¿LE PREGUNTAMOS AL POLVO?

El año en que nos fuimos a la chingada

En el presente, ese oscuro latido en que no palpita la esperanza, acaso sólo quede aferrarnos a la vorágine del polvo y su eterna letanía, al cobijo de los muertos, los susurros y el recuerdo de lo que fuimos… Y desaparecer después, para siempre, como una niebla vagabunda.

A la memoria de mi hermano Amando Alexis, a diez años de su muerte.

Estamos, como diría Sófocles, en la triste situación de no saber a quién llorar primero.
—Juan José Saer

© Héctor Villarreal

Cuando se quiere recuperar lo perdido, cuando desesperadamente se intenta asir lo que de valioso queda entre los derrelictos de un naufragio, acaso sólo reste mirar hacia al pasado con la esperanza de que otras épocas —sin duda mejor que ésta— nos ayuden con la sabiduría de su desgracia para sobrellevar las inclemencias del presente. Pero no se me malinterprete; con esta declaración de principios no aludo —ahora que vivimos una de las noches más oscuras del alma mexicana debido a la infame porfía del gobierno más inepto que jamás testimonié— a un pasado falsamente mítico y ciertamente priista, donde el horror que hoy padecemos fue macerándose luego de décadas de impunidad, corrupción y mal gobierno, en lo absoluto: líbrenme todos los dioses de sentir nostalgia por una estructura política que, desde sus orígenes, cavó la tumba de este país con una voracidad que haría palidecer a Alí Babá y los más de cuarenta ladrones con cada uno de sus camellos: en México, desde hace mucho, nos han robado hasta los sueños.

Si recurro al pasado, concretamente a la antigüedad clásica, es para encontrar en él un tímido consuelo y una esperanza para el desasosegado temperamento del moralista claudicante en el que me he convertido, de ahí la cita de Heródoto, que nos viene al calce: “En la paz los hijos entierran a los padres; la guerra altera el orden de la naturaleza y hace que los padres entierren a sus hijos”, funesta realidad que nos estalla en la cara desde hace ya varios años a lo largo y ancho de la malhadada patria tricolor. Tristemente nos hemos convertido en un enlutado país de sepultureros: de torvos asesinos.

Según impone la tradición, es costumbre tomarse un tiempo al final del año para reflexionar al respecto de lo vivido, intentando sopesar en una imaginaria balanza lo bueno y lo malo que ha dejado el año achacoso que se va y esperar, ansiosos, las improbables bondades del agorero nonato; sin embargo, por la manera en que se despide este funesto 2010 —año de derroche y supuesta alegría bicentenaria y que yo recordaré como el año en que definitivamente nos fuimos a la chingada— más nos valiera, por estricta salud mental, correr un tupido velo sobre la realidad y sus sombras, que no hacen sino reproducir toda clase de siniestros en un horripilante teatro de infamias que, para asombro de cualquiera, parecieran no tener fin (si una cosa nos ha enseñado la debacle es que la caída no conoce fondo, que siempre es posible estar peor). El temperamento mexicano, tan proclive a la soflama, la intemperie y el chingadazo, se ha vuelto decididamente existencialista, toda vez que lo único que tenemos son las cuchilladas arteras de un presente en que ya no se siente ni lo duro ni lo tupido: sencillamente acaba por no sentirse, por devenir —efectivamente— un pueblo de susurros y fantasmas. Un consulado de Comala. Una antesala de la muerte.

Lo único que pido, visto que mi balanza moral no tiene posibilidades reales de prodigar alegrías, es no atragantarme, si de pedir deseos se trata, con las hipotéticas semillas de unas uvas iracundas.

Invente usted su propio México

Diputados mexicanos

Ante una realidad que sobrepasa la capacidad de resistencia de cualquier connacional, una de las posibilidades efectivas de habitabilidad —si la vida en cuestión no es tan miserable como para impedir la necesaria cuota de imaginación para sobrevivir al mundo siendo mínimamente humano— es la de tomar los fragmentos que nos parezcan más dichosos y con ellos, y un poco de engrudo, hacer una suerte de collage con los restos del país que sí funcionen, a semejanza de una maqueta. Así, por ejemplo, si alguien cree que lo mejor que puede pasarle al país es que los pueblos coloniales estén pintados de fucsia puede hacerlo en su pequeño modelo a escala, en el que puede asignar un lugar para los ciudadanos ilustres que embellecen sus plazoletas (este año, a qué dudarlo, podría dedicarse un pabellón a tres mexicanos ilustres: A) Carlos Monsiváis, abocado a construir ciudades dentro de la ciudad; B) Antonio Alatorre, que nos contó la historia más bella de nuestra lengua en mil y una noches y C) Alí Chumacero, poeta de mi más alta estima que no sólo aseguró, a quien quisiera escucharlo, “que todos los poetas mexicanos mamaron de aquí” mientras señalaba lúbricamente su regazo, sino que fue capaz de escribir palabras para arrullar al tiempo; “Yo, pecador, a orillas de tus ojos/miro nacer la tempestad”).

También se puede crear un diminuto jardín desde el cual sugerir tentativas para una vida armónica, minúscula, tête à tête. Para hacer de la política un arma digna y soberana de sociabilidad es necesario regresar a las formas primitivas de organización social, como en la antigua Atenas, conjunto relativamente autónomo de villorrios que funcionaban como pequeñas sociedades mutualistas en aras de una armónica colectividad. Una de las principales causas por las que resulta imposible imaginar soluciones para México radica en que ni siquiera podemos imaginarlo como problema, debido a la dimensión de sus dolencias que, por si no fueran lo suficientemente complejas, tienen que lidiar con esa estatura gigante con la que infortunio suele recubrir nuestras desgracias. Culpo al teocrático estad(i)o azteca por nuestra funesta miopía que suele confundir lo grandioso con lo grandote.

En mi caso, por ejemplo, de continuo confecciono gabinetes de curiosidades con las cosas que mejores me parecen, intentando crear realidades paralelas en las que las posibilidades de la imaginación sean el único, evanescente firmamento. Desde hace años trato de asfaltar la experiencia con esos otros mundos que también existen: los erijo sin cerrojo para que jamás se canse por ellos de pasar el viento.

Para hacer de la política un arma digna y soberana de sociabilidad es necesario regresar a las formas primitivas de organización social, como en la antigua Atenas, conjunto relativamente autónomo de villorrios que funcionaban como pequeñas sociedades mutualistas en aras de una armónica colectividad.

En una novela fantástica, Pregúntale al polvo, John Fante, a través de su alter ego Arturo Bandini, narra las vicisitudes propias a todo artista al respecto de la creación como vía de subsistencia, en este caso la literatura como una posibilidad de darle forma a la vida indefinida que siempre nos rebasa: de darle un rostro y un nombre preciso a todo aquello que, aunque no alcancemos a entender, sin duda conseguimos amar, como México, nuestro querido muerto envenenado. En determinado momento Bandini, enfebrecido y medio loco, abandona la esperanza arrojando el producto de sus desvelos al desamparo del desierto, reconociendo que los trabajos y los días de los hombres poco pueden ante la inclemencia de lo real, donde lo más presente siempre es lo que falta. El dolor de las ausencias.

Probablemente ahora, en nuestro carácter de mexicanos perdidos y desangrados en México, sólo puedan revolverse los escombros del mundo que fuimos y con ellos, desde la inmediatez y la ruina en la que ya no queda casi nada —salvo un capital humano extraordinario que agoniza y muere de mano del suelo que lo vio nacer— volver a fundarlo todo, en un incendio definitivo, que nos recuerde que vivir es un infinito privilegio y lo que todavía nos resta.

En el presente, ese oscuro latido en que no palpita la esperanza, acaso sólo quede aferrarnos a la vorágine del polvo y su eterna letanía, al cobijo de los muertos, los susurros y el recuerdo de lo que fuimos… Y desaparecer después, para siempre, como una niebla vagabunda. ®

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Publicado en: Diciembre 2010, Ensayo

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