1. Crónicas de odio
Un hombre se arroja desde un piso cincuenta y mientras va cayendo dice: “Hasta aquí no hay problema”, pasan los pisos y el hombre continúa en caída libre e insiste: “Hasta aquí no pasa nada”, “Hasta aquí no está mal”, pero más rápido de lo que espera se estrella contra el suelo y se hace pedazos. Así comienza el filme francés El odio (La haine, 1995, de Mathieu Kassovitz), con la narración en off de esta anécdota ilustrada en la imagen con enfrentamientos entre manifestantes y policías en un convulsionado París. Un sangriento blanco y negro sirve de sustento a la historia de tres jóvenes del París desconocido, del París sin el Pont Neuf, sin el Louvre, sin el Arco del Triunfo.
El único triunfo aquí es el del odio. El odio alimentado por la marginación, por la falta de oportunidades, por la pobreza y el hambre, por el maltrato, por el racismo, por la envidia, por la intolerancia. La anécdota de esta caída me servirá para trazar un itinerario fílmico del odio hasta llegar a District 9.
Son 24 horas terribles en la vida de Hubert, un boxeador amateur negro, Vinz, un judío iracundo, y Said, un inmigrante árabe. Los tres son buscavidas. Sobreviven con changas y delitos menores, no tienen otra salida.
Verdaderamente no la tienen. La película es una gigante olla a presión a punto de estallar. Desesperación. Desesperanza. Estupefacción. La sombra de la explosión no da descanso al espectador ni a sus protagonistas. De eso se trata, de una caída irrefrenable.
Hasta aquí estamos bien, hasta aquí zafamos pero el aterrizaje es inminente. La violencia recorre caminos circulares y no es posible evitar el cierre de este círculo con un aterrizaje repulsivamente destructivo.
El París de El odio se parece tanto a la violenta Buenos Aires como a cualquier gran ciudad del mundo. Los gatillos fáciles, la inseguridad y la injusticia son iguales en todas las lenguas, sea la de Víctor Hugo o la de Cervantes.
O la de Tolstoi. Para demostrarlo está la película rusa Prisionero de las montañas (1997) de Sergei Bodrov. El nudo conflictivo del filme podría resumirse en la siguiente frase: “Es más fácil matar a un hombre que amarlo”. Décadas y décadas de animosidad entre pueblos divididos superan el camino de la compasión. Nada puede más que el odio. Los únicos gestos de tolerancia del filme son ahogados con baños de sangre.
Prisionero de las montañas también podría llamarse “La muerte de la posibilidad”.
No hay comprensión posible entre los rusos y la comunidad musulmana de los Cáucasos. No hay lugar para la piedad. No hay hermanos. No hay salida. El aterrizaje es inminente y toda la poesía y el realismo mágico que pueblan el filme no alcanzan para aquietar el alma del espectador.
Esa angustia en el alma es la misma que dejó Antes de la lluvia (Before the rain [1994], de Milcho Manchevski), el círculo de la violencia en la desmembrada ex-Yugoslavia.
En la apertura de Antes de la lluvia el episodio “Palabras” expone el drama de una jovencita que huye de su familia y se cobija en un monasterio ortodoxo, donde un cura procura ocultarla hasta que su familia la encuentra y deviene un desenlace brutal ante su posible fuga del pueblo. El cura —que hizo voto de silencio hace años, de ahí el subtítulo “Palabras”— empieza a buscar a su hermano el fotógrafo y corresponsal Alex, cuya historia y la de su pareja con una inglesa enlaza con el episodio “Rostros y paisajes”.
En “Rostros” todo discurre en la ciudad, con la imposibilidad de unión de la pareja ante la inminente partida de Alex y con la irrupción de guerrilleros, atentados, bombas y discusiones étnicas. En “Paisajes”, en cambio, se narra el retorno de Alex a su tierra, después de 24 años, y la tensión bélica entre macedonios y albaneses. En esas tierras Dios parece haber optado por llamarse a silencio.
Un enfoque diferente de este mismo conflicto, tanto desde el plano político como desde el estético, fue el de Emir Kusturica en Underground (1995), quien situó su trama a través del siglo, buscando la explicación en la genealogía del desastre, pidiéndole explicaciones a la historia y golpeándose la cabeza contra la tragedia de las etnias y las ideologías irreductibles.
2. La mirada dolorosa
Otra película de la filmografía balcánica La mirada de Ulises (To Vlemma Tou Odyssea, 1995) con guión de Theo Angelopoulos, Tonino Guerra y Petros Markaris, nos mordió el corazón y lo dejó hecho jirones. Aun así, el corazón ordenó guardar esas imágenes desgarradoras junto a las demás para no olvidar lo que somos. “Como un párpado atrozmente levantado a la fuerza” estos filmes nos tajean el corazón y disparan el chorro de sangre hacia la memoria, por eso se convierten en poemas cinematográficos esenciales.
En la película, un realizador cinematográfico de origen griego (un fabuloso y contenido Harvey Keitel) se embarca en una odisea espiritual de proporciones homéricas a través de la convulsionada Europa central. El personaje de Keitel regresa a su tierra natal después de una ausencia de 35 años con la excusa de presenciar la retrospectiva de su obra y la premiere de su último y controvertido filme, aunque en verdad tiene otros planes: el verdadero motivo de su arribo a Grecia es recuperar un material fílmico de 1905 de los hermanos Manakias, los pioneros de la cinematografía griega. Son tres rollos de película nunca revelada que contienen la mirada del inicio del siglo.
La búsqueda de aquella mirada prístina que jamás fue revelada arrastra al cineasta del alma ya ciega hacia un periplo personal que lo confrontará con los demonios de su pasado y de su presente. A su paso quedan desnudas las entrañas de una Europa central consumida por sus conflictos étnico-religiosos y ahogada por un siglo plagado de ambigüedades.
Las imágenes de Albania, Macedonia, Bulgaria, Rumania y finalmente Sarajevo nos transportan tan compasivamente como es posible hacia el ombligo del horror. Y esa mirada es compasiva porque es la mirada del amor imposible. Así lo expresan los dos personajes principales en diferentes situaciones: ella (una maravillosa actriz rumana llamada Maia Morgenstern) pregunta: “¿Se puede odiar a la ciudad donde uno vive pero seguir viviendo en ella?”, y también lo deja claro él cuando entre lágrimas le dice: “Lloro porque no puedo amarte”.
No puede amar a esa mujer que en cada tierra vuelve con el mismo rostro porque ella es la patria misma. ¿Y cómo se puede amar aquello que provoca tanto dolor? En cada país él le promete: “Volveré… ¿vas a esperarme?”; ella le dice que “Sí” pero él nunca vuelve. Porque para volver tendría que encontrarle un sentido a tanta locura, a tanta carne quemada, a cada montaña de muertos.
Pero cómo no amar a los suyos, a los otros, a esos paisajes cubiertos de nieve y a esos edificios troquelados por las bombas, a esos cines entre escombros, a esa mujer desgarrada que le pregunta a su niño carbonizado qué árbol quiere sobre su tumba, a esa niebla que detiene por un momento a los francotiradores, a esos jóvenes que ejecutan sus instrumentos musicales sobre el río congelado durante un cese de fuego.
El amor no alcanza, el amor no alcanza. Tal vez la mirada de los Manakias, la mirada primigenia, la mirada de la supuesta inocencia cuando todo este terror no palpitaba pueda despertar algo, pueda abrir otros ojos. Por eso, cuando nuestro Ulises moderno llega a Sarajevo y entre la lluvia de proyectiles encuentra al curador de filmes de la cinemateca, el anciano (Erland Josephson, quién más…) le dice: “Debes estar muy desesperado para viajar desde tan lejos por tres rollos de película”.
Luego el anciano comprenderá que no es una película lo que busca, sino la inocencia perdida. Y en esos primeros fotogramas recién revelados de los Manakias —que sólo ve el protagonista— seguramente hay personas. Personas parecidas a las que hoy disparan y a las que hoy mueren. Es la historia de la historia. Lo que nunca va a acabar, aunque la estatua desmembrada de Lenin pasee su agonía de piedra por el río.
3. Camino sin retorno
Atrocidades y masacres son comunes a todos estos filmes. En todos cae la humanidad. En todos caemos. Los caminos de la violencia parecen ser los únicos. En la película turca Yol, el camino (1982, de Serif Goren) el personaje de Seyit se debate entre el odio y la compasión. Sucede que su mujer le ha sido infiel durante su cautiverio en una cárcel de Imrali y el Corán señala que el adulterio de la mujer debe ser castigado con la muerte a manos del esposo traicionado.
La misma familia de la esposa la ha encerrado durante ocho meses en un sótano, encadenada, a pan y agua, esperando la llegada del marido para cumplir la sentencia. Ella no sólo ensució el honor del marido, sino el de su familia. Seyit duda… pero no se pueden desobedecer los designios de Alá. El padre de la esposa le dice: “Ya no es mi hija sino una puta asquerosa sin alma. No flaquees. Sé duro y vengativo. Si no lo haces tú lo haremos sus hermanos y yo. Alá sea contigo”.
El hombre no puede escapar a la tradición del odio. Su pequeño hijo le reclama: “Mátala… es una sucia endemoniada, no quiero una madre que me deshonre”. Pero Seyit no encuentra las fuerzas para dispararle o acuchillarla, por eso decide emprender el camino a través de una estepa helada. Sabe que la condición de salud precaria de la mujer no le permitirá concluir el viaje. Y de esa manera se lanza junto a ella y a su hijo en un viaje sin retorno.
El hombre tiene piedad con el caballo que está a punto de morir de frío y le pega un tiro de gracia, no así con la mujer que le suplica: “No me abandones a los lobos y a las aves de rapiña”, cuando ya sus miembros están azules y adormecidos por el frío glacial.
El odio no deja espacio para arrepentimientos. Es muy tarde cuando Seyit reacciona y se rebela contra los mandatos ancestrales. Los golpes del cinturón no son suficientes para estimular la circulación sanguínea de la mujer que agoniza. Ya está muerta cuando decide cargarla hasta el pueblo.
Violencia. Odio. El mismo odio que puso a Yilmaz Guney, escritor, guionista y director cinematográfico turco, en la cárcel por su oposición al gobierno. Guney logró fugarse en 1981 y se fue a París. Sus novelas Sobre el fascismo, El rebaño y El enemigo fueron escritas en cautiverio. La idea de filmar Yol, el camino también fue concebida en prisión y el guión salió por partes de la cárcel, en tanto su amigo entrañable Serif Goren iba juntando las piezas. Goren se encargó de dirigir Yol. Cuando Yilmaz Guney escapó —a pesar de estar muy enfermo— pudo colaborar en el montaje para morir poco después en París a los 47 años.
4. Mucho más que una de guerra
Tanta furia. Tanto horror. Tanto infierno. La delgada línea roja (The red thin line [1998], de Terrence Malick) explora el concepto de que sólo percibimos el daño como tal, en toda su dimensión horrorosa, cuando estamos en el paraíso y dentro del mundo. Perder al primero mientras se está en el segundo lleva al sinsentido en el que caen muchos de los que vuelven de la guerra. Esta clase de abordaje es la veta más rica y, al mismo tiempo, más desgarradora del filme.
La delgada línea roja se salva de la etiqueta “otra de guerra” por la fuerte presencia del paraíso. Jamás en la historia del cine la naturaleza y el soplo lábil y a la vez vigoroso de la vida han palpitado de este modo en una película bélica. Después de toneladas de películas del género en Vietnam, Camboya y otros ambientes semejantes, aquí, y por primera vez, la naturaleza —el paraíso— tiene el papel protagónico, y me atrevo a decir que es la casualtie of war que más duele. La agonía y muerte de un pichón entre la maleza es tan horrorosa como la de los hombres que terminan hechos pedazos.
Es la misma emoción que produjo la película El francotirador (The deer hunter [1978], de Michael Cimino) cuando el veterano vuelto de la guerra —antes, fanático de la caza de ciervos— es incapaz de apretar el gatillo y darle muerte al ciervo que tiene en la mira. La experiencia de la guerra le ha dado a este hombre algo que no tenía: un respeto, casi una devoción, por lo vivo. No puede matar a un ciervo después de haber matado a los hombres.
Hay muchas miradas en La delgada línea roja. Las miradas de un paraíso que se pierde silenciosamente entre los estruendos de las bombas y de las metrallas. La mirada de una fauna asombrosa y asombrada, los ojos de una conciencia natural que se interroga pasmada qué entraña engendra esta lava de locura.
La selva, la naturaleza, la vida son tan poderosas. Esas lianas que todo lo cubren, esos árboles que parecen acariciar el cielo, esas criaturas de plumajes multicolores que tienen párpados como los nuestros, esa majestuosidad del cocodrilo sumergiéndose en el pantano y… el otro pantano. Lodo de odio, de sangre, que tiñe el esmeralda del mar. Y la palmera que se corta duele tanto como las piernas amputadas por la granada.
Así se pierde el paraíso dentro del mundo. Y así contrasta, produciéndonos un dejo de vergüenza, esa armonía del minúsculo cuerpo del aborigen de Guadalcanal contra la desencajada presencia de los soldados estadounidenses. Ellos lucen “muy ejército”, como dirá una nativa. Vean esa forma de caminar del aborigen anciano, al punto de sentirlo hermanado con la tierra, contra esa intrusión grotesca de verde militar que pretende valerse del color de la naturaleza para camuflarse.
¿Qué ha pasado desde el anciano aborigen hasta nosotros? ¿Con qué tiene que ver todo lo que sucede? ¿A quién le quemamos el paraíso? ¿Por qué somos extraños en nuestro propio lugar al punto de no parar hasta verlo destruido? ¿De dónde proviene semejante ira?
5. Siempre son los otros
Luego de este recorrido llego, finalmente, a District 9 de Neill Blomkamp (2009). Aunque en realidad prefiero referirme a Alive in Joburg (2005), el cortometraje original que al expandirse dio origen a District 9. La joya es el corto —no el largo— que en sintéticos seis minutos logra reproducir el itinerario de la violencia con todos sus ingredientes de una manera brillante [Alive in Joburg].
La historia podría parecerse a cualquier otro argumento de película del género de ciencia ficción: alienígenas llegan a la Tierra y causan conmoción. Pero una de las tantas cosas interesantes que tiene la idea de Blomkamp es invertir la relación de poder entre humanos y no humanos. En pocas palabras, los alienígenas quedan varados en Johannesburgo y sufren la marginación y la segregación de la población nativa —que los quiere fuera sea como sea— y el violento confinamiento en un ghetto a través de estrategias militares combinadas del gobierno y MNU (una poderosísima corporación multinacional).
La alteridad radical provoca invariablemente inquietud, miedo, intolerancia, porque el otro es a la vez inencontrable e irreductible. No es una ley racional ni un proceso demostrable. Jamás dispondremos de pruebas metafísicas ni científicas de este principio de extrañeza y de incomprensibilidad. La historia de la humanidad es la historia de un appartheid, y este itinerario fílmico no hace más que ponerlo en escena. Los otros son siempre de temer por eso es prioritaria la prevención: segregar, explotar, reducir y matar. En Alive in Joburg los otros son los alienígenas y ellos, los ilegales, viven en lo que Giorgio Agamben denominó “estado de excepción”. ®