Se les llama viruleanos
y se comen acompañados con miel.
Se los encuentra en las regiones boscosas
del norte de cualquier país.
Son fácilmente reconocibles
por su largo hocico,
la piel rugosa,
sus alas amarillas,
sus cuatro patas en forma de guadaña
y el curioso cuerito rojiblanco
que les cuelga de las nalgas.
Viven en las profundidades de los ríos,
las grutas,
los cubiles,
los panales,
las crisálidas,
las minas
y en ciertos hormigueros
que despiden aromas
mezclados de almizcle
y cenicero.
Algunos especímenes
han alcanzado
los cuatro metros
de longitud,
pero su tamaño normal
no es mayor
al de una mosca,
un ratón
o un perro.
Emiten dulces trinos
con las mismas fauces
con que devoran
y por las noches
pareciera como si llorasen
un amor perdido
en los vagones del tiempo.
Se aparean
con casi todo
lo que tenga
por dónde.
Fornican lo mismo
con un oso,
que con un topo
que con un árbol.
Sir Walter Reebok,
en su libro
“Yo lo vi”,
describe su encuentro
con un viruleano
en la inmediaciones
de su propiedad
cercana a Winchester
de la siguiente manera:
Me acerqué sigiloso hacia el lugar de donde provenían aquellos inconfundibles espasmos de lubricidad femenina y bajé del caballo para adentrarme en las espesuras de la ribera. Lo que mis ojos vieron en ese hórrido momento es algo de lo que aún guardo una profunda sensación de asco: Montado sobre mi hermana, una quimera diabólica de cabra, lagarto y avestruz daba brutales caderazos mientras ella entornaba los ojos, pujaba, gemía y decías cosas que me niego a transcribir.
La bestia tenía una lengua serpentina que untaba de manera licenciosa por todo el cuerpo de lady Rebeca, como si no fuera la primera vez que se encontraran.
Aturdido, con el espanto y la náusea revolviéndose por dentro, me alejé de ahí, no sin antes maldecir al Destino por emparentarme con tanta prostituta…
Lo más fácil
es matarlos
de un balazo.
Son muy ágiles
y, heridos,
son asesinos despiadados.
Hay que tener cuidado
de no tirarles
a la cabeza,
sino de apuntar
directamente al corazón.
En los especímenes más pequeños
esto se considera un verdadero arte:
se les mata con un alfiler de oro
en pleno vuelo.
La única parte comestible
de un viruleano es su cerebro.
El cráneo se remoja
una noche entera
dentro de una taza
con té de manzanilla
y dos gotas de alcohol.
Una vez reblandecido el cráneo,
se separa cuidadosamente
haciendo ligeros cortes
longitudinales que lo dividan en cuatro.
El líquido encefálico debe guardarse,
mezclado con el té.
Cerebro sin hemisferios,
el de los viruleanos es
una especie de nuez podrida y amarga
que despide un aroma terrible.
Tenga preparado
una sartén con aceite de glicina
a fuego lento.
Parta en delgadas capas
un tallo de amapola
y sofría
hasta que queden crujientes.
Vierta el aceite hirviendo
sobre el cerebro colocado
en un recipiente de madera
que permita el total escurrimiento
de la mezcla.
Déjelo por dos horas
a la intemperie
y cúbralo después
con un retazo de lino.
Vierta el té sobre éste
y vuélvalo a dejar
toda la noche
en su ventana.
A la mañana siguiente,
quite la tela,
saque el cerebro
y báñelo con miel.
Métalo al refrigerador,
váyase a trabajar,
maldiga su rutina,
infrinja una ley,
odie a su prójimo,
piense en el pasado,
multiplique sus derrotas,
gire a la derecha,
recuerde a Cecilia,
o a José Luis,
lea el infolio,
suscriba lo procedente,
presida su silencio,
robe un chocolate,
fume un cigarro,
póngase a cagar,
a orinar,
a contradecir su voz interna,
rásquese un huevo,
una teta,
chúpese el dedo,
planifique su futuro,
póngase metas,
elija su asiento,
cierre la boca
y observe cómo la vida pasa
sin necesitar
de su presencia.
Regrese a casa,
afloje su corbata,
su corpiño,
abra el refrigerador,
saque el cerebro,
y muérdalo
con los ojos cerrados.
En pocos minutos
usted se encontrará
volando
en un cielo amarillo
y verá brotar de su cuerpo
pequeñas escamas ambarinas.
Será entonces
usted
un viruleano
y podrá llevar a cabo
todo aquello
que le ha sido vedado. ®