás de su cintura. De pronto rocé con la punta de los dedos una tela suave y cálida, supe que era su bombacha, el corazón casi me salta del pecho. A esa altura ya estaba transpirando como si hubiera corrido, igual que cuando jugaba un partido con los chicos en la canchita. Me quedé quieto unos minutos asimilando la situación, y para ver si ella decía algo. No pasó nada, seguíamos igual, sentados mirando como robots la ventana sin hablar. La mano empezó a moverse de nuevo, el dedo índice se levantó siguiendo el recorrido de la bombacha hasta llegar a un borde apenas abultadito que supe era el elástico. Entonces, no sé cómo, con qué coraje que no sabía que tenía, metí apenas el dedo entre el elástico y la piel tibiecita y suavísima y separé un poco la bombacha de su cuerpo, me di cuenta inmediatamente de que ella se tensó casi sin moverse, aguantó unos segundos la respiración, pero no dijo nada, no hizo nada, estaba esperando. Yo bajé un poco mi dedo arrastrando con él la bombacha y después hice pasar al otro lado de la frontera el resto de los dedos, la mano completa, todavía sin tocarla, manteniendo la distancia. Y después muy despacio fui acercando la mano hasta que toqué delicadamente su piel, su cola, inmediatamente reconocí las formas como si fuera un ciego que puede ver a través de sus dedos. La suave curva de las nalgas, la depresión y la hendidura donde se juntan los cachetes. La miré de reojo, estaba colorada y respiraba agitada, pero no se movía, no me miraba, no decía nada. Entonces avancé siguiendo la dirección natural de su cuerpo, de sus curvas, de su deseo y del mío, mandé como exploradores a dos de los dedos que incursionaron en territorio prohibido, yo iba sintiendo que había otra temperatura y otra humedad, otro clima a medida que me internaba entre los glúteos, me pareció que ella se inclinaba imperceptiblemente hacia delante, yo empujé un poco la mano y descubrí en la punta de uno de mis dedos una superficie circular que se contrajo súbitamente al sentir el contacto, era un redondelito tibio y un poco rugoso, como la boca de un animal pequeño, me hizo acordar a las anémonas que tantas veces habíamos tocado en las rocas de la costa para verlas cerrarse, retraerse, como flores ocultando su secreto. Dejé mi dedo quieto tocando suavemente el orificio prohibido, sintiendo la tensión expectante de ese músculo cálido. De alguna manera yo estaba seguro de que la proximidad les haría sentir confianza y empecé a sentir que la tensión disminuía, el músculo se estaba relajando, la flor empezada a abrirse. En ese momento se abrió abruptamente la puerta de la pieza y la luz del día entró rompiendo la magia y el silencio, la sombra enorme de un cuerpo se recortó en el marco y se proyectó hacia adentro cayendo sobre nosotros, que, aterrados, abrimos los ojos como platos y giramos la cabeza hacia la puerta. Era mi madre que nos decía con su voz de radioteatro: Ah, chicos, ¿estaban acá? Vengan a tomar la leche que ya está lista. Dio media vuelta y se fue dejando la puerta abierta para que la siguiéramos hacia la cocina. Yo saqué la mano rapidísimo, nos paramos y fuimos detrás de ella, sudando y respirando como si hubiéramos estado a punto de ahogarnos.
La banda del auto roto
En el barrio había un auto abandonado hacía mucho tiempo. Era uno de esos autos grandes de la época, un modelo bastante viejo, estaba muy oxidado y le faltaba el asiento de atrás y todos los vidrios. Alguien lo había dejado estacionado alguna vez y nunca volvió a buscarlo, se rumoreaba que era un auto robado. Nosotros nos juntábamos a veces ahí y de vez en cuando nos metíamos adentro, nos hacía sentir más grandes, fingíamos que fumábamos mientras hablábamos, cosas así. Un día José nos dijo que había hablado con la gorda del almacén y que iba a venir una tarde a meterse en el auto con nosotros. Era la hija del almacenero del barrio, que estaba a tres cuadras, tenía un año o dos más que nosotros, usaba unas polleras muy cortas y siempre nos cargaba, nos hacía bromas que nosotros no entendíamos. Entonces le pregunté a José para qué iba a venir, y él me contestó: Boludo, se deja tocar la concha. Todos nos quedamos duros, no nos imaginábamos tocar una concha, no sabíamos qué podíamos hacer con eso, ni cómo era, pero todos dijimos casi al unísono exhalando el aire despacio: Bieeeen… que era todo lo que podíamos decir. Y cambiamos de tema, pero nos quedamos pensando en la concha de la gorda, imaginando la forma, o el olor, o si tendría pelos. Otro día José nos dijo que la gorda iba a venir el viernes a la tardecita. Nos teníamos que juntar en el auto a las siete. Muertos de miedo, el viernes a las siete estábamos todos ahí como soldados, esperando sentados en el cordón de la vereda. José nos dijo que en un rato, en cuanto se pudiera escapar del almacén, la gorda vendría. Mientras tanto hacíamos tiempo hablando de fútbol.
Nos teníamos que juntar en el auto a las siete. Muertos de miedo, el viernes a las siete estábamos todos ahí como soldados, esperando sentados en el cordón de la vereda. José nos dijo que en un rato, en cuanto se pudiera escapar del almacén, la gorda vendría.
Esperamos nerviosos un rato largo y se fue haciendo de noche, ya no queríamos que la gorda viniera porque estar adentro del auto con ella y encima de noche nos parecía demasiado, al final José fue a averiguar y cuando volvió dijo que no iba a venir, que otro día. A todos nos pareció evidente que no vendría nunca y nos sentimos aliviados y nos metimos en el coche a hablar como hombres de cosas de hombres y Raulito dijo: Qué lástima, porque ya se me estaba por salir la leche de tan caliente que estaba. Y otro le contestó: Callate, si no sabés ni de qué color es la leche. Y Raulito, que efectivamente no sabía, aplicó la lógica más elemental, empezó a pensar a velocidad supersónica, hizo asociación libre y la relacionó con otras secreciones, concretamente con los mocos que le salían cuando estaba muy resfriado, y entonces, en tono canchero, dijo: Qué no voy a saber, boludo, la leche es verde. Y todos nos quedamos callados, sin animarnos a disentir ni a estar de acuerdo, sentados en el auto en la oscuridad hasta que sentimos los gritos de nuestras madres llamándonos a comer.
La mujer de arena
En el barrio había varios baldíos cuando éramos chicos. Nosotros teníamos uno favorito y lo usábamos como canchita para jugar a la pelota, y también como centro de reunión y refugio. Pero un día lo cercaron con alambre y empezaron a construir una casa, la mañana que descubrimos la invasión de nuestro territorio nos enojamos mucho. Fuimos con la pelota preparados para un partido y lo encontramos lleno de ladrillos, piedras y una montaña de arena. Nos dio mucha rabia, considerábamos que ese lugar era nuestro, pero igual seguimos yendo y jugábamos con los materiales de construcción, siempre a la tarde, después de que se fueran los obreros. Una tarde estábamos aburridos charlando sentados en ladrillos, el día anterior había llovido y la arena estaba húmeda, y empezamos a hablar de mujeres desnudas. En eso estábamos cuando Raulito dijo: Che, ¿por qué no hacemos una mina en bolas con la arena?
A todos nos pareció una idea buenísima y nos pusimos a hacerlo. Como yo era el que mejor dibujaba, quedé encargado de dirigir la construcción, y empezamos a formar volúmenes, a modelar el cuerpo. Desparramamos un poco la arena y preparamos dos montones, uno para el tronco y la cabeza y otro para la cintura y las piernas. Le dimos una forma un poco tosca pero cuando empezaron a aparecer los detalles fue mejorando. La cabeza y el cuello fueron fáciles, un cilindro y un óvalo con el pelo dibujado en líneas. Después los hombros y los brazos pegados al cuerpo y separados por una pequeña depresión. Uno dijo: Che, hagámosle las tetas bien grandes, y todos dijimos: Síííí. Le pusimos dos esferas que parecían pelotas de fútbol con un piquito en el centro a cada una, quedaron bárbaras. Después armamos el volumen de las piernas y lo unimos por la cintura, las piernas quedaron juntas pero separadas por una zanjita. Hicimos los pies y le dibujamos el ombligo más o menos donde nos parecía. Iba quedando terminada, pero faltaba algo. Alguien dijo: ¿Y la concha? Yo dije: Claro, la concha…
Y ahí vinieron las discusiones. Que va acá, que más arriba, que más abajo, que vos no sabés nada, qué no voy a saber… y así, hasta que Raulito, con aire y cara de conocedor del asunto, se agachó y tomó una medida con cuatro dedos desde el ombligo hacia abajo y marcó el lugar: Es acá, dijo. Nos impresionó el profesionalismo de medir como si estuviera jugando a la bolita y desde el hoyo marcara dónde apoyar el bolón, de modo que nadie le discutió y, por las dudas que de verdad supiera, nadie quería quedar en orsai. Así que hicimos un montículo en forma de dos paréntesis, bastante grandes y en el medio le hicimos un agujero. Quedó como una empanada aplastada, pero se veía bien, en la parte baja de la barriga nuestra criatura lucía una concha flamante. Hasta le dibujamos pelitos con una ramita. Nos paramos para verla de lejos, orgullosos de nuestra obra. Entonces Raulito dijo: Cómo se nota que ustedes no cogieron nunca. Nadie dijo nada, pero nos pusimos colorados, aunque no creíamos tampoco que él lo hubiera hecho. Y entonces dijo: Vengan que les muestro cómo es.
Así que hicimos un montículo en forma de dos paréntesis, bastante grandes y en el medio le hicimos un agujero. Quedó como una empanada aplastada, pero se veía bien, en la parte baja de la barriga nuestra criatura lucía una concha flamante.
Se acercó a la mujer de arena y cuidadosamente se acostó encima de ella pero sin tocarla, apoyando sus manos en el piso y con los brazos extendidos. Entonces empezó a hacer movimientos con su cintura, tocaba con el pantalón la concha de la mujer y se apartaba, así muchas veces, hasta que pegó un grito y dijo: Acabé, ya está. Y se levantó. Nos pareció un poco asqueroso y también me hizo acordar a la clase de gimnasia, cuando nos hacían hacer flexiones de brazos, así que pensé que debía cansar mucho y después dolería. No sabíamos qué decir, aunque uno dijo: Andá mentiroso, si vos tampoco cogiste, pero no sonó muy convencido.
Estábamos en eso cuando empezamos a escuchar los gritos de nuestras madres llamándonos a comer y salimos corriendo, cada uno para su casa. Yo me quedé pensando y mientras comía me acordaba de la mujer de arena, acostada desnuda y sola en el baldío. Al final después de comer y mientras mirábamos televisión salí al patio y me escapé corriendo a la obra con un frasco vacío de mermelada. Entré en el terreno y la vi, me acerqué despacio y agarré la arena de la parte de la concha en dos puñados, la metí en el frasco, lo tapé y volví a mi casa, pero antes desarmé la mujer de dos o tres patadas para que no quedaran rastros, y también porque me daba impresión haberle robado una parte del cuerpo y dejarla así, incompleta. Después llevé el frasco a mi pieza y lo escondí debajo de mi cama.
Espejo
Yo huyendo de los gerundios y sin embargo. Ando endo iendo. Yo odiando los uniformes y vistiendo sotana y roquete de monaguillo con la conducta obediente del potrillo. Yo buscando desesperadamente un adverbio de modo contracultural. Yo queriendo ser yo contra la corriente a pesar de la corriente tan fuerte. Yo escuchando a Janis Joplin y Jimi Hendrix en un winco desvencijado en la pieza del fondo como si fuera la caverna de Liverpool y viviendo el deslumbramiento de una iniciación. Yo rompiendo cascarones todos los días, cambiando de piel cada dos por tres, abriendo los ojos a la maravilla del mundo sin conseguir abarcar lo que no se puede abarcar, sin lograr alcanzar lo único que vale la pena perseguir, lo inalcanzable, y estableciendo en ello mi deseo. Yo amando los verbos y sin embargo. Amar temer partir. Sean eternos los placeres que pudimos conseguir. Mis alas eran pequeñas pero eran mías y bien que volaba con ellas, bien que vuelo con ellas, que también han crecido. Y si el seis fuera nueve sería reversible como de hecho lo es, y como debe ser uno y el otro y viceversa. Valiente, audaz, fuerte, descarado, negro, como el amor. Yo el espejo. Yo el lobo erizado de la medianoche. El otro yo. El gato, el escorpión, el pavo real. El confundidor, el artista iconoclasta. Basta.
Insomnio
Cuatro de la mañana: en algún rincón de mi inconsciente cuelgo ropa recién lavada en una soga en el fondo del mar.
Cosas
Las pelotas de goma marca Pulpo, los caramelos sugus, media hora y mu mu, el papel glasé, la Crush, las figuritas de lata, las galletitas Manon, las zapatillas Flecha, el Mecano, los autitos Duravit, los vasitos extensibles como telescopios para llevar a la escuela, el sacapuntas con forma de herradura de metal, el simulcop, el yo-yo Russell, la radio portátil, el tocadiscos Winco, el Vascolet, los aviones que pintaban con humo mensajes de propaganda en el cielo, la enciclopedia Lo sé todo, los mapas dibujados a plumín y tinta china, los zapatos Gomicuer, la naftalina, las trampas para cazar ratones, las cebitas, los pomos de agua para jugar al carnaval, las revistas de historietas mexicanas, el Billiken, los libros de la colección Robin Hood, los saquitos de banlon, las Skypy, los discos Long play, los chicles Bazooka, los asaltos, las cámaras Kodak Fiesta, la gomina, el balero, mis ladrillos, los pulóveres de angora, los botines sacachispas, las relaciones prematrimoniales, y la lista sigue, la lista es interminable.
Blando
Siempre me pensé ola y, como ola, parte del mar, o mar, sin más. Pero ahora entiendo que soy agua, además de ola y mar. Y para ser ola soy movimiento, roce, cohesión, electricidad, iones, ya se sabe: ondas y partículas. Y para ser agua soy esencia, magma, elemento, fluido, materia y energía sin forma. Y como agua, no soy sólo mar, soy aire, nube, lluvia, lágrima, secreción, sudor, exudación, humores, cuerpo, atmósfera. Atmósfera y ganas. Hoy y mañana. Yo, vos y todos. Elemento que conduce lo que no conoce y no le importa, porque lo que no conoce también es él, soluble y lábil, lo más blando del universo; como escribió Homero Expósito: más blando que el agua blanda.
Origen
Hay veces en que no sé adonde voy, pero siempre sé de dónde vengo: vengo del mar que recibe todos los ríos. ®