El director danés no sólo agita los esquemas mediante los cuales se suele filmar un documental en zona de conflicto, también ha modificado la forma en la que Dinamarca ha visto su intervención bélica en Afganistán a lo largo de siete años.
For dig er det film. For dem er det virkelighed
(Para ti es película. Para ellos es realidad)
—Promocional del documental Armadillo
“Es como el futbol: uno aprende mucho en las prácticas, pero se aprende mucho más en un partido”, dice a su madre uno de los jóvenes soldados daneses que son seguidos y observados por el ojo creativo del director cinematográfico Janus Metz. Los militares estarán en funciones en la provincia de Helmand, Afganistán, que se ubica al suroeste del país, haciendo frontera con Pakistán. Una zona orográficamente accidentada y desértica, atravesada por el río Helmand, el más largo de la nación asiática (1,150 km). Los soldados dejarán atrás la seguridad y la parsimonia que su pequeño país les ofrece para habitar durante los siguientes meses la base militar Armadillo, que le da nombre al trabajo documental.
En una breve toma en la que se puede ver un par de helicópteros surcando el árido espacio aéreo en cámara lenta, al tiempo que el sonido del rotor de las aspas se vuelve en su lentitud estéticamente violento, uno no puede hacer a un lado la reminiscencia de Coppola y su genial Apocalypse Now. Si con esta obra de 1979 Coppola logró representar la frialdad y el caos de la guerra de Vietnam a través de la ficción, Metz, con Armadillo, ha logrado un retrato no menos denso y abrasivo. Esta vez a través de la prerrogativa hiperrealista del documental. Con ello, el director danés no sólo agita los esquemas mediante los cuales se suele filmar un documental en zona de conflicto, también ha modificado la forma en la que Dinamarca ha visto su intervención bélica en Asia a lo largo de siete años.
Resulta a todas luces una actitud naif pensar que la guerra no es acerca de matar gente; aunque el Departamento de Defensa danés y, particularmente, los voceros gubernamentales han intentado de diversas formas vender la idea de que la participación de Dinamarca en Afganistán consiste en una especie de misión especial para preservar la paz. Los discursos oficiales en ocasiones han reducido las misiones de sus efectivos a actividades tan risibles como repartir dulces entre los niños afganos, auxiliar a ancianos e incapacitados a trasladarse y ayudar a reconstruir escuelas. Armadillo, pues, ha puesto al descubierto no sólo las turbulentas intimidades de una base militar en guerra, sino también —de manera indirecta— la ignorancia que prevalece en la población danesa con respecto a su aventura guerrera en territorios talibán.
Armadillo, pues, ha puesto al descubierto no sólo las turbulentas intimidades de una base militar en guerra, sino también —de manera indirecta— la ignorancia que prevalece en la población danesa con respecto a su aventura guerrera en territorios talibán.
Helmand es una provincia productora de opio. El noventa por ciento del opio traficado y consumido en el mundo proviene de Afganistán. De este porcentaje, cuarenta por ciento proviene de Helmand. Esto, en gran medida, ha ocasionado que grupos talibanes se aferren a su defensa. El pueblo vive literalmente entre la espada y la pared. Por un lado, las fuerzas danesas dan regalos económicos a los habitantes afganos para buscarse su amistad y, posteriormente, una eventual complicidad, mientras que por el otro existe la constante amenaza de muerte por parte de los talibanes contra sus detractores. El documental deja ver algo de este conflicto. Lo más relevante, lo que permite al espectador adentrarse de lleno en las circunstancias es la exposición de la vida diaria de un soldado en funciones. El conjunto de actividades para las que los inmaduros combatientes son entrenados como profesionales, las prácticas que llevan a cabo en el frente de batalla donde en cualquier combate de esta magnitud la primicia es matar para preservar al máximo las posibilidades de sobrevivir.
Armadillo comienza en enero de 2009 y sigue durante los siguientes seis meses a un pelotón de soldados que no superan los 21 años de edad. La historia, desde el inicio, se centra principalmente en Mads, cuyos padres se muestran en todo momento conturbados, al tiempo que él justifica y ve con anhelo el comienzo de su aventura.
Lo que en un principio parece una misión aburrida —aspecto enfatizado narrativamente a través de la curiosidad que muestran los recién llegados a Helmand al preguntar a los residentes de la base si verán algún tipo de acción—, cobra gradualmente un aspecto real. Los vaticinios que hace el comandante Rasmus muestran más adelante su fundamento: “No se preocupen, puedo asegurarles que habrá algo de acción”.
El número de confrontaciones con los talibanes —de quienes se afirma que están a sólo 800 metros de la base— aumenta conforme pasan los más de 180 días que dura la misión. Hacia el final del filme los daneses libran una batalla dura en la que varios talibanes son mortalmente abatidos y donde dos de los escandinavos resultan gravemente heridos. El episodio es frenético y violento, abundante en escenas que superan el convencionalismo de los documentales de guerra. Secuencias que no suelen ser retratadas en todo su infausto e incómodo esplendor.
Uno más de los protagonistas es Daniel: alto, tatuado y extrovertido. La figura de Daniel abraza un peso definitivo cuando, en esta última contienda, no duda en quebrantar las reglas de compromiso (rules of engagement), las que su propio comandante había explicado antes de comenzar la misión: “La defensa propia sólo se aplica si antes han sido atacados o amenazados con un arma de fuego”. La reacción de Daniel es una mezcla de catarsis y crueldad sublimada finalmente cuando logran eliminar —“liquidar”, como él mismo profiere— al grupo enemigo.
Los soldados respiran diariamente el riesgo de la muerte. El director danés diseñó un filme en el que la presión de los involucrados se incrementa lentamente a la par que la del espectador. Pareciera que algunos de los protagonistas se manejan como despiadadas máquinas de matar, lo último que se espera de ellos es que su frialdad se roce con emociones de remordimiento. Martin, el encargado de los morteros, alcanza con una de sus granadas a una niña afgana hiriéndola de muerte. En las secuencias que explican el hecho es posible observar de manera concisa las virtudes del discurso fílmico de Armadillo. En la primera toma de se observa a Martin alumbrado mediante una luz tenue que abre un círculo en la oscuridad que le rodea. El acento dramático es simple y contundente. Martin se toma la frente mientras su voz en off describe someramente las lesiones producidas por el artefacto en el cuerpo de la menor. El off de la voz concluye al ligarse al fotograma siguiente, en el que ahora se mira a Martin manteniendo esa misma conversación con el comandante. Es casi una sesión psicológica en la que el embargo emocional de Martin es atajado por su superior partiendo de una premisa: no fue intencional: “Llorar sobre leche derramada no resuelve nada”. Acto seguido, en una secuencia distinta, otro de los soldados en solitario afirma que le es imposible sentirse arrepentido: “Vemos cada día en las noticias cómo la gente muere. A mí no me molesta que una niña muera, es sólo porque estamos cerca. Vinimos aquí y no lo hemos hecho a propósito. Hacemos exactamente lo que debemos hacer. Y lo repetiríamos. Así tiene que ser”.
La importancia de estas escenas radica en el afán imparcial que Metz prioriza con destreza en la cinta. Vemos ambas caras de la moneda. No hay un juicio definitorio. La virtud radica en los gradientes centrales de la trama, en la que, si bien constantemente se asoman los extremos del influjo natural de una guerra, son los puntos intermedios en los que se mueve y sustenta el discurso cinematográfico. Es la moral del espectador la que se ve constantemente afrentada por la imparcialidad del documentalista y no al revés.
El impecable trabajo fotográfico de Lars Skree aunado a la intrépida edición de Per K. Kirkegaard lleva a la audiencia a una proximidad con la violencia bélica que normalmente sólo surge en Hollywood en películas en las que ninguno de sus protagonistas está arriesgando la vida. En Armadillo los zumbidos provienen de balas que en ocasiones rozan las orejas de soldados y camarógrafos. La sangre —es un hecho— proviene de venas y arterias humanas. El resultado es una bofetada de realidad que sobresalta y hace un recordatorio expeditivo: la guerra in situ sólo se trata de la muerte, de las estrategias para provocarla y evitarla.
Paralelamente, las imágenes muestran momentos de intimidad y recreación de los soldados. Desde el preámbulo de su aventura al decir adiós a familiares y novias, pasando por una fiesta de despedida en la que se puede ver a algunos de los soldados divirtiéndose mientras se emborrachan, succionan crema batida del pezón de una bailarina y comen fruta de su boca. Asimismo, en otras placas, el espectador puede observar cómo los videojuegos de guerra y la pornografía sirven como rutina de esparcimiento.
Resulta al menos curioso conocer de la propia boca del productor, Ronnie Fridthjof, que la cinta pasó por una revisión por parte de la Secretaría de Defensa, para asegurar que lo ahí expuesto no dañaría la imagen de las fuerzas armadas danesas. Ninguna toma fue censurada. Metz y su equipo gozaron de completo acceso tanto a los soldados como a las misiones. Paradójicamente, el resultado de esta libertad en la realización del filme ha provocado una sonada discusión al interior de los ámbitos políticos daneses, máxime cuando será el próximo año en el que toque a los ciudadanos votar por un partido en el poder y, por ende, por un nuevo presidente.
A raíz de esta corriente fílmica, fundada en 1995 por Lars Von Trier y Thomas Vinterberg, han sido cada vez más frecuentes las creaciones en las que se exploran diferentes técnicas cinematográficas cargadas de un vigoroso ritmo de realidad, quizá único en el terreno de la ficción cinematográfica actual.
La industria del documental en Dinamarca goza de buena salud. Con una institución fuerte y reconocida internacionalmente como lo es el Instituto Danés de Cine (Danish Film Institute), el género ha sido constantemente desafiado por los propios creadores, arrojando —me atrevo a decirlo— cada vez mejores resultados. Es prácticamente una tradición danesa el llevar las técnicas narrativas que ofrece la ficción a los territorios del documental y viceversa. Resulta imposible, por ejemplo, disociar el movimiento DOGMA 95 del entorno fílmico danés reciente. A raíz de esta corriente fílmica, fundada en 1995 por Lars Von Trier y Thomas Vinterberg, han sido cada vez más frecuentes las creaciones en las que se exploran diferentes técnicas cinematográficas cargadas de un vigoroso ritmo de realidad, quizá único en el terreno de la ficción cinematográfica actual. Asimismo, los canales de televisión del Estado (DR) dedican una parte de su programación a reportajes y documentales que abordan temas de relevancia como el aborto, la eutanasia, la guerra y la inmigración. El desarrollo argumental de estos trabajos no se circunscribe exclusivamente al universo danés, sino que expone causas y efectos de esas problemáticas en diferentes países de Europa, Asia y África. Dinamarca exporta documentalistas.
No es una novedad que los realizadores de documentales daneses tomen riesgos creativos tanto en el plano meramente narrativo, como en el de la expresión visual. Es probable que uno de los factores que en este país europeo mantienen al género en buena salud sea la neutralidad. Los rastros de activismo político o ciudadano han sido sustituidos por la sutileza creativa y por una apuesta imparcial llevada con inteligencia a lo largo del discurso. Como resultado, surgen trabajos periodísticos que examinan la realidad ofreciendo diferentes puntos de vista al tiempo que echan mano de las variadas herramientas que ofrece el lenguaje cinematográfico.
El filme de Metz provocó en su momento una investigación por parte de peritos de guerra (Auditørkorps), quienes debieron determinar si los soldados daneses habían o no violado algún código internacional. El proceso tuvo como principal elemento de investigación, las tomas realizadas a través de una cámara situada en el casco de uno de los soldados durante el rodaje. En ellas se observa a efectivos daneses arrojando granadas en medio de cierta confusión, provocando así la muerte de cuatro talibanes ocultos en un dique. El aderezo de toda esta polémica se esparce en los diálogos de los soldados quienes, ya en la base, relatan jubilosos los pormenores. Daniel no tiene empacho en narrar cómo después del granadazo los talibanes se arrastraban por el piso a lo cual él reaccionó vaciando varios cartuchos de su ametralladora sobre sus cuerpos. “Estaban en el sitio equivocado”, dice uno de ellos.
La investigación llevó a los peritos militares a la conclusión de que no existieron violaciones al código internacional. Los soldados fueron eximidos de toda culpabilidad. El director Metz se limitó a decir que la película no documenta asesinatos. En conferencia de prensa luego de que Armadillo ganara el Gran Prix de la Semana de la Crítica en Cannes, Metz describió su trabajo como un “documental exploratorio”. Y ciertamente lo es. En el panorama fílmico de Armadillo es posible observar de cerca algunos de los mecanismos humanos más recurrentes en una situación de guerra. El registro de realidad proyecta los dilemas emocionales, la brutalidad, el frenesí y el barbarismo como causas y efectos del combate armado.
La eterna pregunta en Dinamarca es si el país debe o no participar en la guerra de Afganistán. El documental de Metz no intenta dar una respuesta concreta a este cuestionamiento, por el contrario, plantea aún más preguntas. ®