El presente texto no fue escrito ni publicado antes por profundo respeto a quienes nunca tuvieron miramiento alguno por la vida privada ni el dolor de nadie: los informantes del difunto Carlos Monsiváis. Sin embargo, dice la autora de este texto, Monsiváis es tal disparate verbal y político que sólo se sostiene con fe, no con razones y debate frontal.
Fueron éstos gratuitamente días de guardar por consideración a aquellos odios que no se atreven a decir su nombre y que jamás aceptaron el derecho a la intimidad de ninguno, en su frenética carrera por entregarle a su profeta las más detalladas infidencias, tanto de opositores como de seguidores, a fin de que, precisamente, pudiera ser él gurú. ¿O de qué se nutre el visionario si no de información incuestionable?
—Déjame ver en qué anda —prometía el acomedido feligrés, lo que, en el territorio monsivaiano, quería decir “Veré qué averiguo sobre quien va a depositar ingenuamente su confianza en mí que te pueda servir a ti para montarle pésima fama, si lo requiere, o para darles más herramientas a sus enemigos y demás posibilidades que se te ofrezcan, a cambio de que me des tu preferencia, me ayudes tú a mí, o simplemente me quieras tanto como a los consentidos”.
Pues sí, de verdad, quién sabe qué van a hacer sin él. Yo tampoco sé cómo se las van a arreglar sin la influencia del implacable poder que de sus campañas de rumores y confabulaciones emanaba, ya sin el control que ejercía en casi todos los medios periodísticos y editoriales en cada rincón de la dura patria.
“En qué anda” quería decir todo eso y más: no sólo con quién anda la presa, de qué orientación sexual es, con quiénes se acuesta, qué bebe, con quiénes o en dónde o qué drogas consume, sino cuáles son sus temores, quiénes le han hecho daño, qué le duele más que le hagan, cuáles son sus aspiraciones y qué clase de infancia tuvo. Los micrófonos ocultos de las novelas de espionaje sobre estalinismo o de la CIA parecían de juguete ante esas tácticas y la cantidad de datos que obtenían para publicarse en esa maraña de dictámenes con chistoretes que era la columna (es un decir) titulada Por mi madre, bohemios, indescifrable para muchos por lo atiborrada de recaditos, guiños y amenazas en clave, aunque los destinatarios sí que le entendíamos. Algunas veces, el voluntario ayudante marcaba el teléfono y llamaba a la persona crítica o simplemente inconforme, haciéndose pasar por “amigo periodista preocupado” y, por consejo del profeta, deslizaba alguna información que pudiera inspirar cierta confianza (“Yo ya no me llevo con él”, o “Cuidado porque a tal persona le hizo esto e igual te puede dañar a ti”). Lo que, en ocasiones, implicaba llanamente mentir. Eso, en alguna zona de la corteza cerebral, se efectuaba a nombre del periodismo riguroso y de la lucha por las causas progresistas que según ellos encarnaba don Carlos Monsiváis, o de su “heterodoxia impagable”.1
¿Pero cómo puede ser la profecía irrefutable si no es urdiendo intrigas y chantajes secretos cuando no se es realmente un iluminado? Así fuera orillando a los organizadores del Premio Rulfo a convertirlo en galardón para ensayistas por no ser él cuentista ni novelista —y, de paso, concederle el primer lugar a él, como que no quiere la cosa—, o recibiendo reconocimientos a obras inéditas por un trabajo que ya se había publicado, o pugnando por la liberación de estudiantes huelguistas a los que primero él hizo todo lo que le fue posible por vituperar hasta el vómito porque tuvieron el atrevimiento de no creer en sus palabras, u ofreciendo a algunos de sus más cercanos acólitos “la Guggenheim cuando quieras; cuando estés listo” (así nomás), o haciendo —como buen hombre de izquierda— alarde de una colección de arte tan costosa que hasta un museo se puede inaugurar con ella, y disponiendo sumas igualmente costosas para su curador, Monsiváis es tal disparate verbal y político que sólo se sostiene con fe, no con razones y debate frontal.
Hubo un tiempo en que no había manera de cuestionar la manufactura de las crónicas y los ensayos de ese multipremiado intelectual sin recibir la mirada acusatoria, o la abierta desaprobación, de sus acólitos.
De ahí que sus dolientes, nutrientes de un mito, se preguntaran, en palabras de su principal vocera y amiga personal: “¿Qué vamos a hacer sin ti?”
Pues sí, de verdad, quién sabe qué van a hacer sin él. Yo tampoco sé cómo se las van a arreglar sin la influencia del implacable poder que de sus campañas de rumores y confabulaciones emanaba, ya sin el control que ejercía en casi todos los medios periodísticos y editoriales en cada rincón de la dura patria. Les será muy difícil reproducir ese poderío tan ilícito como inexplicable, pero la lucha le harán durante algunos años y el propio difunto seguramente ya dejó algunas providencias arregladas. Después, como ocurre con los caciques que se imponen por medallas y estatuas más que por autoridad moral, acaso sobrevendrá el alivio desde ambientes más saludables e inclinados por el pensamiento lógico más elemental, capaces de recordar que, al menos, ya no habrá la necesidad de reivindicar la popularidad de cantantes tan horrendas como Gloria Trevi o Paquita la del Barrio “porque lo dice Monsiváis” en alguna de sus crónicas ampliamente anunciadas.
Mientras tanto, yo me fui a celebrar a Times Square (véase la foto adjunta, que es una autofotografía) no la desaparición física ni la enfermedad de un ser humano —desgracia que no festejo ni por ése que sí se rió del sufrimiento de tantos, y que se aplaudía a sí mismo diciendo: “Soy malo, sí, soy malo”, como historieta de sus serviles caricaturistas—, sino el fin de una época terrible para las letras mexicanas, junto con el advenimiento de una mayor libertad y el redescubrimiento de nuestra obra literaria de finales del siglo pasado.
Al término de una semana de respeto a los duelistas (en todas las acepciones del término) acudí al festejo de una joven que, en opinión de quien otrora fuera una de las protegées de Monsiváis, Paquita la del Barrio, debería estar muerta, ya que es hija natural de dos queridas amigas homosexuales. Mi adorada sobrina adoptiva, de diecisiete años, se graduó con honores de la preparatoria y fue aceptada en una prestigiada universidad. Aunque habla muy bien el español, me resultaría muy difícil explicarle cómo fue que, en mi país, un intelectual homosexual llamado Monsiváis era aplaudido como certero cronista y promotor de una señora que, además de cantar a pura mentada de madre, le deseaba la muerte a ella por ser hija de dos mujeres gays, ello “por su bien”, y cómo hubo un tiempo en que no había manera de cuestionar la manufactura de las crónicas y los ensayos de ese multipremiado intelectual sin recibir la mirada acusatoria, o la abierta desaprobación, de sus acólitos.
Pero ese tiempo, para desesperación de quienes se preguntan “¿Qué vamos a hacer sin ti?”, terminará. Ello, en parte, no nada más gracias al fin de la hegemonía que ejercía esa figura pública (o desfiguro público), sino también al desarrollo tecnológico que permite otras tribunas más allá de las que ofrece la prensa escrita. En estas épocas es casi inimaginable que nadie dispute en blogs, en redes sociales ciberespaciales y en revistas en línea la legitimidad de un acto tan arbitrario como el otorgamiento del Premio Villaurrutia a ese compendio de vanidades y artículos de relaciones públicas que es Los rituales del caos (Era, 1995), presea ordenada “gracias a la campaña que le iniciamos en La Jornada Semanal”, según me presumió a mí en aquel entonces el periodista cultural Gerardo Ochoa Sandy, quien posteriormente fue funcionario cultural del gobierno de Vicente Fox.
De modo que, hasta para fortuna de los que se dicen “por voluntad propia” (no lo dudo ni tantito) habitantes “del territorio de Monsiváis” (Jaime Avilés dixit), y a menos que se inventara otra forma de censura en red, ese tiempo es parte del pasado, pues, como anunciara Nietzsche más proféticamente: “Todo lo incondicional pertenece a la patología”. ®