Volvemos a revisitar con gran fanfarria memorialista los hechos ocurridos el 11 de septiembre de 2001 por la simple razón de que en los últimos diez años nada de gran trascendencia universal ha ocurrido en el mundo capaz de generar una rivalidad en cuanto a importancia informativa.
Entre la mañana en que las torres gemelas se vinieron abajo y la fecha del décimo aniversario, sólo están Osama ben Laden y Lady Gaga. Con el optimismo de la incertidumbre como exclusiva banda sonora. Del 11-S-01 al 11-S-11 la vida transcurrió entre paréntesis. No fue un gran ni opulento inicio de siglo, con muy poco más que eso: terrorismo exhibicionista y cultura popular (más popular que cultura). Al primero la muerte lo convirtió en avatar sin edades; a la otra le han correspondido los beneficios de la fama, los cuales un día se diluyen igual que esas cosas que ocurren sin que nadie mueva un dedo para cambiar el curso de los acontecimientos. Estos últimos diez años de la historia han sido tan pobres en hechos importantes que a uno no le queda otra que arrepentirse de haber vivido tanto tiempo seguido en la época equivocada. Sin pudiéramos elegir, no sé cuántos desearían estar en la primera parte del siglo XXI, donde la realidad nos ha dejado. Yo, a decir verdad, no lo sé. Me parece más interesante el principio del siglo XIX, sobre todo si me hubiera tocado vivirlo en Londres o Berlín —en Madrid no, tampoco en Nueva York—, en los albores del Romanticismo, con sus excesos y contradicciones al servicio de la originalidad. Incluso resulta más interesante el comienzo del siglo XX, con el desfile impresionante de novedades que tuvo. Con tanta aglomeración de cosas recién salidas de la imaginación y convertidas rápidamente en usos imprescindibles de lo cotidiano. De haber podido, me hubiera gustado estar en Detroit a principios del siglo pasado para ver salir de la fábrica al primer auto Ford proveniente del ensamblado rápido que transformó la historia del transporte. Me hubiera gustado haber estado en el descampado paisaje de Carolina del Norte para ver de cerca el avión —aunque era menos que eso— de los hermanos Orville y Wilbur Wright, quienes sabían más de bicicletas rudimentarias que de vehículos con alas, despegarse una corta distancia del suelo, pero despegarse al fin. Poquito, pero muchísimo. En ese día el mundo se levantó para siempre varios metros por encima del suelo y, tal como la pelota del niño en el poema de Dylan Thomas, todavía no ha bajado.
Mucho de gran importancia, en la mecánica y en las artes, ocurrió de manera simultánea a inicios del siglo XX, y fue tanto y de tan influyente importancia que hoy sigue vigente, no como dato ilustrativo en los libros de historia, sino como realidad imprescindible. El siglo siguiente, en cambio, ha sido un fiasco. Tal vez por eso lo acontecido el 11 de septiembre de 2001 haya regresado en estos días transformado en estampida y mausoleo, como una fecha ineludible, en la que seguiremos a bordo por mucho tiempo, mirando para atrás sin conocer bien el resto de la historia. Si tuviera que pronosticar hacia adelante, diría que a la memoria le llevará muchas décadas poder librarse de ese bagaje de imágenes cargadas de destrucción y sorpresa, que es precisamente lo que millones de semejantes van a buscar al cine cada vez que estrenan una superproducción. No en vano, hace una década la originalidad de la catástrofe expandida en distintos puntos de la zona noreste del territorio estadounidense actuó a favor de las siglas informativas (CNN, BBC, CBS, NBC, ABC, ITN), que nunca como esa vez —y los días inmediatamente siguientes— compartieron el mismo programa noticioso con igual favoritismo de audiencia. Aquello fue el comienzo de una guerra desfavorable que nadie iba a ganar, con la ecuación Islam versus Occidente en el tablero marcador.
En uno de los relojes de la torre gemela norte, la segunda en caer, el tiempo se detuvo a las 10.28, hora del este. El lapso temporal que vino después, todas esas horas, semanas y años que llegan aglomeradas hasta hoy, ha sido diferente, como muy acelerado y sin saber bien qué hacer con su duración.
La superproducción de aquel día soleado, martes para ser más preciso, fue una con escombros muy costosa, la cual propició la gran industria de la conmemoración y reavivó otra, la poderosa industria armamentista, uno de los pulmones del capitalismo en acción. Ahora mismo se están muriendo millones de personas en África debido a sequías, hambrunas y enfermedades, pero —si quieren pueden corroborarlo— casi ningún medio informativo da cuenta de la tragedia. Entonces, ¿por qué, todavía, persiste tanto ruido mediático en torno al 9/11, o 11/9, pues incluso en el orden para acomodar las cifras de los meses y los días hispanos y anglosajones somos diferentes, y no es necesario recurrir al Ariel de José Enrique Rodó para recordarlo? ¿Por qué tanta alharaca memorialista? ¿Por lo espectacular que fueron los cuatro ataques perpetrados por kamikazes al servicio de una causa sin nación? ¿Porque por primera vez terroristas extranjeros atacaron a la primera potencia mundial en su propio territorio? ¿Porque hubo Icaros cayendo a contramano desde la oficina donde trabajaban? ¿Por la cantidad de muertos —2,819, según cifras oficiales— que en verdad no fueron tantos comparados con otros sucesos originados por guerras ideológicas o religiosas? ¿Porque dos edificios de 415 metros de altura se vinieron abajo en doce segundos, record olímpico para la categoría? ¿O bien porque la mayor parte de la acción sucedió en Nueva York, ciudad fotogénica y sobrecargada de hipnotismo visual, tal cual lo vimos con fascinante claridad óptica en la película King Kong, de 1933, con la hoy olvidada Fay Wray como protagonista, quien vivió casi cien años y pasó la mayor parte de su vida intentando quitarse de encima el lastre negativo que le había dejado el romance cinematográfico con el gigantesco simio?
Unos cuantos (pueden incluirme) se despertaron el 11-S-01 viendo en televisión algo impresionante que nunca antes habían visto de similar manera, esto es, acción de intenso nivel a primeras horas de la mañana, a la hora menos pensada, pues incluso el asesinato de John F. Kennedy fue un poco más tarde, a la hora de las telenovelas, 12.30 de Dallas. En uno de los relojes de la torre gemela norte, la segunda en caer, el tiempo se detuvo a las 10.28, hora del este. El lapso temporal que vino después, todas esas horas, semanas y años que llegan aglomeradas hasta hoy, ha sido diferente, como muy acelerado y sin saber bien qué hacer con su duración.
En la mañana del día más famoso de todos los septiembres hasta el presente, la muerte colectiva y por las alturas llegó sin decir siquiera agua va, como si los autores del ataque hubieran puesto en marcha un operativo dadaísta capaz de sorprender con su aparente falta de lógica incluso a los servicios de inteligencia estadounidenses, que en esa ocasión conocieron el significado profundo de la palabra sorpresa, pues así los encontró la realidad: tan sorprendidos como el resto del mundo, viendo anonadados pero sin poder comprender lo que estaba pasando. En esa misma sintonía estuvimos todos, y lo estamos, pues el misterio permanece, ya que nunca quedó claro quién fue el autor intelectual del ataque, por más que Osama ben Laden haya sido sindicado como el responsable principal. Hay, sin embargo, una cantidad de aspectos aún inexplicables que han perpetuado las teorías respecto de una conspiración, algo nada descabellado pues en el mundo siniestro en el que vivimos todo resulta posible, incluso los fratricidios masivos.
Así pues, volvemos a revisitar con gran fanfarria memorialista los hechos ocurridos el 11 de septiembre de 2001 por la simple razón de que en los últimos diez años nada de gran trascendencia universal ha ocurrido en el mundo capaz de generar una rivalidad en cuanto a importancia informativa. Además, la absorción y el borramiento de las noticias cotidianas se ha acelerado de tal manera que pocas informaciones tienen permanencia más allá de algunas pocas horas de actualidad que les toca. En tiempos de pura instantaneidad, de auras inutilizadas, de fáciles complacencias generadas por la máquina vil de la industria del entretenimiento, y de tanta absoluta nadería, la embelesante ruina visual originada a partir del uso destructor de tecnología de avanzada es aún la posdata de una época bárbara y anónima, pero también muy original, que comenzó hace un siglo y en la cual hubo absolutamente de todo, de todo, desde enormes gasificaciones ritualistas hasta intencionales hambrunas con millones de víctimas de por medio. Una época con memoria propia y demasiadas cosas muy similares, tanto nivel a ideológico como religioso. Esa época pareció terminar para siempre el 11 de septiembre de 2001, aunque en verdad, esa persistente fecha fue tal vez la de su penúltimo replay. ®
Esteban Peicovich
Eduardo Espina
ojo de pez,
corazón gran angular,
último niño hombre
desencantandor
que llora a solitas
desde un muro,
la gran noticia de cenisa
y da cuenta que el mundo
está desnudo,
que se acabó.
Eduardo Espina
doble pechuga de corazón
dando aviso
de que hay que alistare
de que los llagados todos
debemos por segunda vez
ponernos a talar,
curvar láminas de roble
reunir fauna de a dos,
flores de a una
y fundar otra aldea
otro planeta
otro mundo.
Eduardo Espina
Mi abrazo está contigo.
E.P.