Si la televisión no tiene salvación y no produce más que entretenimiento basura que hunde a la sociedad en la ignorancia, ¿por qué es la inspiración de gran parte del arte contemporáneo? Sus programas, anuncios, noticieros, sistemas de pensamiento, valores, lenguajes, héroes, personajes… todo es copiado e imitado.
La televisión, como elemento supuestamente indefendible de la sociedad, resulta el blanco perfecto. Criticarla es políticamente correcto. Su propensión endémica a la mala calidad en contenido y factura, así como su obcecación en proyectar que su programación se centra en la búsqueda frenética por el dinero de los anunciantes hacen de este negocio uno de los más fáciles de atacar. La televisión es un negocio y su pantalla es una ventana al país al que pertenezca: la sed de fama de los estadounidenses se refleja en decenas de reality shows. La aún inmadura y no asumida democracia española retrata sus miedos en una enorme cantidad de programas de tertulia zafios y vulgares que tienen paralizada a la opinión pública; la esencia del franquismo se vomita en mesas con participantes en los que la sentencia de José Millán-Astray, “¡Muera la inteligencia!”, es el guión de cada producción. En México la evasión se vacía en el melodrama, la fantasía de ser lo que no somos, la vida en la escalera de la casa, las clases sociales que se reinventan, la denigración de la pobreza: es ridícula y esperpéntica; la mitificación de la riqueza: son rubios, tienen implantes de silicona y sirvientes. Esa irrealidad es siempre mejor que cualquier instante de cruda verdad, la pantalla anestesia a la población del dolor de la pobreza, la violencia y la corrupción en la que agonizamos. Somos nuestra televisión.Si es tan mala ¿por qué la copian?
La cuestión es que si la televisión no tiene salvación y no produce más que entretenimiento basura que hunde a la sociedad en la ignorancia, ¿por qué es la inspiración de gran parte del arte contemporáneo? Sus programas, anuncios, noticieros, sistemas de pensamiento, valores, lenguajes, héroes, personajes… todo es copiado e imitado. El arte, lejos de hacer una crítica a lo que la pantalla ofrece sin límite y que la sociedad traga con apetito voraz, toma su efectismo y lo reutiliza para sus propios fines.
La cuestión es que si la televisión no tiene salvación y no produce más que entretenimiento basura que hunde a la sociedad en la ignorancia, ¿por qué es la inspiración de gran parte del arte contemporáneo? Sus programas, anuncios, noticieros, sistemas de pensamiento, valores, lenguajes, héroes, personajes… todo es copiado e imitado.
La obra de Andy Warhol retomó la publicidad y la imagen de objetos de consumo como Coca-Cola y Campbell’s. El arte pop se limitó a seguir los pasos de los diseñadores de programas y publicistas para robar sus símbolos y relanzarlos como arte. La obra de Jeff Koons ha explotado infinidad de creaciones televisivas: Pink Panther, Popeye, Hulk, Odie, el perro de Garfield (por el que lo demandaron y lo obligaron a retirar la imagen). Douglas Gordon se robó para su video de 1995 Star Trek: Predictable Incident in Unfamiliar Surroundings las imágenes de esa serie de televisión de los setenta. Mark Leckey se ganó el premio Turner robando imágenes de Felix the Cat y los Simpsons, las cuales incluyó en un video titulado Industrial Light and Magic. Richard Prince se adueñó sistemáticamente durante años de las fotografías de los anuncios de cigarros Marlboro y las vende en 300 mil dólares. Takashi Murakami ha repetido a Pokemon y los personajes de manga. El artista urbano Kaws hace cuadros con Spongebob y los vende en 35 mil dólares. En el videoarte es ya un canon editar noticieros, programas de concurso, comerciales de toda clase de productos y series de televisión. Vemos exposiciones con maratones de los Charlie’s Angels o The Sopranos.
Imposibilitados para crear sus propias imágenes, la televisión les aporta esa cuota de imaginación de la que los artistas carecen. La televisión no tiene aspiraciones de inmortalidad; de hecho, nada más lejano en sus objetivos que la permanencia, pues sus miras se lanzan a lo reemplazable, al consumo rápido y a que el olvido abra sitio en la mente del espectador y pida nuevos espectáculos. En cambio, se supone que el arte desea trascender. Así, como sucede con su adicción a la basura y a los objetos de consumo desechables, hacen de la telebasura un ready-made, lo perpetúan y lo llevan a un museo, un sitio que ni remotamente los dueños de los canales de televisión buscaron jamás para su programación.
El arte ha sublimado la zafiedad violando los derechos de autor de este negocio millonario por una sencilla razón: al depredar el contenido televisivo depredan al público. El arte hace de imágenes probadas, digeridas, admiradas y hasta idolatradas una forma de tener impacto en el público. No es gratuito que elijan programas y productos de gran éxito, se cuelgan de ese éxito: más que robar una imagen usurpan su poder mediático, algo que no alcanzarían de otra forma.
And the winner is…
Now I can tell you about the success, about fame. About the rise and the fall of all the stars in the sky.
—Madonna
La televisión también impacta con su formato. El reality show del galerista y especulador de arte Charles Saatchi, School of Saatchi, es el medio masivo para hacer pública su capacidad de crear estrellas, anunciándose como “The King Maker”, “a Super Star”. Celoso de la fama que le regaló a un puñado de jóvenes desconocidos, Saatchi le dice al mundo que el verdadero genio es él, porque él inventa a la gente, él hace que cualquiera sea un artista internacional y millonario. Copia el formato de American Idol, pero aquí el show se cae a pedazos por varias razones. Por un lado, American Idol tiene un componente de emoción, la historia de cada concursante es un drama tremendo y éste inserta de inmediato sentimientos, eso crea identificación. Por otro lado, el talento en American Idol no se puede truquear, es evidente y eso provoca admiración, además los jueces son ultraglamorosos y tienen una vida complicada. En el de Saatchi no hay talento que defender, los concursantes presentan cajas rotas, sus correos electrónicos impresos y arrugados en bolitas, decenas de masas para pizza apiladas… Más que una escuela de talento parece un campus para los rechazados de la legendaria Animal School House, de John Belushi, es decir, el talento es “zero point zero”. Entre los jueces está la pesada Tracy Emin, a quien le urge un style consultant. Lo que Saatchi hace es seguir el patrón de existir a través del medio, pues no es suficiente ser famoso entre los millonarios, los museos y las casas de subastas, hay que ser famoso ante las masas, y para ello toma el medio más popular y se proyecta, se lanza a sí mismo al estrellato: “Saatchi Idol”. Los aspirantes a artistas buscan exactamente lo mismo y brincan en dos trampolines, el de un galerista que los utiliza para convertirse él en una estrella y el de un medio visto por millones de personas. El sueño de ser reconocido en el supermercado se hace realidad.
Atínale al performance
El formato de programa de concurso con sus retos que se decantan entre la humillación más degenerada y la feria de los pueblos es la fuente de inspiración, la musa del performance. Desde que se deformó y pervirtió la idea de la acción en vivo las actuales representaciones sostienen su valor en el nivel de martirio o esfuerzo que el performancero padece. Las acciones son un catálogo light de los retos de programas de concurso: beberse sus propios orines, cubrirse de comida, tatuarse, hacer aerobics, meterse en una caja de cristal durante horas, romper objetos, arrastrar cosas… todo eso supone para el performancero un esfuerzo que le merece el estatus de arte. Estas exposiciones se quedan atrás de los retos de los programas, en los que vemos gente que come alacranes vivos, que se deja picar por abejas y arañas, que se tragan quinientos huevos cocidos. Con esta imitación del reto sin objetivos también buscan la exhibición gratuita y la urgencia de despertar una falsa admiración para sustituir la responsabilidad creadora. ®