El Estado y el fundamentalismo islámico

Cuando la religión tiñe a la política

Las consecuencias para las sociedades musulmanas del dogma teocrático han sido desastrosas. Debido a que la soberanía sólo pertenece a Dios, los efectos adversos se multiplican: si el gobernante es representante directo del Creador queda eximido automáticamente de rendir cuentas de sus actos a los gobernados.

Sobre el Estado islámico

El concepto de Estado, de gobierno y, en general, de lo público en el islam tradicional es rigurosamente teocrático. Esto ha dado cabida, en sus catorce siglos de existencia, a centenares de sectas y escisiones. Aunque la creencia de que la soberanía pertenece a Dios y no a los ciudadanos no es exclusiva de esta práctica religiosa, y que en una etapa histórica muchas culturas hayan basado sus sistemas políticos en el derecho divino,1 sólo en el islam —palabra cuyo significado es rendimiento, sometimiento— se ha mantenido esa escuela de pensamiento hasta nuestros días.

Las consecuencias, particularmente en el presente, para las sociedades musulmanas del dogma teocrático han sido desastrosas. Debido a que la soberanía sólo pertenece a Dios, los efectos adversos se multiplican: si el gobernante es representante directo del Creador queda eximido automáticamente de rendir cuentas de sus actos a los gobernados. Sólo él puede enjuiciar su gestión pública.

Ese argumento ha servido históricamente para justificar regímenes autocráticos, y en el caso específico del Estado islámico funciona aun para rechazar el sistema democrático y tildarlo de atentatorio a la soberanía divina.

En nuestros días, los revivalistas islámicos del siglo XXI, tanto conservadores como revolucionarios, siguen reivindicando el dogma de la soberanía divina para justificar las autocracias. Además, añaden que ese dogma forma parte inalienable de una supuesta “identidad islámica”. En última instancia, su sistema político ideal es la dictadura por la gracia de Dios.

Ese planteamiento amenaza con llevar al colectivo humano de aproximadamente 1,200 millones de personas habitantes de países musulmanes a un verdadero callejón sin salida filosófico e histórico. No sería, ciertamente, la primera vez.

En nuestros días, los revivalistas islámicos del siglo XXI, tanto conservadores como revolucionarios, siguen reivindicando el dogma de la soberanía divina para justificar las autocracias. Además, añaden que ese dogma forma parte inalienable de una supuesta “identidad islámica”.

A partir de la integración del poder religioso y temporal en una sola institución situada por encima del control de los ciudadanos y que se decreta indiscutible, no debe sorprendernos constatar que, desde los albores del imperio islámico en el siglo VII hasta nuestros días, casi todas las pugnas por el poder en las sociedades musulmanas se hayan expresado en términos religiosos y sólo excepcionalmente a través de un discurso propiamente político. No en pocas ocasiones los grupos opositores al poder en turno fundan una secta religiosa en lugar de un partido político. Esa secta, generalmente, se presenta siempre como ortodoxa, defensora de las esencias más sagradasde la religión, nunca como reformadora o progresista. Esto origina que los nuevos discursos —los que se supondrían contestatarios y socialmente más avanzados— se acendren en un dogma político-religioso todavía más rígido, más reaccionario y, por ende, gravemente descontextualizado de las exigencias filosóficas y sociales de la actualidad.

Desde el siglo VII a nuestros días, la fórmula de gobierno casi exclusiva en los países musulmanes ha sido el despotismo totalitario. Eso no fue en sí grave mientras sistemas similares prevalecieron en todo el mundo. Sin embargo, a partir del siglo XVII, cuando empieza a gestarse en Europa lo que hoy llamamos sociedad civil, y sobre todo desde el Siglo de las Luces y las revoluciones democráticas, la fosa entre los países islámicos y el resto del mundo civilizado no ha dejado de agrandarse. En términos de libertad política, de derechos de los gobernados frente al abuso de los gobernantes, la historia del islam es una pesadilla de forma circular, cerrada sobre sí misma. Quizá eso explique por qué la secta posmoderna que es el yihadismo siente verdadera aversión por la historiografía y se refugie en la fabulación del pasado y su nuevo discurso identitario, haciendo abstracciones a conveniencia de lo que ha sido el devenir político del islam desde su fundación hasta la abolición del califato por Ataturk en 1924. Porque una peculiaridad del islam político es que su teología no conoció la evolución de las otras religiones monoteístas, de menor a mayor libertad para el creyente sino exactamente al revés. El último califato, el del Imperio Otomano, fue mucho más rígido y despótico que los de los Abasidas o los Omeyas que le precedieron y duró nada menos que cinco siglos. Se podría afirmar que los musulmanes del siglo XIV eran individualmente mucho más libres que los afganos del presente bajo el régimen talibán. De hecho, hubo que esperar a la revolución islámica de Irán de 1979 para encontrar la primera formulación política islamista que reconociera —a regañadientes y con múltiples salvaguardas— una asamblea elegida por los ciudadanos y con relativa libertad legislativa. Innovación que para los rigoristas sunitas es una verdadera herejía, una usurpación de la soberanía divina. Aunque desde una óptica occidental los ayatolas iraníes no sean precisamente ejemplos de sensibilidad democrática, si se les compara con el ultraconservadurismo sunita de Osama bin Laden resultan francamente progresistas.2

En última instancia, el yihadismo y el revivalismo islámico son movimientos creados para preservar el poder sobre la sociedad de unas oligarquías integradas por clérigos y notables, y para ello no vacilan en utilizar un discurso que oculta la historia real de los sucesivos estados islámicos, cuando no la falsifican con total descaro.

La historia desmiente, en primer lugar, que la decadencia de la civilización y la cultura musulmanas, así como el atraso técnico y social de los países islámicos se deban al impacto negativo del periodo colonial y a “la agresión de la cultura occidental”. El declive del mundo islámico es muy anterior —se inicia en el siglo X— y sus causas fueron internas, precisamente relacionadas con el sistema teocrático y la interpretación literal del Corán, que se impuso poco antes de que la hegemonía política pasara de los persas y los árabes a los turcos. En segundo lugar está el testimonio abrumador de catorce siglos de manipulación sistemática del credo religioso para alcanzar fines políticos. En tercer lugar, se puede constatar que el debate sobre la dimensión política del islam no es nuevo: ya se daba hace más de mil años, y paradójicamente —estremece decirlo— con un nivel intelectual sensiblemente superior al actual.

Sobre el fundamentalismo

El término “fundamentalismo” tiene su origen en una serie de panfletos publicados entre 1910 y 1915 en Estados Unidos. Con el título Los Fundamentos: un testimonio de la Verdad, esos panfletos escritos por pastores protestantes en Estados Unidos se repartían gratuitamente entre las iglesias y los seminarios, en contra de la pérdida de influencia de los principios evangélicos en América durante las primeras décadas del siglo XX. Era la declaración cristiana de la verdad literal de la Biblia, sus fundamentos. Estas personas se consideraban guardianes de la verdad.

Hay distintas definiciones y sinónimos para el fundamentalismo religioso. Para Ernest Gellner, “la idea fundamental es que una fe determinada debe sostenerse firmemente en su forma completa y literal, sin concesiones, matices, reinterpretaciones ni reducciones. Presupone que el núcleo de la religión es la doctrina y no el ritual, y también que esta doctrina puede establecerse con precisión y de modo terminante, lo cual, por lo demás, presupone la escritura”.

Esta definición se aplica tanto para cristianos, judíos y musulmanes como para distintas sectas que cuentan con su propio texto sagrado. El objetivo del fundamentalismo se puede resumir, a grandes rasgos, en la proclamación de una autoridad reclamada sobre una tradición sagrada que debe ser reinstaurada como un antídoto para una sociedad que se ha desviado de sus legados culturales. Al fundamentalista se asocian diversos términos, como integrista y fanático, es decir, alguien que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones religiosas o políticas. Preocupado o entusiasmado ciegamente por una cosa.

Conforme al ideal moderno la religión es un asunto privado y no tiene por qué mezclarse con lo público. Pero, como afirma José Casanova, la religión se ha convertido en un asunto de interés público. Según él, esto deriva de cuatro acontecimientos claves: la revolución islámica en Irán; la aparición del sindicato Solidaridad en Polonia; el papel del catolicismo en la revolución sandinista y en otros conflictos a lo largo de América Latina, y el resurgimiento público del fundamentalismo protestante como una fuerza en la política estadounidense.

En esta línea de interpretación podemos decir que la religión no acepta el papel de extra que le da la posmodernidad; quiere ser protagonista. Pero, ¿esta actitud viene desde su interior o es empujada por la sociedad?

El objetivo del fundamentalismo se puede resumir, a grandes rasgos, en la proclamación de una autoridad reclamada sobre una tradición sagrada que debe ser reinstaurada como un antídoto para una sociedad que se ha desviado de sus legados culturales.

La militancia de los jóvenes en el islam no resulta de un simple proceso de adoctrinamiento. Existen casos paradigmáticos como el de una joven de origen argelino que “reencontró” el islam cuando vivía en Francia y se convirtió en el foco de un conflicto entre el Estado francés y las asociaciones musulmanas en ese país, al negarse a quitar el velo de su rostro en el colegio. Asimismo, el agresivo afán del Frente Islámico de Salvación (FIS) para ganarse el apoyo de los jóvenes argelinos a través de su capacitación en el uso de las armas o el conocido caso de la generación joven alentada por Malcolm X3 en Estados Unidos, son hechos que devienen en fenómenos sociales con consecuencias de largo alcance. Estas prácticas dicen mucho a la sociedad occidental, aunque a veces son contradictorias: según datos oficiales en Estados Unidos hubo una reducción en los índices de drogadicción en los suburbios donde se instauraron nuevas mezquitas pero, por otro lado, podríamos citar las reacciones violentas contra creaciones artísticas como en el caso de la novela de Rushdie Los versos satánicos o en años más recientes las manifestaciones en contra de las viñetas publicadas en diversos diarios europeos que, de acuerdo con los más radicales, constituían una terrible ofensa a la imagen del profeta Mahoma.

En el islam el fundamentalismo nunca ha sido un fenómeno exclusivo de las comunidades pobres, sino que ha estado dividido en dos: un alto islam, de los doctos, y un bajo islam, del pueblo. En sus diferencias se encuentran los rasgos estructurales que cada parte necesita para formar su identidad, que por ende, no puede ser la misma. Los integrantes del alto islam son burgueses ilustrados, con los gustos y valores de las clases medias urbanas. Su militancia religiosa les da autoridad frente al Estado y un status social considerable —razones suficientes para generar su identidad a partir del islam. Por otro lado, el bajo islam ofrece a los más pobres rituales místicos y mágicos que les ayudan a hacer llevadera su posición social, es decir, una suerte de consuelo para su miseria. Cada cual adapta la identidad a su cultura y situación social: el fundamentalismo es flexible.

Tenemos así que el poder de la identidad religiosa en los países islámicos constituye un movimiento socialmente fortalecedor, enormemente simple, poderoso, terrenal, a veces cruel, absorbente, que ofrece un sentido de dirección y orientación a millones de hombres y mujeres, muchos de los cuales llevan vidas de pobreza extrema y están sujetos a una opresión política implacable. El islam, en su rama más radical, les permite adaptarse a una nueva sociedad de masas identificándose con la vieja y bien establecida “alta cultura” de su propia fe, y explicando su propia privación y humillación como un castigo por haber abandonado el verdadero camino, y no como una consecuencia de no haberlo encontrado jamás. En palabras de Gellner, “el desbarajuste y la desorientación se reconvierten, de este modo, en un ascenso social y moral, en la conquista de una identidad y una dignidad”.

Históricamente, en países en vías de desarrollo, los pueblos de mayoría musulmana, después de una experiencia colonial llena de desastrosas secuelas, expresan el deseo o la necesidad de volver a su más culta e inmediata forma de vivir que es el islam. Esto representa un aliciente para afrontar la empinada cuesta que les plantea la modernidad. Sin embargo, hay los que dan pasos más cortos o toman atajos; se origina, pues, la cepa del islam más extremista que para muchos es la forma que garantiza la evolución de sus sociedades, el modelo que les asegura su progreso terrenal, su ascenso espiritual. ®

Referencias

Ibrahim Cabrera, “Fanatismo y religión: El islam ante el fanatismo” (ponencia del director de Verde Islam, Revista de Información y Análisis. Seminario: “Libertad religiosa”, celebrado en Córdoba los días 26 y 27 de julio de 1997).

José Casanova, “Dimensiones públicas de la religión en las modernas sociedades occidentales”, Iglesia Viva, no. 178-179, pp. 395–410, 1997.

Ernest Gellner, Posmodernismo, razón y religión, Barcelona: Paidós Ibérica, 1994.

Notas

1 Hasta el siglo XVIII las monarquías absolutas europeas se legitimaban por derecho divino. Igualmente se puede señalar el caso de la divinización del emperador por los militares japoneses hasta la derrota de 1945. El general Franco, nostálgico de la monarquía absoluta, también justificaba su dictadura “por la gracia de Dios”.

2 El símil ideológico de Bin Laden estaría más allegado al fascismo del nacional-socialismo alemán. Los nazis consideraban al pueblo alemán como el paradigma del verdadero sujeto colectivo de la historia, la raza aria. El sujeto colectivo de los yihadistas es la comunidad de los creyentes del islam, la Umma.

3 Malcolm realizó en 1964 una hajj (peregrinación) a la ciudad sagrada del islam, La Meca (Arabia Saudita). Como consecuencia de este viaje y de otros por África y Europa, renunció a sus anteriores creencias, empezó a invocar la solidaridad racial y adoptó el nombre árabe de El-Hajj Malik El-Shabazz. El 21 de febrero de 1965, mientras estaba dando una conferencia en una reunión de la OAAU en Nueva York, Malcolm fue asesinado por hombres presuntamente relacionados con los musulmanes negros.

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Publicado en: Destacados, Enero 2011, La derecha

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